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La Política Industrial resurge como tema de investigación.

Necesitamos generar más evidencia para ayudar a tomar mejores decisiones de política.

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Planta de UPM 2
Planta de UPM 2
Estefania Leal/Archivo El Pais

En 1806, en Berlín, Napoleón impuso un bloqueo prohibiendo la importación de bienes británicos a Europa. Los franceses, particularmente en el norte, tuvieron que empezar a comprar algodón local (en lugar del importado) producido por firmas francesas, que no usaban máquinas y eran mucho menos productivas que sus pares británicas. De forma muy creativa, la economista Réka Juhász identifica el efecto que esto tuvo sobre la industria francesa de algodón y encuentra que fue muy positivo para que los franceses pudieran “alcanzar” a los productores británicos y también empezar a producir con máquinas. Más allá del algodón, el PIB per cápita de las regiones con mayor protección siguió creciendo por varias décadas, aunque la medida napoleónica terminó casi en seguida. Este estudio es la evaluación más sólida que tenemos sobre el “argumento de industria naciente”: protejamos a una industria local de la competencia extranjera mientras se desarrolla, y después podrá competir sola.

Ese argumento es una de las justificaciones para hacer política industrial, es decir, imponer subsidios o impuestos con el objetivo de promover a una industria en particular (en lugar de buscar mejorar la economía en general). En Uruguay, algunos ejemplos son los incentivos fiscales a UPM, a sectores como el software, o el monopolio que le damos a Ancap al prohibir la importación de combustibles.

Lo cierto es que, en comparación con cómo hacer para bajar la inflación, o cómo fijar los impuestos al trabajo, los economistas sabemos muy poco sobre política industrial. No sabemos casi nada sobre si la política industrial sirve o no, o cuándo puede servir, o si sirvió en el pasado, o (si vamos a hacer política industrial) a qué industrias deberíamos apoyar.

No sabemos de política industrial, entre otras cosas, por el fracaso de la sustitución de importaciones del siglo XX. Brasil, por ejemplo, quiso desarrollar la industria de computadoras durante los ochenta. Puso impuestos a las computadoras de afuera y subsidios a las locales. El resultado fue un desperdicio de fondos públicos, con firmas locales que solo sobrevivían gracias a los subsidios, pésimas computadoras, y peleas con EE.UU. y otros que se quejaban de violaciones a tratados y robo de propiedad intelectual.

Este ejemplo y otros convencieron a la mayoría de los economistas de que, si bien es cierto que en la teoría puede haber argumentos para promover ciertas industrias, no es bueno hacerlo. La razón es que, en la práctica, el gobierno no tiene forma de saber si debería promover a la industria de la celulosa o a la de zapatos, ni si dar subsidios o créditos blandos, ni tampoco si hacerlo por algunos años o por varias décadas. Con tantas limitaciones sobre qué hacer, el gobierno terminaría actuando según lo que los empresarios le digan que es mejor (por ejemplo mantener subsidios eternamente) o, en lugar de favorecer a las industrias que valgan la pena, terminaría fomentando aquellas donde sus amigos (o votantes) tienen empresas. Debido a estas dificultades de implementación, el consenso pasó a ser que la mejor política es generar un buen ambiente de negocios (buenas leyes, buen sistema bancario) para toda la economía, y dejar que las firmas se dediquen a las industrias que les parezca mejor a ellas.

Sin embargo, también es verdad que países como Corea del Sur o Taiwán hoy en día son economías desarrolladas que dependen de las industrias que el gobierno apoyó en los ochenta, por lo que alguien puede pensar que la política industrial sí funcionó en esos casos. El problema con esa lógica es que, quizás, lo que hizo el gobierno no tuvo nada que ver, y Corea sería hoy igual de rica sin haber dado subsidios, o si el gobierno hubiese apoyado a una industria diferente. Determinar si lo que hizo el gobierno sirvió de algo es, de hecho, extremadamente difícil. Esa dificultad, junto con los fracasos pasados de la política industrial, hicieron que se pensara en el caso de Corea y otros como “milagros” de crecimiento, en parte porque no podemos repetir un milagro, y por lo tanto no es interesante estudiarlo. Al final, se terminó abandonando a la política industrial como tema de estudio por varias décadas.

