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Fabio Morábito, el italiano que aprendió pronto el castellano

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Fabio Morábito

Entrevista en París

Acaban de otorgarle el Premio Roger Caillois y, en este reportaje exclusivo, Morábito habla de la intimidad de sus procesos creativos, y de su pasaje por Montevideo.

Todos los años, desde 1991, la Société des Lecteurs et Amis de Roger Caillois y la Maison de Amérique Latine, en colaboración con el Club PEN francés, les otorga el Premio Roger Caillois, a un escritor latinoamericano y a uno francés.

Nacido de padres italianos en Alejandría en 1955, Fabio Morábito vivió la mayor parte de su infancia y adolescencia en Milán, desde donde, a los 15 años, llegó a México. Allí comenzó a escribir en castellano, una lengua adquirida, y logró hacerse de una sólida reputación, refrendada por sus muchos libros. Su bibliografía incluye los libros de poesía Lotes baldíos (FCE, 1985) Del lunes todo el año (Joaquín Mortiz, 1992), Alguien de lava (Era, 2002), La ola que regresa (FCE, 2006, que reúne los tres libros anteriores) y Delante de un prado una vaca (Era, 2011; Visor, 2013), y las antologías El verde más oculto (Fondo Editorial La Nave Va, 2002; Venezuela), Un náufrago jamás se seca (Gog y Magog, 2011; Argentina) y Ventanas encendidas (Visor, 2012; España). Como cuentista publicó Gerardo y la cama (Limusa, 1986; FCE 1999), La lenta furia (Vuelta, 1989; Tusquets, 2002; Eterna Cadencia, 2009), Caja de herramientas (Pre Textos, 1989), La vida ordenada (Tusquets, 2000; Eterna Cadencia, 2012), Grieta de fatiga (Tusquets, 2006; Eterna Cadencia, 2010), Cuentos populares mexicanos (recopilados y reescritos por Fabio Morábito. FCE, 2014) y Madres y perros (Sexto Piso, 2016). En novela publicó Emilio, los chistes y la muerte (Anagrama, 2009) y El lector a domicilio (Sexto Piso, 2019), además de varios libros de ensayo y prosas misceláneas.

La siguiente entrevista tuvo lugar en París pocos días antes de la entrega del Premio a Morábito, ceremonia que se realizó el 27 de enero en la Maison de Amérique Latine. Al día siguiente se organizó una lectura conjunta con quien firma estas palabras en la librería Cienfuegos, la última librería latinoamericana de París.

Cuestión de géneros

—¿Cuánto cuenta la inspiración en tu trabajo? ¿Cómo surge? ¿Hay condiciones que deben cumplirse?
—Escribo todos los días, de tres a cuatro horas, siempre en la mañana y muy temprano. No soy muy exigente con mi entorno: he escrito en cafés, en aviones, en bancas de parques, con calor y con frío, con ruido y en perfecto silencio. Me adapto fácilmente. En mi casa, mi mujer me interrumpe a cada rato, yo mismo me interrumpo. Supongo que la única condición que debe cumplirse son las ganas de escribir. La inspiración viene y va, no es algo continuo, hay medias horas gloriosas a las que le siguen auténticos pantanos.

—¿Cómo sabés que lo que vas a escribir va a ser un poema o un texto de ficción?
—Como escribo cada género por temporada, no se me plantea ese problema. Si estoy escribiendo poemas, no escribo prosa, y viceversa. Las temporadas duran generalmente lo que dura hacer un libro. Durante ese tiempo, todo lo que se me ocurre entra en el género que estoy escribiendo.

—Decís que cuando escribís poemas no escribís prosa, pero cuando escribís prosa, ¿cuándo sabés que lo que estás escribiendo es una novela o un cuento? ¿En qué consiste esa visión distinta que te exige mayor aliento?
—Las dos novelas que he escrito nacieron como cuentos y se fueron extendiendo hasta cobrar forma de novela. Mi cabeza es más de cuentista que de novelista y sospecho que las dos novelas que he escrito son más bien cuentos largos.

