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Algunos poemas de Francisco Brines

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Francisco Brines

Más del Premio Cervantes 

Va aquí una selección de poemas de Francisco Brines tomados de la antología Desde Elca.

REENCUENTRO

HE bajado del coche
y el olor de azahar, que tenía olvidado,
me invade suave, denso.
He regresado a Elca
y corro,
                     no sé en qué año estoy
y han salido mis padres de la casa
con los brazos abiertos,
me besan,
les sonrío,
me miran
                       —y están muertos—,

y de nuevo les beso.

DESDE BASSAI Y EL MAR DE OLIVA

                                             A José Manuel Blecua

ERA en aquel viaje por las tierras dormidas de la Arcadia,
para encontrar el templo en donde floreciera la primera
                      sonrisa del capitel de acantos (o de rosas),
allí donde la ausencia adusta del cestillo era un canto de fuego
                      y de cigarra.
Las columnas de piedra sostenían el pájaro y el cielo.
Los pájaros azules, el cielo derribado.
El féretro estival del tiempo destruido. Y todo se perdía y era
                     eterno.
Yo miraba en tus ojos el mundo que era estable y muy viejo, y
                     tú sonabas sólo como la juventud.

Y antes vi el mar, en esas horas solas de la siesta,
cuando el sol enloquece su extensa superficie, y brilla en aire
                    de oro suspendido
esa frescura eterna que hace dioses muy niños los ojos del que
                    mira,
cuando llegan veloces y pausadas las velas lejanísimas,
y sólo existe el mar, el cuerpo de una gloria azul e inacabable,
y aquel que lo contempla con ojos escondidos, y la mirada
                 ardiente:
el muchacho, con un secreto amor también inacabable de sí
                 mismo,
porque el mundo y la vida se hospedan sólo en él.
Y nadie aún existía que a él le desplazara, ni tu humana
                 hermosura.

Sigue aún el mar, pero no la mirada, ni las velas,
y el templo, con las puertas cerradas, es triste, y es católico.
Alguien me dio un abrazo de adiós definitivo en un andén
                 muy agrio
y en los espejos busco, y araño, y no lo encuentro
a ese que fui, y se murió de mí, y es ya mi inexistencia.
Lo siento más extraño que a mí mismo,
cuando tienda a saberme desde mi ceguedad y todo sea el hueco,
y esto es así porque percibo un resto muy breve de su luz todavía.

Yo sé que olí un jazmín en la infancia una tarde, y no existió
               la tarde.

EL NIÑO PERDIDO Y HALLADO (EN ELCA)

¿POR qué soy azotado con estrellas
en la desnuda noche iluminada?
Un ciego aroma viene y me embriaga
para que vuelva el niño, y ser el que era
al ver temblar, tan puras, las estrellas
mi inocencia. Cegado por las lágrimas
un dios sentía en mí que me habitaba.
Por no querer que el olor se me fuera
he apretado los ojos con tal fuerza
que el párpado se ha herido. Y ahora exhala
su pérdida el jazmín, quien me habitara
me deja desvalido, y se aleja
en la desnuda noche ya apagada
el niño aquel que fui,
y ya no fuera.

ÚLTIMO ENCUENTRO DE LOS TRES

LA casa, envuelta en sol, deslumbra blanca,
y caen del tejado las palomas
a la terraza de ella. Los jazmines
huelen a otra mañana, y aquel lecho
de dos en la penumbra suena. Mirlos
en el laurel, moradas buganvilias
se asoman en el huerto, y el jardín
rompe luz y silencio con el agua.
Las puertas de la casa están abiertas,
y escondido en la clara galería,
el único habitante que ahora soy
oye sus pasos ya, cerca sus voces,
porque los dos regresan para siempre
de donde hubieran ido, y les espero
antes de que me vaya yo también.

LA ÚLTIMA COSTA

HABÍA una barcaza, con personajes torvos,
en la orilla dispuesta. La noche de la tierra, sepultada.
             Y más allá aquel barco, de luces mortecinas,
en donde se apiñaba, con fervor, aunque triste, un gentío enlutado.
             Enfrente, aquella bruma cerrada bajo un cielo sin firmamento ya.
Y una barca esperando, y otras varadas.

Llegábamos exhaustos, con la carne tirante, algo seca.
Un aire inmóvil, con flecos de humedad flotaba en el lugar.
Todo estaba dispuesto.
                La niebla, aún más cerrada, exigía partir. Yo tenía los ojos velados                        por las lágrimas.
Dispusimos los remos desgastados
y como esclavos, mudos,
empujamos aquellas aguas negras.

Mi madre me miraba, muy fija, desde el barco,
en el viaje aquel de todos a la niebla.

NOTA: Los poemas reproducidos en esta página fueron seleccionados de la antología Desde Elca, de Francisco Brines.

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