No solo se trata de salvar la democracia culpando a los políticos actuales. Hay que dejar la soberbia de lado y asumir con humildad que los antiguos griegos fueron mejores ciudadanos que nosotros.
EN GRECIA nació la democracia, y allí está muriendo. La crisis actual toca algo más que el bolsillo de todos los griegos. Es una profunda crisis de valores que obliga a discutir la viabilidad misma de la democracia. El español Pedro Olalla, helenista de vasta trayectoria residente en Grecia, cree sin embargo que todo es un gran malentendido, que las democracias actuales son, en realidad, oligarquías encubiertas, y que ya no hay ciudadanos como sí había en la Atenas antigua, hace más de 20 siglos.
En el libro Grecia en el aire, Herencias y desafíos de la antigua democracia ateniense vistos desde la Atenas actual, Olalla lleva a cabo un viaje muy original mezcla de guía turística, arqueología, historia de las ideas y filosofía. Camina por las ruinas del lugar donde por primera vez se habló de armonía, felicidad y justicia social, sorteando oleadas de turistas que buscan el mejor ángulo para fotografiar el Partenón. Vincula hechos actuales con acontecimientos de hace 20, 25 siglos. Lee los procesos que permitieron construir la democracia como lo que son, procesos, caminos empedrados de buenas y malas intenciones, con mucho sufrimiento, entrega y, a veces, algo de felicidad. Y cuestiona la idealización, esa que pone a aquellos griegos en el pedestal de héroes visionarios pero que luego, como al descuido, los rebaja por ingenuos, pobres inocentes que no entendieron los problemas reales de la democracia, cuando al parecer fue exactamente al revés. Basta un dato. Solón, a comienzos del siglo VI a. C. cuando todavía nadie hablaba de democracia, entendió que la esclavitud por deudas debía ser erradicada y tomó una decisión, la seisachtheia, que la abolió. Separó, así, el poder de la riqueza de la soberanía de los individuos, "intentó corregir la desigualdad económica avanzando hacia la igualdad política" escribe Olalla. Solón, con ese gesto nada inocente, puso sobre la mesa por primera vez los conceptos de dignidad humana, ciudadanía y democracia. Hoy, 25 siglos más tarde, los griegos están al borde del precipicio (nada metafórico) acorralados por una deuda externa impagable, mientras los acreedores imponen condiciones de pago nunca imaginadas. Una suerte de esclavitud por deudas.
GOBERNANTES Y GOBERNADOS
—Usted ha afirmado que las democracias actuales no son una versión más realista, adaptada a las circunstancias, de aquella democracia clásica ateniense. Al contrario, serían su negación.
—Sucede que la democracia, tal como la entendían los atenienses de hace 25 siglos, es un sistema que aspiraba a la identificación máxima entre los gobernantes y los gobernados, donde el interés común debe ser definido y defendido por todos los ciudadanos, que deben participar de forma constante. En las "democracias" actuales estos dos principios no se cumplen, y ya ni siquiera se aspira realmente a ello. Lo prueba la falta de participación ciudadana, o el cultivo silencioso de la desafección política, o las intrincadas estructuras de representación. O también la mecánica de los partidos políticos, los intereses que se defienden, cómo ejercen el poder los grupos de presión, o las flagrantes desigualdades que se dan de hecho. Pero lo más grave es la creciente brecha que hay entre los gobernantes y los gobernados.
—Usted cree que la clave de esto se encuentra en el concepto de "representación", tan central a la democracia actual. En su libro afirma que a ningún ateniense antiguo, electo para un cargo, se le habría ocurrido decir que "representaba" a otros. Es más, el término "representar" podía considerarse casi un insulto.
—Aquel ciudadano ateniense participaba para legislar y juzgar. Ejercía esa potestad democrática, y creía que esa potestad era intransferible. Por cierto que debían dedicar un importante esfuerzo y responsabilidad a la tarea, pero era una suerte de tributo que el ciudadano pagaba para poder gobernarse a sí mismo, una prerrogativa de hombres libres, y un servicio honroso a la comunidad. No debemos olvidar que la democracia es el intento de crear un sistema donde el ser humano pueda realizarse como animal político, un sistema capaz de elevarlo desde su eterna condición de súbdito a la de ciudadano. Es el portador consciente de la esencia política de la sociedad.
—¿A qué mecanismos recurrían para proteger esos procesos?
—Recurrían al sorteo y a la alternancia rápida en los cargos, lo cual también entrañaba un riesgo en la idoneidad de su desempeño. Pero, a cambio de asumir ese riesgo, la ciudad evitaba la profesionalización y el monopolio de la vida pública, evitaba la elección exclusiva de los más influyentes, o los más propensos a utilizar los cargos para clientelismo o para intereses privados. La ciudad, entonces, conseguía que los elegidos no fueran su gobierno, sino sus servidores, simples comisionados, y en ningún caso sus representantes.
—Eso debía ser, a la larga, muy formador.