—¿A partir de qué surgió la idea de El lector a domicilio?
—No recuerdo cómo se me ocurrió el personaje de un hombre joven, aunque no muy joven; solitario, aunque vive en casa de su padre enfermo; desorientado, aunque con algunas convicciones firmes, que lee novelas y cuentos en casas de jubilados, pagando con este trabajo comunitario una condena leve a raíz de un delito menor del que no sabemos nada. El verdadero disparador de la novela fue la idea de que, aun teniendo una bella voz y leyendo muy bien, no entiende lo que lee, porque le es absolutamente indiferente. Eso me hizo sentir que era un personaje real y me puse a escribir. Fueron nueve meses de no pensar en otra cosa que en esa historia. Me acostaba con una idea en la cabeza para el episodio que seguía, y al otro día lo escribía. Nunca había tenido hasta entonces la sensación de que escribía bajo dictado, casi sin intervención de mi parte.

—Por lo que comentás, este caso fue distinto al de tu novela anterior, Emilio, los chistes y la muerte.
—Lo único que cambió en la hechura de las dos novelas es que en El lector a domicilio, el libro se hizo solo, mientras que en Emilio, los chistes y la muerte fue una penosa redacción que me llevó varios años, llena de cambios, reformulaciones, recomienzos y muchas ganas de mandarla al diablo.

—¿Y los cuentos? ¿Se te van formando en la cabeza y salen de un tirón?
—Los cuentos se forman poco a poco, rara vez sé cómo se van a desarrollar y mucho menos cómo será el final. Los descubro conforme los escribo y empiezo a escribirlos porque algo me dice que la idea que tengo entre manos da para una buena historia. Cuando empecé a escribir, cualquier idea atractiva me parecía suficiente para un cuento y con los años fui aprendiendo que tener ideas atractivas es relativamente fácil y que la mayoría de ellas deben quedarse en eso, en ideas atractivas.

—A diferencia de otros escritores que trabajan sobre varios géneros y que tienen el público muy compartimentado, da la impresión de que tus lectores no establecen grandes diferencias entre tu poesía, tu ficción y tus ensayos. ¿Lo sentís así? Y si sí, ¿a qué lo atribuís?
—No sé de dónde sacas esta idea, pero si es cierta, me halaga, pues quiere decir que gustan de mi escritura.

—Bueno, pude verlo. Dado que compartimos varias lecturas, he visto que narradores muy jóvenes se hicieron presentes en tus lecturas de poesía y también que había poetas cuando leías tus cuentos. ¿No lo notaste?
—No lo noté, pero ahora que lo dices, en México, cuando doy una lectura y luego se acercan unas personas para que les firme algún libro mío, muchas de ellas tienen libros míos de poemas y de cuentos.

—Siempre tuve la sensación de que, dentro de la literatura mexicana, sos algo así como un cuerpo extraño. Lo pienso no sólo en razón de tu tratamiento de la lengua, sino también tu imaginario. ¿Te parece una apreciación justa?
—Puede ser que mi tono sea distinto del de la mayoría de los escritores mexicanos, debido a que la literatura italiana ha sido, por razones de mi biografía, la principal referente de mi trabajo, cuando en México es una literatura muy poco frecuentada. También influirá, supongo, el que yo escriba en un español aprendido relativamente tarde.

—¿Cuándo aprendiste el castellano? ¿Cuándo empezaste a escribir en castellano? ¿Notás algún tipo de peculiaridad en tu manera de acercarte a la lengua? ¿Tenés siempre una idea clara de la temperatura de las palabras?
—Aprendí el castellano llegando a México, a los quince años. Empecé a escribirlo muy pronto, entrando en la preparatoria. Es una lengua aprendida, y aunque parecida al italiano, me sigue jugando malas pasadas; mejor dicho, el italiano me las hace, entrometiéndose a menudo en lo que escribo y haciéndome dudar de una palabra o de una preposición, así que debo estar siempre alerta, y supongo que esto ha determinado mi estilo.

Referentes e influencias

—¿Quiénes serían tus referentes dentro de la literatura mexicana?
—Me identifico, en la narrativa, con Jorge Ibargüengoitia y Juan Rulfo; y en la poesía, con Xavier Villaurrutia, Octavio Paz y Jaime Sabines.