Varios factores nos están haciendo volver a mirar la política industrial como tema de estudio.

En primer lugar, aunque los economistas dejaron de estudiarla, los gobernantes de todo el mundo nunca dejaron de hacer política industrial. Un estudio reciente de la misma economista Juhász muestra que en el período 2009-2020, Alemania implementó más de mil programas como subsidios o créditos a las exportaciones en sectores (o incluso empresas) específicos. Cerca le siguen Japón, Brasil, Estados Unidos, Canadá, Rusia, India… Uruguay mismo tiene muchos ejemplos, como los que di al principio.

No solo estas políticas están por todas partes, sino que han crecido enormemente en escala. Leyes aprobadas hace muy poco en Estados Unidos dan 53 mil millones de dólares en subsidios para la fabricación de semiconductores en los próximos cinco años y 400 mil millones de dólares en subsidios a energías renovables en los próximos diez. Europa, sólo en 2020, gastó 124 mil millones de euros en subsidios a energías renovables. Tanto la popularidad global como la importancia en montos para los gobiernos, hacen que haya mucha demanda por saber más sobre si lo que estamos haciendo funciona.

Además, los avances metodológicos sobre cómo evaluar políticas económicas hacen que hoy sea posible animarse a estudiar los “milagros” asiáticos mencionados antes. Una publicación reciente del economista Nathan Lane estudia el caso de Corea y encuentra que las empresas favorecidas con subsidios —en los setenta, en la industria de maquinaria pesada y químicos— usan más capital y trabajo, venden mayor cantidad a menor precio, y aumentan su productividad. O sea, las empresas sí reaccionan a estas políticas (podría haber sido el caso de Brasil donde las empresas tomaron los subsidios pero no crecieron). Los economistas Jaedo Choi y Andrei Levchenko estudian el mismo programa, pero en el largo plazo: encuentran que los efectos son positivos e incluso aún más grandes en la década de 2010.

Sin embargo, los estudios anteriores no dicen nada sobre si la industria favorecida era la más indicada, o si quizás hubiese sido mejor subsidiar otra. Justamente eso estudia el economista Ernest Liu, y concluye que lo mejor es favorecer a aquellas industrias que compran y venden mucho a otras industrias, de manera que los efectos de los subsidios se desparramen a otros sectores. Liu aplica su teoría en los casos de Corea y de China y encuentra que los gobiernos parecen haber subsidiado a los sectores correctos.

Aparentemente, entonces, el caso de Brasil fue un enorme fracaso, mientras que el caso de Corea, e incluso el de Napoleón, fueron exitosos. ¿Por qué funcionó en un lado y no en otro? No lo sabemos. ¿Sería Corea mucho más rica hoy de haber subsidiado una industria distinta? La poca evidencia que tenemos sugiere que no, pero falta mucho para estar convencidos.

¿Hace bien Uruguay dando incentivos a UPM? No tenemos idea. Parte del problema con los estudios que describí aquí es que tienen poca validez externa; el hecho de que la protección haya ayudado a los algodoneros franceses del siglo XIX poco nos enseña sobre qué políticas hacer hoy en Uruguay. En general, no sabemos por qué algunas políticas industriales funcionaron cuando tantas otras fracasaron.

Empecé diciendo que los economistas estábamos convencidos que la política industrial no sirve, y ni siquiera era interesante estudiarla. Sin embargo, dado que los gobernantes la siguen usando (quizás más que nunca) y que ahora tenemos nuevas herramientas metodológicas, vale mucho la pena prestarle atención: necesitamos generar más evidencia para ayudar a tomar mejores decisiones de política.

- Juan Pedro Gambetta, columnista invitado. Es economista de la Universidad de Montevideo, doctorando en MIT.

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