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Gente común, circunstancias excepcionales

La miel de abejas que se derrama en la guerra entre Rusia y Ucrania: una novela de Andréi Kurkov

Nacido ruso pero premiado en Ucrania y Francia, dedica una novela a aquellos que la guerra no pudo expulsar de sus casas.

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Andrej Kurkow © Opale Bridgeman Images.jpg
Andréi Kurkov
(Opale Bridgeman Images)

por László Erdélyi
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Abejas grises de Andréi Kurkov es una novela sobre la soledad en tiempos de guerra. Que no es cualquier soledad ni cualquier guerra, sino una muy actual, la de Rusia y Ucrania. Una difícil de entender porque de ella solo llega la retórica, los eufemismos y las fake news. Casi no hay rostros humanos, ni ojos ni mirada ni arrugas en la piel de los que sufren.

El protagonista es el ruso étnico Serguéi Sergueich, uno de los dos últimos habitantes del pueblo de Malaia Starogradovka, en el Donetsk ucraniano contestado por Rusia. Es un dedicado apicultor minusválido sin familia cercana. El bienestar de sus abejas es —confiesa— la razón por la cual está vivo. El pueblo, vacío desde hace tres años, quedó en medio de la línea de fuego entre ucranianos y separatistas, una tierra de nadie llamada “zona gris” de casi 400 km de extensión. Esta guerra se inició en 2014 y fue el preámbulo de la invasión de Putin a Ucrania iniciada en febrero de 2022.

Kurkov es un autor curioso, visto desde los miles de kilómetros que separan al Río de la Plata de esa tierra. Nacido en Rusia (San Petersburgo, 1961) ha recibido todos los reconocimientos posibles en Ucrania, como también en Francia (la revista Lire lo considera uno de los 50 escritores más importantes del mundo). Su obra ha sido traducida a 42 idiomas, lo que es una enormidad, pero casi nadie sabía de él en hispanoamérica (como pocos sabían del último premio Nobel, Jon Fosse, ni del africano anterior, Abdulrazak Gurnah, ni de otras cosas, en esta cultura tan narcisista como provinciana). Son muchos enigmas. Abejas grises ofrece pistas para entender por qué el autor es mejor recibido en Ucrania y en Occidente que en la propia Rusia, donde su literatura está prohibida. Y no parece ser una cuestión moral o de afinidad de bandos o etnias. Tiene que ver con su narrativa, una que esquiva los discursos y las heroicidades.

Viaje y descubrimiento. El bienestar de sus abejas, pues, es el motor vital de Sergueich. Les atribuye incluso poderes sanadores. La primera parte de la novela transcurre en su casa de la zona gris, en el pueblo abandonado, donde los pocos vínculos que desarrolla van revelando mundos. Por ejemplo con el otro habitante que quedó en el pueblo, Pashka, o con Petro, el soldado ucraniano que lo visita a tomar el té, o las salidas por alimento a un pueblo cercano. Con amenazas reales, como quedar en la mira de un francotirador, pisar una mina o mantener contacto con gente de alguno de los bandos, motivo que despertaría sospechas mortales. El silencio, la nieve, la soledad, el ruido de las bombas lejanas, el cadáver de un soldado en el medio del campo al que es peligroso acercarse, y cuya presencia interpela todos los días. Es un entorno que se instala a peso plomo. Los diálogos, sin embargo, descomprimen. El otro siempre se revela desnudo, humano, solidario. Harto de la situación.

Sergueich, ya en la segunda parte de la novela, decide sacar a pasear a sus abejas para darles un mayor bienestar, sol y buen aire. Inicia así un viaje con sus colmenas que lo llevará por zonas ucranianas y luego a la Crimea ocupada por Rusia, siempre por carreteras muy controladas. Los sucesivos encuentros con el otro son, en esencia, un repaso de las diversas psicologías, miedos y traumas ancestrales que sustentan el conflicto en esa zona del mundo, y que al proyectarse en otros sabotean todo intento por construir comunidad. Por ejemplo, cuando el ucraniano con neurosis de guerra le destruye el auto ante la mirada pasiva de los demás —él sigue siendo un ruso, un “enemigo”. Es una rabia que esfuma toda posibilidad de entendimiento; su vida corre peligro. Debe seguir viaje y dejar atrás el amor de la chica que encontró en el pueblo.

En Crimea busca a un viejo amigo, un tártaro musulmán apicultor que no ve hace 20 años. Los tártaros son los habitantes originarios de Crimea. En ese clima opresivo, que contrasta con la belleza natural del lugar, Sergueich se acerca a la familia de su amigo y va estableciendo vínculos, siempre desde una suerte de inocencia que, en semejante contexto, puede ser malinterpretada, y por lo tanto peligrosa. Su amigo lleva años desaparecido y la esposa le pide que interceda ante las autoridades rusas. El diálogo siguiente con el oficial de la temida policía secreta, el FSB ruso, es un dislate, porque todo en Sergueich es sospechoso y, a la vez, incómodo para el oficial ruso que no sabe cómo lidiar con un ruso étnico del Donetsk intercediendo por un musulmán “enemigo”. Así, Sergueich pasa a ser la novedad en la comarca, el raro, el que no se sabe qué hace ni por qué. Apenas sospecha de los peligros que se ciernen sobre él, sobre todo de parte de los eslavos rusos. Hasta que un día, “a los tártaros amigos suyos los están echando a todos” le dice una dependienta de un almacén. “Bueno, esta tierra es suya...” dice Sergueich, mentando lo innombrable. Entonces todo sube de tono. El final es rotundo: “Cuando Putin estuvo aquí, contó toda la historia: esto es tierra sagrada rusa” le dice la mujer, tajante. La tierra sagrada no admite disenso; el otro que la pisa debe irse o morir.

Gente normal. El autor, Andréi Kurkov, cierra el libro con un epílogo del año 2020 —antes de la actual invasión— donde confiesa las razones de esta novela. “He hecho tres viajes por el Donbás, la región oriental en la que se ubican Donetsk, Lugansk y la zona gris. Allí presencié cómo el miedo de la población a la guerra y a una posible muerte se transformaba poco a poco en apatía. Vi cómo la guerra se convertía en norma, vi a personas intentar obviarla, aprender a vivir con ella como con un vecino alborotador y borracho”. Por eso decidió escribir una novela, una que no se centra en operaciones militares ni en soldados heroicos sino “en gente normal a la que la guerra no había conseguido expulsar de sus casas”.

Así concibió un texto sobre el otro. No hay personajes buenos o malos, solo hay seres humanos lidiando con sus circunstancias, tratando de sobrevivir como pueden con lo que tienen. Ni siquiera el oficial del FSB es “malo”. Solo es alguien que, desconcertado, debe administrar un bien escaso en tiempos de guerra: la inocencia de quien no encaja.

ABEJAS GRISES, de Andréi Kurkov. Alfaguara, 2022. Barcelona, 412 págs. Traducción de Esther Cruz Santaella.

Abejas Grises.jpg

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