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Una historia de amor que terminó con la reconstrucción del Teatro Odeón

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Colectivo reconstruye el Teatro Odeón

DE PORTADA

El colectivo Pequeño Teatro de Morondanga está trabajando en reconstruir el Teatro Odeón, incendiado en 1996, para estrenar una obra que viene ensayando hace tres años.

Si esta historia se escribiera diez veces podría tener diez comienzos distintos. Podría empezar en Francia hace algunos años frente a una computadora buscando en Google “teatros de Uruguay”, o en un remate judicial el 30 de junio de 2014 en Montevideo. Podría empezar en una gira de teatro o en el Club de Armas de Montevideo. Podría, también, comenzar en 1996, en un teatro que se incendió y del que quedaron solamente algunos cimientos. Pero esta vez la historia va a empezar con una llamada telefónica, con un encuentro, con una charla y con una visita al predio del antiguo Teatro Odeón, incendiado, destruido pero resistiendo.

Como consecuencia directa de todos esos hechos que ocurrieron, literalmente, de la noche a la mañana, esta va a ser una historia de amor. También de pasión, de entrega, de confianza, de espera, de trabajo, de sueños. Pero todo eso viene después. O viene con el amor.

En la madrugada del 2 de enero de 1996, el antiguo Teatro Odeón, por entonces denominado Carlos Brussa, se prendió fuego. Aunque los bomberos lograron dominar las llamas, en la tarde de ese mismo día volvieron a encenderse. Y de a poco, como en cámara lenta, el fuego empezó a destruir cada rincón del edificio y también de su memoria, que tiene a artistas de todas las artes y también a cada persona que estuvo sentada entre el público. Porque si hay algo seguro en toda esta historia, es que del Odeón ahora quedan los recuerdos, las anécdotas y las memorias, que son muchas, casi tantas como las personas que visitaron el teatro.

No se pudo determinar con precisión qué fue lo que desencadenó el incendio. La crónica del 3 de enero de 1996 que publicó El País dice que una “falla en el sistema eléctrico arrasó las instalaciones del mítico teatro Carlos Brussa, cuya estructura interior de tela y madera quedó reducida a cenizas en poco más de dos horas”.

Lo que quedó fue una estructura destrozada, una forma sin contenido, una caja sin techo de paredes quemadas. Y en el interior, escombros, pedazos de teatro, plantas que crecieron con el tiempo, basura que en algún momento se acumuló, restos de entradas, restos de programas.

Durante 23 años el predio en el medio de Ciudad Vieja, en Cerrito 750, permaneció vacío y en silencio, sin que nadie supiera muy bien qué iba a pasar con ese espacio destruido por el fuego y también por el tiempo y el abandono.

El 14 de junio de 2017, todo cambió. Ese día marca el inicio de esta historia de amor entre Pequeño Teatro de Morondanga —un colectivo de actores y creadores que estaban buscando un lugar donde ensayar—, y Vincent Marius Fournier y Rosario Ramírez, un francés y una uruguaya que habían comprado al Odeón (o lo que quedaba de él) en un remate judicial. Esta es la historia de un grupo de personas que miran al mundo de la misma manera y que se encontraron para salvar a un teatro.

Desde Francia

Rosario y Vincent compraron al Odeón para salvarlo
Rosario y Vincent compraron al Odeón para salvarlo. Foto: Gerardo Pérez

Rosario es uruguaya pero se fue a vivir a Francia cuando era joven. Allí conoció a Vincent, un francés con el que se casó. En Europa, Rosario hacía teatro y un día, de curiosos, pusieron en Google “Teatros de Montevideo. Buscar”. Entre los resultados aparecieron muchos. Uno de ellos fue el Odeón.

Inaugurado en 1885 como el Conservatorio de Música La Lira, fue reformado alrededor de 1955 para convertirse en teatro; fue entonces que pasó a llamarse Odeón. Después, fue sede de la compañía de Teatro de la Ciudad de Montevideo y de la Sociedad Uruguaya de Actores, que lo llamó Teatro Carlos Brussa. Luego pasó a ser propiedad del Ministerio de Educación y Cultura, hasta el incendio.

Rosario y Vincent se vinieron a vivir a Uruguay hace siete años. Un día en 2014 se encontraron con un aviso: “Junio 30. Lunes. A las 15 horas. Vanoli-Brun rematarán judicial. Ciudad Vieja. Excelente oportunidad. Inmueble que ocupara el Teatro Odeón”. Se acordaron de que era aquel que habían visto por Internet alguna vez en Francia y pensaron que tenían que salvar lo que quedaba de él.

