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Historias de piel: Ellas y el sexo hipócrita

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Cuando en el barrio se cronifica la presencia de algún hombre en situación de calle, es probable que de modo individual u organizado la vecindad le acerque alimento y abrigo, de la misma forma que se pueden suscitar acciones comunitarias espontáneas ante un familiar no humano perdido u otra situación que demande solidaridad. Sin embargo, frente la realidad de extrema vulnerabilidad a raíz de la emergencia sanitaria por Cornonavirus que viven las personas que ejercen trabajo sexual, o se encuentran en situación de prostitución, la red vecinal de solidaridad ya no resulta algo tan inmediato ni evidente.

Como no siempre es sabido, ya que pocas veces el tema es foco de interés, la pandemia provocó el cierre de centros nocturnos desde los que se llevaba adelante la actividad sexual-comercial habitual. Así también aumentó la informalidad de los modos de ejercicio y los tipos de contacto (con los riesgos que trae la “libre” circulación de los “clientes”), así como el aislamiento de las mujeres en situación de prostitución, ya sea por encontrarse en localidades remotas y distantes de los centros urbanos, como por tener dificultades de conectividad y alfabetización digital para mantener comunicación virtual. También ha provocado una mayor vulneración ante la acción de las mafias de las redes de trata, sumado a la escasez de alimentos y precariedad de vivienda, que repercute directamente en el cuidado y manutención de los hijos que hace tiempo han dejado de concurrir a las escuelas por la emergencia sanitaria. Todo ello en el contexto de en un colectivo social que recibe escasas e inespecíficas ayudas estatales (por más que la prostitución esté regulada en Uruguay por la ley 17.515), y que cuenta con modos de organización civil aún políticamente débiles. 

Si bien la situación es compleja y está condicionada por múltiples variables, la poca solidaridad espontánea con “las prostitutas” se sostendría gracias a una hipocresía sexual y social, que necesita que estas personas habiten la invisibilidad de la clandestinidad y la indignidad, para que de ese modo se logre evitar la interpelación a la “buena ciudadanía” que directa o indirectamente se beneficia de consumir el producto de la explotación laboral-sexual de estos cuerpos, que parafraseando a la filósofa norteamericana Judith Butler sería aquellos cuerpos que “no importan”, como los de los pobres, los femeninos, los no humanos, los no blancos, etc.

Desde este sexo hipócrita la puta deberá entonces habitar los sótanos, acatar el tener que ser el vampiro que hace de la invisibilidad nocturna y secreta su supuesto “hábitat natural”, para así mantener toda una topología sexual jerarquizada en “clases” morales, y polarizada en clave de una sexualidad “iluminada” (y “normal”) y otra “oscura”. De ese modo los privilegiados de la superficie luminosa podrán hacer sus incursiones “licenciosas” al inframundo, y aprovecharse de la fácil y mercantilizable extracción de potencia de los cuerpos que ahí habitan, y que en general se presentan faltos de recursos para relacionarse como “pares” con sus “clientes”. A la vez, varias de las “buenas ciudadanas” del mundo moralmente luminoso, aprovechan también la explotación sexual que de muchas de “ellas” (las “otras” mujeres) se hace, por haber aprendido a vivir como “alivio” para sus “deberes sexuales” (construidos desde una monogamia heteronormativamente selectiva) que sus novios y maridos “necesiten” “irse de putas”. Esas “cosas de hombres” que folklóricamente se aceptan de modo parecido al asesinato formalizado que implica el “irse de caza”.

Ante esta desigualdad naturalizada por una moralidad sexual hipócrita, la puta en tanto que “mala mujer” portadora de las “pestes” sexuales, y “culpable” de que estas lleguen a las “buenas familias”, no puntúa en la escala de caridad para constituir la “buena víctima” que “merece” ser ayudada. Esa que en su inferiorización sufriente suplica por mendrugos de ciudadanía mediante la evidencia de pruebas a través de una biografía exclusivamente signada por la pasividad ante las calamidades.

Por el contrario, aquellas putas que realmente necesitan ayuda ante los desastres provocados por la emergencia sanitaria pero que no se victimizan (aún siendo victimizadas en el contexto de un sistema capitalista que a través de “dueños” de los modos de producción extrae la plusvalía sexual de los cuerpos), puede que enfrenten más dificultades para hallar la solidaridad espontánea de la comunidad, en la medida en que el sexo hipócrita que a través de ellas se evidencia, resulta insoportable para el orden moral creado (perverso y mercantil) que necesita mantener la diferencia entre la superficie y “el bajo”.

Quien desee colaborar de alguna manera siempre lo podrá hacer. Las organizaciones de mujeres cis y trans trabajadoras sexuales, prostitutas o en situación de prostitución (incluyendo la consideración también invisibilizada y vulnerada de hombres cis en situación de prostitución) se encuentran trabajando tanto en Montevideo como en el interior del país. Un ejemplo es el colectivo O.TRA.S (Organización de TRAbajadoras Sexuales) portavoceado por Karina Nuñez, que recibe ayudas a través de distintos medios, uno de ellos es el colectivo Abitat 109493, desde el cual se intenta llegar sobre todo a las mujeres que se encuentran aisladas en zonas lejanas y remotas del interior del país.

conocé a nuestro columnista
Ruben Campero
Ruben Campero

Psicólogo, Sexólogo y Psicoterapeuta. Docente y autor de los libros: “Cuerpos, poder y erotismo. Escritos inconvenientes”, “A lo Macho. Sexo, deseo y masculinidad” y “Eróticas Marginales. Género y silencios de lo (a)normal” (Editorial Fin de Siglo).

Fue co-conductor de Historias de Piel (1997-2004, Del Plata FM y 2015 - 2018,
Metrópolis FM). Podés seguirlo en las redes sociales de Historias de Piel: Facebook, Instagramy Twittery en su canal de YouTube.

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