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La vigencia de Milonguita, un tango inmortal

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Samuel Linnig
Andrea

Hitos rioplatenses

El tango Milonguita cumplió 100 años y parece cada día más joven. La historia secreta detrás de una pieza inmortal con letra del poeta Samuel Linnig.

La longeva “Milonguita”, heroína del tango por antonomasia, es un prodigio centenario de vigencia y lozanía. Hace justo un siglo, el 12 de mayo de 1920, en la Ópera de Buenos Aires, la actriz María Esther Pomar estrenaba este tango, destinado a perdurar mucho más allá de la celebridad de su autor. Rara vez se habla del periodista, comediógrafo y poeta Samuel Linnig, en parte, porque al momento de su prematura muerte dejó apenas tres letras de tangos consagradas en la escena y el disco. Aunque bastarán para fijar el mayor mito femenino del género, que perdura intacto hasta hoy, y para suscitar la admiración simultánea de Borges y de Arlt.

Pero, ¿quién era el uruguayo que, sentado a la mesa del restaurante porteño El Tropezón, delineó uno de los personajes más trágicos y emblemáticos del tango-canción? Samuel Guillermo Linnig (o Linning, si nos atenemos a la otra mitad de la biblioteca) nació el 12 de junio de 1888 en Montevideo, en una casa de la vieja calle Queguay, del matrimonio compuesto por un belga y una española de apellido Minteguiaga. Era un adolescente cuando se instaló en Buenos Aires, donde cursó el bachillerato y después comenzó a trabajar como periodista. Ingresó a la redacción del diario La Razón. Al llegar a los treinta años, había revelado potencial como dramaturgo en dos obras interpretadas por la compañía que encabezaba la actriz Angelina Pagano, La túnica de fuego y La copa de cristal, y otra montada por la compañía Vittone-Pomar, Jesús y los bárbaros. Un recorrido incipiente y auspicioso dentro del circuito de teatro culto, al que no pertenecería por mucho tiempo.

Por la plata y la timba

José Barcia, en su ensayo El tiempo de Milonguita (Ediciones República de San Telmo, 1972), describe su desvío en estos términos: “Un buen día tiró todo por la borda: ideas, sueños, proyectos, y se sumó a la caravana del género chico, del género libre y de la revista, esta última una constelación débil, cuando no deleznable, pero generosamente lucrativa, del arte de la comedia”. José Gobello (en la monumental Historia del Tango de Corregidor) coincide en que Linnig prefirió el sainete y la revista “por más rentables”, y malicia que la decisión no habría sido ajena a la condición de “donjuán y timbero” del poeta, cualidades que contribuyen a trazar la semblanza del hombre, forzosamente sumaria dado lo exiguo de los datos relacionados con su vida personal.

Su incursión en el tango es la consecuencia natural del vuelco de Linnig a los géneros teatrales “menores”: era habitual que las escenas culminantes de los sainetes sirvieran de marco a la interpretación de tangos —así ocurría desde 1918, cuando en Los dientes del perro, de José González Castillo y el uruguayo Alberto T. Weisbach, Manolita Poli cantó el decano “Mi noche triste” de Castriota y Contursi—. En muchos casos, se optaba por incluir obras inéditas, y las novedades, que pocos días después podían leerse en las páginas de la revista El alma que canta, eran parte no menor del atractivo teatral.

Precisamente en sociedad con Weisbach, Linnig pergeñó Delikatessen Haus, pieza cuya rudimentaria trama gira en torno a una madre soltera, violinista, confinada al palco de la orquesta de un bar alemán en el que se suceden escenas más o menos chistosas, situaciones melodramáticas y algunas canciones —en una edición del semanario Bambalinas, que en la época publicaba los libretos de las piezas estrenadas por las principales compañías, sobrevivió el texto completo.