“Lo primero que hicimos fue ver cómo era un remate judicial porque no teníamos ninguna experiencia”, dice Vincent. “Después llegó el día y nos presentamos. Éramos muy poquitos los candidatos. Nosotros lo que queríamos sobre todo era que ese lugar volviese a vivir como teatro o algo similar y que no hicieran lo que han hecho con otros grandes espacios que fueron destinados a iglesias o a estacionamientos. Justamente las otras personas que estaban con nosotros en el remate eran de una iglesia y un grupo que pretendía poner un parking”.

En ese momento, dice Rosario, soñaban con muchas cosas: “Tuvimos muchísimas ideas para poner en ese lugar. Reconstruir el teatro era un emprendimiento de unos cuantos millones de dólares que no teníamos. Así que pensamos en un centro cultural o en un centro de información turística, pensamos en hacer un gran jardín con el fin de hacer exposiciones culturales al mismo tiempo. Hasta llegamos a pensar en hacer una gran piscina abierta al público”.

Pero pasaron dos años hasta que les dieron la llave y la propiedad del lugar. Y en el medio ellos crearon otro emprendimiento y empezaron a darse cuenta de que algunas cosas en Uruguay quizás resultaran un poco difíciles de llevar adelante. Finalmente decidieron ponerlo en venta otra vez.

Coincidir

Era el 14 de junio de 2017 y los integrantes del colectivo Pequeño Teatro de Morondanga —integrado hoy por Roberto Suárez, Gustavo Suárez, Yamandú Cruz, Nicolás Rodríguez, Francisco Garay, Chiara Hourcade, Bruno Pereyra, Pablo Caballero, Pablo García, Soledad Pelayo, Pablo Tate, Inés Cruces, Rosario Martínez, Oscar Pernas, Mariano Prince, José Pagano, Martín Pisano, Cecilia Bello y Johana Bresque — estaban escribiendo en el apartamento de uno de ellos una obra en la que venían trabajando hacía ya un año y medio. Para ellos el arte es un proceso que requiere del tiempo que necesite la creación y en esos días estaban en el punto exacto en el que necesitaban un espacio más amplio para poder ensayar, para poder pasar a la acción.

Como a veces ensayaban en el Club de Armas de Montevideo, en la calle Cerrito, todos habían fantaseado alguna vez con el Odeón, que estaba al lado.

Esa noche, la del 14 de junio, medio en chiste y medio en serio, decidieron buscar en qué estaba ese teatro. Escribieron Teatro Odeón Montevideo y lo primero que les apareció fue un link de Mercado Libre: estaba en venta. Era de noche y tarde, pero igual quisieron llamar al número que aparecía en la publicación. “Queríamos ver si era una inmobiliaria o si era una casa de familia. Si era una familia cortábamos porque no daba, eran las once de la noche”, cuenta Gustavo Suárez, parte del colectivo. “Entonces llamé yo. Y cuando escucho del otro lado una voz de mujer que me dice ‘Hola’ me puse muy nervioso porque tenía ganas de saber ya qué pasaba con ese teatro y a su vez me parecía una imprudencia llamar a esa hora. Y entonces digo: ‘Hola, ¿Vincent?’. Y del otro lado me responden que no, que claramente no”.

Esa misma noche Rosario y Vincent estaban en su casa cuando sonó el teléfono. Atendió Rosario y una voz le preguntó si era Vincent. Ella dijo que no, que claramente no. Hablaron. Los artistas les contaron la propuesta que tenían para levantar el teatro otra vez y al otro día a las tres de la tarde se encontraron todos en la casa de Rosario y Vincent.

Roberto (Suárez) nos dijo que querían hacer una obra en el Odeón. Yo le dije que sí, que genial pero que estaba en un estado ruinoso. Su idea era fantástica, pero nos mirábamos entre nosotros y pensábamos que no tenían conciencia del estado en el que estaba. Ellos nos decían que ya lo sabían, que pasaban todos los días por ahí, lo miraban y era exactamente lo que buscaban, que era perfecto. Así que le dijimos que mejor fuéramos hasta el teatro para que lo vieran”, dice Rosario.