—Es que la ciudad dotaba al ciudadano de experiencia política, al implicarlo en la gestión de lo común. Lo hacía sentir Estado.
—Podían ver la política desde adentro. A su vez los tribunales de justicia de la Heliea también se integraban por sorteo. ¿Buscaban, de esa forma, proteger la idea misma de justicia?
—Exactamente. Hay que insistir en lo que decía Aristóteles, en su definición de ciudadano como "aquel que participa de la facultad de gobernar y de juzgar". Esa es la clave: juzgar. Una definición, por cierto, que ninguna de nuestras democracias actuales se atrevería a emplear, porque aún sigue siendo una definición altamente ambiciosa y revolucionaria.
—¿Por qué?
—Los ciudadanos actuales ni gobiernan ni juzgan. Están desprovistos de la soberanía que se supone que da legitimidad al sistema. No tienen poder político: ni legislativo, ni ejecutivo ni judicial. El único "poder" que su "democracia" les otorga es el de darle un cheque en blanco, durante algunos años, a los supuestos representantes de sus intereses.
CAZANDO MITOS
—Se suele acusar a aquella democracia ateniense de estar sustentada por el trabajo esclavo.
—En efecto, la esclavitud ha sido la sombra que, a ojos de la modernidad, pesa hoy sobre la democracia ateniense. Había esclavos, sí, pero había muchos más en Asia, en Egipto, en Roma y en Cartago, en todo el mundo antiguo. Y de todos los lugares que antes y entonces conocieron la esclavitud, sólo uno creó la democracia, y lo hizo además tratando de liberar a los hombres de la perversa esclavitud impuesta por la codicia y las deudas.
—Pero los esclavos sostenían el sistema.
—No es cierto. Se ha repetido muchas veces que en la Atenas clásica los ciudadanos podían dedicarse feliz y despreocupadamente a la política gracias a los esclavos, que los exoneraban del trabajo. Sí, hubo esclavos, pero el sistema productivo se sustentaba sobre el conjunto de la población que trabajaba de forma cotidiana, en su gran mayoría en pequeñas empresas o unidades de producción independientes y modestas. Atenas tenía esclavos, pero en menor grado que otras polis griegas. Gracias al desarrollo de la democracia, en aquella Atenas la esclavitud misma fue cuestionada, y los esclavos vivían con mayor dignidad que en el resto del mundo antiguo.
—¿Comparado, por ejemplo, con Roma?
—La gran esclavitud llegó como sistema con la supremacía y dominación de Roma. No sólo la guerra o las deudas producían esclavos; se cazaban esclavos, se inició el comercio humano, el sometimiento de poblaciones enteras, también la esclavitud de clase o como sistema económico y social. Eso no lo detuvo el Cristianismo, ni el mundo feudal, ni su caída. El mundo ha visto sucederse, uno tras otro, imperios esclavistas. Cientos de millones han llevado grilletes. Y la democracia sigue siendo un proyecto inconcluso.
—Además, quién se anima a decir que en el mundo actual no existe el trabajo esclavo, o semi-esclavo.
—Es que siguen habiendo esclavos, millones. Una cosa es clara: si en aquel tiempo lejano era cuestionable la necesidad de la esclavitud para la existencia de la democracia, en nuestro tiempo, vergonzoso e hipócrita, con un grado de riqueza y desarrollo como la humanidad no ha conocido jamás, la esclavitud moderna —la que tiene ese nombre y la que no— es injustificable como supuesto sustento de nuestras aparentes democracias.
—También se suele insistir que las mujeres, las atenienses de entonces, no votaban.
—Sí, la base electoral más amplia es un punto a favor en términos sociales, pero no desde el punto de vista político. La inclusión de la mujer —justa, obvia, pero alcanzada recién en el siglo XX— supuso un avance social, pero el poder político de todos los ciudadanos, hombres y mujeres, es incomparablemente menor al que tenían en la democracia ateniense. Ampliar la base de votantes no es ningún avance si se los desposee de poder político real. No es sólo un espejismo, es un peligroso truco para legitimar, con mayor base numérica, el proceder interesado de los gobernantes. Nada más.
—Otro mito es el de la eterna felicidad que reinaba en el ágora. ¿Eran tan felices, o eran tan humanos y contradictorios como nosotros? Entiendo que la democracia fue real, construida por seres humanos de carne y hueso, no por entidades míticas.
—La democracia ateniense no es un mito, sino un hecho histórico, un sistema para organizar la sociedad que, con todos sus altibajos, consiguió pervivir en el tiempo de una forma más plena y larga que cualquiera de las "democracias" modernas. Hay que decir que la democracia es, por definición, un proyecto in fieri, que se hace a sí mismo día a día, y que busca los medios para hacerse posible de acuerdo a las coordenadas reales de cada momento. Y es frágil. Para poder existir, necesita de la virtud política de los ciudadanos. Por eso es un reto permanente.
—El tema de la virtud fue un asunto complicado para Platón, quien no creía en la democracia ateniense. ¿Era Platón un oligarca y clasista, como se repite hoy en día?