Como colaborador musical para la obra aparece el pianista y compositor Enrique Delfino. Contrariamente a lo que sucede con Linnig, la vida de “Delfy” ha sido bien documentada y, a través de reportajes, testimonios y registros, es posible establecer una cronología bastante detallada; su producción como compositor, también en contraste con la actividad de Linnig, exhibe una variedad y una abundancia poco comunes, con cerca de doscientos tangos, entre otras piezas.
Algo más joven que Linnig, “Delfy” venía de hacer el camino inverso en ese continuo tráfico de pioneros del tango: argentino, había pasado algunos años en Montevideo al terminar sus estudios en Italia, y después de rebelarse contra el mandato familiar de convertirse en empresario. En Montevideo se había conchabado en el Gran Biógrafo Defensa y se había integrado al ambiente tanguero: trabajó en el cabaret Moulin Rouge, propiedad del padre de Matos Rodríguez, en los locales Au bon Marché, Sport y Au bon Jules. Siempre en Uruguay, alrededor de 1913 compuso “El apache oriental”, su primer tango. Y también, hacia 1918, creó su célebre tango “Re Fa Si”, garabateando de madrugada las notas en la calle (como lo estrenó y lo tocaba sin título, primero en un café de la Avenida 18 de julio y más tarde con la orquesta de Teatro Royal, los músicos lo identificaban por las primeras tres notas, y al final quedó el nombre). También se había probado como excéntrico musical, con el seudónimo de Rock. En 1920, al momento de su encuentro autoral con Linnig, estaba de vuelta en Buenos Aires, había ganado reconocimiento, actuado en el teatro Parisina y grabado algunos de sus tangos para la Victor.

Según reconstruye Francisco García Jiménez (Así nacieron los tangos, Corregidor), Delfino recibió la propuesta de Linnig: “He escrito con Weisbach un sainete para Vittone-Pomar. Se titula Delikatessen Haus y se desarrolla en una cervecería. Para atracción del público, van a contratar unos alemanes que se toman veinte chops al hilo, cada uno. Pero yo le tendría más fe a un tango cantado por María Esther Pomar…”. El tango que escribieron juntos fue “Milonguita” y la actriz, integrante de la dinastía teatral de los Podestá, casada con el actor Segundo Pomar, fue la encargada de darlo a conocer y bisarlo, repetirlo a pedido del público en la noche del estreno, según las crónicas que destacaron la calidad de la interpretación y del tango, y en cambio fueron en general bastante duras con la pieza teatral. Objeciones aparte, los autores ya eran reconocidos y exitosos: “Alberto Weisbach y Samuel Linnig son dos autores de cuyos méritos pueden hablar muy alto los bordereaux”, encabeza el diario Idea Nacional, el 13 de mayo de 1920.

En su ensayo sobre “Milonguita”, Barcia narra la salida de Linnig a proscenio en la noche del estreno, en medio de lo que parece haber sido una recepción dispar del público, para saludar y lanzar a la audiencia una frase que da indicios de su singular temperamento: “A los que me aplauden, les rindo mi agradecimiento, y a los que me silban los califico de imbéciles”. Sigue Barcia, con una auténtica escena de comedia: “Para pedirle cuentas por sus palabras, lo esperaron en el vestíbulo algunos de los espectadores, pero Linnig les hurtó el cuerpo mediante el maquillaje de unas barbas fluviales y unos quevedos de utilería, con los que pasó inadvertido…”.

Hacia la inmortalidad

Lo cierto es que el tango no solo fue bisado esa noche, sino que poco después inició su camino a la posteridad, por dos vías. Por un lado, en agosto de ese mismo año visitó Buenos Aires la cupletista española Raquel Meller, que lo cantó y también lo grabó en una versión “acupletada” hoy hallable en YouTube. Por el otro, en octubre lo grabó Carlos Gardel y si, como decía Anselmo Aieta, “las canciones nacen cuando las canta Carlitos, recién entonces se sabe si es linda la criatura”, “Milonguita” mostró todo su encanto.

El destino de este tango, impuesto de un modo tan categórico en las preferencias por encima de otros, puede resultar misterioso, de aceptar críticas como la de José Gobello: “No encuentro sino dos hallazgos expresivos en esa letra: los ‘hombres te han hecho mal’ es uno, y el otro ‘p’al cotorro te saca un bacán’. Por lo demás, es falsa. Milonguita nunca habría dado toda su alma por vestirse de percal. Nadie le impedía cambiar de ropa”. Sin embargo, de algún modo, la pluma de Linnig sobre la melodía inspirada de Delfy, logró un retrato que trascendió generaciones, innumerables versiones y una identidad (“Esthercita, hoy te llaman Milonguita, flor de lujo y de placer, flor de noche y cabaret…”) en la que todas sus predecesoras y sucesoras, que son una legión, parecen reflejarse como en un laberinto de espejos.

El mismo año de Delikatessen Haus, Linnig estrenó La dama del Plaza Hotel con la compañía Muiño-Alippi. Dos años después llegó la secuela teatral del éxito cantado de “Milonguita”: un sainete también titulado Milonguita, por la compañía de Pascual Carcavallo. Manolita Poli encarnaba a la heroína. En el segundo cuadro se incluía el tango “Melenita de oro” —con letra de Linnig y música de Carlos Vicente Geroni Flores, que dirigía la orquesta en el escenario—, interpretado por el cantor Fernando Nunziata (cuyo trágico destino, cuatro años después, era morir de tuberculosis en un sanatorio en las sierras de Córdoba, y que según el Malevo Muñoz inspiró la letra de “Mano a mano” al confiarle un desengaño amoroso a Celedonio Flores).