Ese mismo día sacaron el cartel de “en venta”, que estaba en la fachada del lugar. Rosario y Vincent habían recibido algunas ofertas por el Odeón y no lo entregaron. Aunque estaba a la venta, siempre tuvieron la esperanza de que algo pasara. Y pasó. Cuando entraron a ver el teatro con Roberto y los demás integrantes del grupo, Rosario y Vincent supieron que ese colectivo de artistas que hacía un año y medio estaba investigando para crear una obra era lo que estaban esperando.

El colectivo trabaja en el Odeón
El colectivo trabaja en el Teatro Odeón. Foto: Germán Tejeira

“Verlos mirar el teatro de la forma en que lo hicieron, el placer, el gusto, las ganas, el amor que mostraban por el lugar y por su proyecto. Su energía nos decía por sí sola que nos teníamos que asociar con ellos”, dice Rosario. “Nosotros no creemos que seamos propietarios del teatro. Somos depositarios de un pedazo de la memoria del Odeón. Ellos tienen todo para darle vida a ese espacio”, cuenta Vincent.

Lo que el colectivo les proponía sonaba a imposible: iban a levantar un teatro con sus propias manos y lo iban a convertir en una sala para poder ensayar y estrenar su obra.


Todo sucedió como suceden las cosas que están destinadas a ser, a existir, a vivir. Son esas cosas que parecen imposibles y perdidas hasta que alguien va, sueña y lo hace realidad. Sucedió porque se encontraron las personas indicadas en el lugar correcto. Sucedió porque unos creyeron en los otros y porque todos creen que el arte tiene que seguir resistiendo.

Soledad, integrante de Pequeño Teatro de Morondanga, lo explica así: “Nos encontramos con que soñar juntos era posible y nos dimos cuenta de que si todos íbamos para el mismo lado, las cosas salen”. Inés, que también forma parte del colectivo, lo expresa así: “No tiene que ver con explicaciones lógicas, racionales o económicas. Miramos el mundo desde el mismo lugar y eso nos unió al instante. No hay nada más”.

Fiesta en el Odeón para despedir el año en 2018
Fiesta en el Odeón para despedir el año en 2018

Desde junio de 2017 el colectivo está trabajando en el espacio para inaugurarlo y estrenar la obra, dicen, este año. No hablan de tiempo ni de fechas, dicen que es como dijo Calderón de la Barca, “es inútil que corráis puesto que estamos en un barco”, que el Odeón es un monstruo y que cada vez que avanzan, encuentran que hay algo nuevo para hacer.

El primer paso fue limpiarlo. El interior del teatro era un gran jardín lleno de plantas, ramas, escombros, pedazos de pared, de escenografías, de basura, de papeles. Sacaron más de cinco camiones llenos de basura durante los siete meses que estuvieron limpiando.

El siguiente fue buscar asesoramiento. “Empezamos a trabajar con arquitectos y con ingenieros civiles. Uno de los que nos ayudó fue el arquitecto Singer, un genio total, un gran arquitecto y gran amante del teatro. Otro soñador más, digamos, que sigue siendo un pilar importante”. El dinero y los materiales para la construcción han sido, en su mayoría, donaciones. La empresa Campiglia con materiales que ellos ya no utilizaban, el Ministerio de Educación y Cultura a través de los Fondos Concursables, Cofonte (la comisión de los fondos para el teatro), la empresa Infantozzi con pinturas y Codof, “una cooperativa que nos está ayudando con los baños”. También han hecho fiestas. Hacen fiestas, cada vez que se quedan sin fondos y hay que seguir avanzando.

La obra para la obra

Reconstrucción del Teatro Odeón
Reconstrucción del Teatro Odeón. Foto: Manuel Gianoni

Desde la puerta de entrada del Teatro Odeón lo primero que se ve es caos. Hay materiales apilados, butacas y puertas recostadas contra la pared, maderas y fierros que hay que esquivar para ingresar a la sala. Ese va a ser el hall, dice Mariano, integrante del colectivo que un miércoles a las cuatro y media de la tarde está trabajando en la construcción de la platea junto a Francisco, el diseñador y escenógrafo que también es parte de Pequeño Teatro de Morondanga. Después Mariano se queda al ensayo, que es de ocho a once de la noche.

