MARCELLO FIGUEREDO
Siempre es bueno fantasear un poco. Cada mañana, cuando me siento frente a la computadora en mi escritorio y miro la postal de Villa Biarritz que regala mi ventana preferida, juego a imaginarme otros paisajes.
Es un buen ejercicio para combatir el tedio montevideano, sacar el alma de paseo aunque no se esté de viaje y desperezarse amablemente.
Casi siempre, la niebla matinal me ayuda a borrar fronteras.
Por ejemplo: ese ciprés que busca el cielo como una llama vibrante evoca la Provence que pintó Van Gogh, sólo que entre tinieblas.
Aquellas cinco palmeras, algo más distantes, recuerdan las colinas de Ouro Preto, o más bien las de Olinda, y si el manto de bruma se elevara ahora mismo, un campanario barroco asomaría tras ellas para darme las ocho con su tañido.
Estos dos arbolitos más cercanos, ya medio flacuchos por culpa del otoño, bien podrían echar raíces junto a un muelle parisino. Con un poco de suerte, si me asomo al balcón a tiempo veré a los turistas saludando desde un bateau mouche que surca el Sena.
¿O acaso el río que ahora corre aquí abajo nublando mi vista es el Mekong, que cada mañana despierta sudando frío y envuelve con su vaho a los monjes azafranados en la tierra del millón de elefantes?
¿Y aquellos edificios desdibujados que se adivinan tras el muro vegetal, están en la Quinta Avenida o en Central Park West?
¿Viviré en el barrio del adorado Woody Allen o del lado de la despechada Mia Farrow?
Esa enorme araucaria que el viento ha inclinado hacia la izquierda es digna del londinense Hyde Park. Si sigo el camino ondulado que nace justo frente a mi puerta iré a parar al Speakers` Corner, donde tal vez haya una simpática viejita, trepada a un banco, diciendo disparates de la Reina.
O digamos Venecia, una brumosa mañana de invierno. Las aguas que lamen los escalones de mi edificio son entonces las del Gran Canal, y esa silueta que se desliza calle abajo es, déjenme ver bien, Julie Christie a bordo de una góndola fúnebre rumbo a San Michele.
Pero no. El silbido de la caldera interrumpe el delirio y anuncia que el agua para el primer té está lista.
Con la bandeja del desayuno en la mano, vuelvo a la computadora.
Sigo de viaje virtual, ahora por Internet, y me apresto a leer las noticias.
Dicen que los ocupantes de una fábrica la abandonaron ayer entre insultos y huevazos; que las escuelas, los liceos y la UTU continúan de paro; que la inconstitucionalidad del IRPF a las jubilaciones depende de un buen señor; que el vicepresidente de la República no mencionó en su declaración jurada que estaba embargado porque no se lo preguntaron; que los municipales amenazan con una huelga; que el partido de gobierno ha salido a las esquinas para explicarle a la gente lo fabuloso que es pagar más impuestos.
Y dicen, por cierto, que lo de esta mañana no es niebla cosmopolita sino humo argentino.
El paisaje de mi ventana seguirá algo borroso todo el día, pero ya no cabe duda alguna: he vuelto a amanecer en Montevideo.