—Yo creo que no. Platón se expresó siempre a través de sus diálogos, que era una polifonía no siempre consensuada, ni exenta de contradicción. Él criticó la democracia ateniense porque entendía que, de un modo u otro, ésta se apartaba del interés común en favor de intereses particulares, o de clase. O sea, que se apartaban de aquella sociedad ideal en la que primaban la concordia y la virtud. Platón no criticó los fundamentos de la democracia, buscó superar sus defectos. Pero no confiaba en la virtud política de sus conciudadanos. Siempre consideró preferible la opinión de los muchos y el control por parte del pueblo a la arbitrariedad de unos pocos, o de uno solo. Llevado al extremo, consideró más tolerable la dictadura de la pobreza que la dictadura del dinero.
ROMA, NO ATENAS
—En el libro usted afirma que somos más ciudadanos romanos que griegos.
—Porque la ciudadanía griega fue, para quien la tuvo, una prerrogativa muy exigente de acción, de implicación, y de responsabilidad política. La ciudadanía romana, en cambio, fue para la mayoría una mera salvaguarda de garantías jurídicas sin derecho a la participación real en la política. Los propios romanos vivían con recelo y contradicción todo lo procedente de Grecia. Catón el Censor advirtió a los romanos que arruinarían la república si dejaban entrar por todas partes las letras de los griegos. La república romana no fue una democracia. Por esa razón, en un sentido histórico, somos mucho más herederos del republicanismo romano que de la democracia ateniense.
—Si un antiguo proveniente del ágora pudiera pararse hoy en la Plaza Syntagma de Atenas, ¿que es lo no podría entender del funcionamiento de las democracias actuales?
—La enorme distancia que hay entre gobernantes y gobernados. O cómo los intereses de ambos son tan opuestos. El ciudadano antiguo nunca entendería esa distancia ni esa oposición. Y si bien es cierto que muchas veces se sintió defraudado por la política de su ciudad, siempre se sintió parte de ella.
—Si ese ateniense antiguo se pusiera a charlar de política con un habitante actual de Atenas, ¿lo reconocería como un igual?
—Lo que sucede es que las democracias actuales no tienen realmente ciudadanos. Tienen votantes, súbditos, contribuyentes, espectadores, consumidores... pero no ciudadanos. No los tienen, ni aspiran a tenerlos, porque no son democracias, sino formas encubiertas de oligarquía.
—Usted dice que Grecia debería capitalizar su potencial histórico y simbólico para liderar un renacimiento de la democracia.
—Sí. Sería maravilloso que en Atenas volvieran a reescribirse las reglas del juego, que fuera capaz de aglutinar las fuerzas para concebir un modelo de democracia nuevo, acorde con el mundo de hoy, y que eso se convirtiera en algo universal. Pero, desgraciadamente, Atenas es hoy un símbolo del desmantelamiento de la democracia. Creo que es un escenario muy significativo, elegido con toda intencionalidad, por su simbolismo.
RECUADRO.
El ágora en Google Earth
L.E.
La democracia ateniense existió entre los años 508 a 321 a.C, siendo luego restaurada en en la era Helenística (hasta el 85 a.C.) por varios períodos que suman otros 200 años. Los ciudadanos rondaba los 30 mil sobre una población ateniense total de 300 mil (The Oxford Classical Dictionary, ed. 2003). Si bien los planteos de Pedro Olalla resultan polémicos, porque aún hay varias bibliotecas sobre el tema, la actual crisis de la democracia representativa —y del concepto de representante— obliga a actuar con coraje y a discutir las ideas a fondo. Y nada mejor que un viaje metafórico y real como el que plantea Olalla visitando los sitios que refieren a Solón, a las profundas reformas de Clístenes, al cementerio del Cerámico donde Pericles pronunció su famosa oración fúnebre, los lugares donde se administraba la justicia, el barrio de los marmolistas donde Sócrates fue encarcelado y ejecutado (destacando el reciente hallazgo arqueológico de trece vasijas del tamaño de un puño donde se preparaba la cicuta para los condenados a muerte), el bosque sagrado donde estuvo la Academia de Platón, o las diversas esquinas históricas de la hoy moderna Atenas ocupadas por comercios de alta moda. Para Olalla esas esquinas poseen un simbolismo potente: "el ciudadano crítico sustituido por el consumidor indolente".
Lo ideal es tomar un avión y pasar unos días en Atenas libro en mano. Es pequeño, tiene menos de 200 páginas. Pero también las nuevas tecnologías como el Google Earth permiten hacer el recorrido. Casi todos los sitios mencionados pueden ser vistos en fotos digitales esféricas. La computadora, entonces, se convierte en una ventana al lugar donde fue posible la justicia.
GRECIA EN EL AIRE, de Pedro Olalla. El Acantilado, 2015. Barcelona, 192 págs. Distribuye Gussi.
PEDRO OLALLA MIRA A LA GRECIA ANTIGUALászló Erdélyi