En la sala (que ya construyeron) todavía hay tierra. Pero también hay un piso de madera y un techo negro de yeso y chapas que se sostiene con unas columnas de hierro, hay luces y un parlante. Hay, sobre el final del escenario, una gran estructura que será parte de la escenografía de la obra. Hay sillas, sillones, una mesa, vestuario, escaleras, materiales de construcción, hojas, polvo. Hay oscuridad y olor a quemado porque también hay dos artistas trabajando en un teatro que se está levantando. Y encima de ellos está lo que sobrevivió de una gran araña que alguna vez alumbró lo que fue el hall del lugar. Hay, en definitiva, un espacio que tiene forma de teatro aunque no se parece en nada al estilo a la italiana del antiguo y gigante Odeón.

Una parte de la platea ya está lista. Alrededor de ocho filas de butacas bordó que compraron en un remate se elevan unas sobre las otras.

Desde el escenario, al nivel del piso, mirando hacia atrás está el pasado. A esa parte del predio aún no pudieron llegar y, por ahora, la van a dejar como está. Allí todavía hay restos del incendio y del abandono: hojas, ramas, vegetación, escombros, residuos y la estructura rectangular de un escenario que desapareció, que se cayó íntegro con las llamas. Ahora allí solo hay un pozo que llega hasta lo que era el subsuelo, donde estaban los camarines.

Rosario y Vincent ya forman parte del grupo. Van a ayudarlos a trabajar, están atentos, al tanto. “Esto es como dar a luz”, dice Rosario. “Sabemos que va a existir un acontecimiento, el estreno, pero una se pregunta siempre cómo va a ser. Hay expectativa, hay interrogantes, pero hay acción. Y es eso lo que importa. Mientras todo esto viva, nosotros lo acompañaremos. El resultado ya va a aparecer”. Dicen que a veces están en el teatro y ven que alguien se para en la vereda a mirarlo y a veces se emociona o llora.

Hoy desde la vereda no se ve ni se escucha nada. Todo está quieto y tal cual estuvo por 23 años. Las paredes de un color indefinido entre el blanco y el beige pero sin ser ninguno de los dos están manchadas y grafiteadas. Dos columnas cuadradas sostienen lo que todavía queda de la estructura. Y encima, como resistiendo, como queriendo volver a vivir dice, con mayúsculas, Teatro Odeón.

cómo colaborar 

El último esfuerzo

Al espacio lo limpiaron en siete meses entre los miembros del grupo Pequeño Teatro de Morondanga, Rosario, Vincent y también amigos, familiares y gente que se acercaba a darles una mano. Ahora, aunque las riendas de la construcción la lleva Francisco Garay, parte del colectivo, “escenógrafo, constructor, artista”, todos siguen sus instrucciones y ayudan.

Las jornadas de trabajo más intensas y en las que todos coinciden son los fines de semana. En la semana se van turnando entre todos, dependiendo de los horarios que tenga cada uno, porque, claro, todos tienen otros trabajos además de dedicarse al teatro.

Ahora cualquier persona que quiera puede acercarse a ayudarlos pero también puede colaborar para juntar el dinero que falta a través de la plataformaIdea.me.

Algo que todavía no han podido solucionar es cómo mejorar la fachada.
Por ahora la van a dejar como está, dicen, pero están abiertos a las ideas o colaboración de quien quiera darles una mano para mejorarla. Lo mismo con el espacio que aún no pudieron mejorar: están abiertos a escuchar cualquier propuesta.

Un ensayo previo al Odeón 
Parte del colectivo Pequeño Teatro de Morondanga

El colectivo Pequeño Teatro de Morondanga funciona como tal desde el estreno de El bosque de Sasha, en el año 2000. Con Roberto Suárez como director de las obras, sus piezas son creaciones siempre colectivas que implican investigaciones de largo aliento. No son un elenco estable y fijo, dicen sus integrantes, sino que son un grupo que está en permanente movimiento: algunos permanecen, otros se van, otros se unen.

El Odeón no es la primera sala que el colectivo construye. Ya hicieron algo similar con La Gringa, ubicada en la Galería de las Américas, para el estreno de su última obra, la tan recordada Bienvenido a casa.

“Estábamos en la misma que ahora, ensayando en todos lados. Álvaro Correa, el dueño del espacio, estaba trabajando con un compañero del grupo y sabía de nuestra búsqueda”, cuenta Soledad Pelayo. “Antes había sido un teatro, después fue un gimnasio y estaba abandonado. Así que también lo construimos. Pero no fue ni la mitad de trabajo del que estamos haciendo ahora”, agrega Inés Cruces.

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