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Opinión | Somos perros

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Washington Abdala

CABEZA DE TURCO

"Nunca digo nada, me hago el distraído pero nunca huelo nada".

De niño, lo cuento como lo recuerdo, un día me llevaron al médico y me dijeron que tenían que decirme algo importante. Tendría unos seis o siete años y no le dí mucha importancia al asunto, me subieron a un Volkswagen rojo del año 1962 que tenían mis padres y allí marché al centro médico respectivo (no digo cuál es para no hacer publicidad gratuita, es hora de dignidad).

Cuando llego, mis padres me dejan solo en una antesala e ingreso a un recinto blanco donde dos médicos me ofrecen sentarme. De forma ceremoniosa y sencilla me dicen que tenían algo importante que decirme. A mi me distraía esa foto de la enfermera que pide silencio con el gesto del dedo en la boca, lo que me producía una tensión interior: ¿podré contestarles a estos galenos o están evaluando mi grado de respeto a la autoridad? ¿Ella pide silencio y éstos me interrogan? No cierra.

Habló el médico calvo (siempre se impone más un médico calvo, no me pregunten la razón) y una joven médica con cabellera blonda. Estamos en los años sesenta, o sea ella tenía el look Susana Gimenez (joven) y el calvo se parecía a Juan Verdaguer. Para que tengan un aire del momento.

En un tono ceremonioso el médico me dice: “jovencito, usted tiene un pequeño problema con el que tendrá que vivir toda su vida, no es grave, no se inquiete, pero es lo que arrojan los exámenes practicados: usted posee la facultad de olfatear, usted olfatea igual que su perro Ildefonso (me gustaba ponerle nombres así a mis perros) y por ende usted tiene que aprender a vivir con eso. Usted puedo olfatear exactamente veinte veces más que sus padres, igual que su can, le repito, y eso no mata a nadie pero es lo que sucede, por eso usted tiene esas pesadillas, que en realidad no son pesadillas sino que usted huele los productos del armado de la feria a tres cuadras de su casa y usted olfatea la pescadilla y la brótola. Eso es lo que no lo deja dormir No se preocupe, pero sepa que vivirá con eso”.

En el auto mi madre me dice “¿ya lo sabés no?” “Sí”, le contesté lacónico. “No te va a pasar nada, solo sabé que tenés que vivir con ese olfato, no te preocupes más, solo adaptáte”, me dijo. En mi mente estaba ir a ver los dibujitos animados en blanco y negro de las cinco de la tarde y la señal de ajuste que duraba quince minutos y yo me ilusionaba que la cortarían antes.

O sea, olfateo a la gente a montones de metros. Puedo saber cuándo te bañaste, la hora aproximada, el día y hasta que jabón usaste. Si tu aliento es medio embromado lo huelo y detecto tu almuerzo y tu cena de ayer. No sé como lo hago pero lo hago. Ni que hablar si tus glándulas sudoríparas son activas, huelo todo eso. Si el pelo viene de varios días de no pasar por la ducha, lamento, también lo huelo. Nunca digo nada, me hago el distraído pero huelo todo.

Otro médico me prohibió ir a correr por la rambla. Un día, de adolescente, fuí y me desmayé. Y cuando me venían a ayudar otros corredores, ¡pumba! me desmayaba de vuelta. ¡El olor me mataba! Me sacó de allí una emergencia móvil y entre la acetona y el alcohol de la ambulancia sentí que renacía. Amo la acetona. No soy adicto a nada, pero es tan fuerte que me revive. Solo los pintores de paredes y yo entendemos esto.

Huelo el pan de las panaderías a dos cuadras, por eso llego tarde a casi todos lados, el olor a factura fresca me perturba y me atrapa. Me quedo en la puerta un rato haciendo cebo.

El olor a torta hecha en algún lado de mi edificio de algún vecino, me alucina y ellos no saben pero yo me quedo en la puerta olfateando un rato hasta romper el umbral olfateador y salir de esa trampa. He vivido con esto y por eso los perros -cuando salgo a la calle- saben que soy uno más. Se me arriman y me miran sabiendo quién soy. Somos barra. Y los perros siempre somos el mejor bicho del planeta. Buen domingo.

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