“Melenita de oro”, que perduró en versiones muy posteriores de Floreal Ruiz con la orquesta de Rotundo, o de la orquesta de De Angelis con Carlos Dante, retoma el tópico de “la muchacha de la noche” (“Me mancha la pintura de tus labios, todavía están tibios de otra cita…”), ornamentado con el telón de fondo del carnaval, que está presente en el género desde el tango arcaico, y con una alusión a la nueva moda à la garçon, entonces reservada a mujeres “de la mala vida”. Debió pasar algún tiempo y debieron vencerse algunos reparos para que las familias se resignaran a ver a sus hijas luciendo esa moda, que ya se había extendido para cuando Carlos Gardel grabó el exitosísimo foxtrot de José Bohr (“Pero hay una melena… melenita de oro, que es una fortuna, la de mi tesoro…”), convirtiendo en parodia lo que en el tango era tragedia.

Para entonces, Linnig era un personaje célebre de la noche porteña, “rubio, muy atildado, con su bastón y guantes blancos, con un gesto nervioso en toda su figura”, según le describió a Barcia el periodista y comediógrafo Jacobo De Diego. No es imposible que De Diego lo llegara a conocer personalmente, porque él se inició como crítico teatral en 1928, y Samuel Linnig no llegó a cumplir los cuarenta. Como un rockero avant la lettre a quien hubiera guiado el consabido “Vive rápido, muere joven y deja un bonito cadáver”. Bohemio, trasnochador, jugador empedernido, enfermo de tuberculosis, no alcanzó a presenciar el estreno del que sería su último sainete, Puente Alsina. En octubre de 1925, cuando algunos amigos, entre los que se encontraba el dramaturgo Armando Discépolo, dejaron de verlo por las noches en el centro, acudieron preocupados a su casa de Adrogué, y lo encontraron volando de fiebre. Lo llevaron al Hospital Español, donde moriría días después. Según De Diego, cuando lo trasladaban a la habitación, levantó la vista al atravesar la puerta y, viendo el número 13, alcanzó a murmurar, impenitente: “Mirá… Como para jugarle…”.

En el sainete Puente Alsina la actriz Manolita Poli cantó, también con música de Geroni Flores, los últimos versos de Linnig. El tango es “Campana de plata”, que poco después grabó en una magnífica versión Ignacio Corsini, en un disco que tenía en la otra cara un estilo, “El moño colorado” (de la misma dupla autoral). Muchos años más tarde, en 1968, Edmundo Rivero dejará otra interpretación notable, conteniendo con su expresión adusta el dramatismo de las imágenes, que por eso mismo impresionan de un modo más atroz. Es significativo que, de entre la infinidad y variedad inagotable de tangos que circularon en la época, Jorge Luis Borges haya reparado en esta oscura joya: “Conste que no pienso tan mal de todas las letras de tango y que me agradan muchísimo algunas. Por ejemplo (…) ‘Campana de plata’ de Linning con su quevedismo sobre la luz del farol que sangra en la faca y ese apasionamiento de la muchacha herida en la boca que le dice al malevo: ‘Más grandes mis besos los hizo tu daga’”, escribió en 1926 en el libro El tamaño de mi esperanza.

Coincidirá Roberto Arlt dos años más tarde, en una de sus populares Aguafuertes porteñas (compiladas por Silvia Saytta en una antología de 1994): “Hay que leer Alma que canta o cualquiera de esas revistas destinadas a la difusión de la letra de los tangos. Prima un romanticismo de almacén y todo va tan falseado que lo ridículo de estas composiciones sólo puede satisfacer el alma de fabriqueras analfabetas y de vagos ídem. (…) En cambio, cuando interviene un artista, la cuestión cambia de inmediato. Así, recuerdo el comienzo de una estrofa del tango ‘Campana de plata’ que escribió el autor teatral Samuel Linnig. Linnig ha fallecido, pero el poema que ha dejado es digno de la pluma de Quevedo”. Tal vez por eso seguirá volviendo del olvido.

Milonguita
"Milonguita"

Hasta Carlos Gardel

Con letra de Samuel Linnig y música de Enrique Delfino, “Milonguita” se convirtió en uno de los hitos inmortales del tango rioplatense. En su periplo consagratorio, la pieza llegó a mostrar todo su encanto cuando la grabó Carlos Gardel.

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