—¿Por qué?
—Ibargüengoitia, en un país que tiende mucho al formalismo y a la solemnidad, como es México, es una ráfaga de oxígeno con su humor corrosivo. Me identifico con ese humor, y con su estilo llano, sin rebabas, escueto. Rulfo, igual que Kafka y Beckett, trabaja en lo raso, donde asoma un brote de vida que a menudo claudica. Villaurrutia es el poeta de la noche, del suspenso, de la irrealidad que se nos mete en los huesos: un poeta extraordinario y emocionante. Paz es la permanente inquietud, la renuencia a darse por satisfecho, es el escritor más despierto y más joven de México. Sabines es el permanente coqueteo con la oralidad, tiene una música irresistible, aunque a veces esa música se lo come un poco. Y para mí la música es indispensable en todo lo que escribo.

—¿Quiénes en el caso de la literatura de lengua castellana?
—Roberto Arlt, Julio Cortázar, Juan José Saer son mis preferidos. En España, sobre todo los poetas: Jaime Gil de Biedma en primer lugar.

—¿Y en un contexto mundial?
—Franz Kafka y Samuel Beckett.

—¿Por qué hiciste el trabajo gigantesco de tu antología del cuento popular mexicano?
—Porque me lo encargaron, y todavía no sé por qué justo a mí, que no tengo conocimiento de la cultura popular.

—¿En qué medida te fue útil el ejemplo de Calvino y por qué?
—Fue mi modelo a seguir. Él tampoco estaba muy familiarizado con la cultura popular. Pienso, por demás, que para este tipo de trabajo no hace mucha falta. Lo que importa es encontrar un tono y un estilo determinados para verter a la lengua escrita un material nacido en condiciones muy distintas, como es la cultura oral.

—Ahora, y con la peor mala intención, en tu lista de autores influyentes no mencionaste justamente a Calvino, con quien, no sólo yo, sino muchos otros lectores, creemos que compartís algunos de sus rasgos. ¿Te parece una apreciación injusta?
—Totalmente. Es uno de mis autores de cabecera, aunque en su última etapa me parece que se volvió demasiado cerebral, necesitando siempre un “proyecto” para escribir sus libros. Ahí está la novela Si una noche de invierno un viajero, que a mí me irrita, me parece el ejercicio de un primero de la clase, el que se saca diez. Demasiado laboratorio. Pero si lo tomamos en conjunto, Calvino es extraordinario, una lección de penetración, ligereza y humor que ha quedado para siempre.

—Ya tenés dos novelas traducidas al francés y están en vía de publicarse también tus poemas. Sé que trabajaste con tu traductora. ¿En qué consistió ese trabajo?
—Trabajé solamente con la traductora que tradujo mis poemas, Fabienne Bradu, porque sentía la necesidad de que se conservara dentro de lo posible la musicalidad del original, a costa de modificar a veces el significado. Llegué a cambiar muchas cosas del texto original, con tal de potenciar la sonoridad y el ritmo en la traducción, y no me arrepiento. Hubo tantos cambios que, dado que la antología será bilingüe, nos vimos en la necesidad de poner una nota para que no se acusara a Fabienne de no entender el texto en español. Fue un trabajo intenso, mi conocimiento del francés es muy pobre, pero la paciencia y el talento de Fabienne fueron clave para lograr una buena traducción.

—Además de haber traducido a Montale, tradujiste a Patrizia Cavalli al castellano. ¿Hubo consultas con ella? ¿Se parece algo esa experiencia a la que te tocó como traducido?
—No, casi no la consulté, porque su poesía es relativamente fácil de traducir. Ahí también me esforcé por enfatizar la música de Patrizia, que es formidable, sacrificando a veces el sentido.

—Estuviste en Montevideo. ¿Cuál es tu recuerdo de la ciudad?
—Fui dos veces a Montevideo, la segunda vez con mi mujer, mientras vivíamos en Buenos Aires. Era en invierno, hacía mucho frío y la calefacción de nuestro hotel no funcionaba. Con tal de huir del hotel tomamos un pequeño tour digno de una película de Herzog o de una novela de Beckett. Era un domingo lluvioso, el transporte era una suburban de diez lugares, el guía era un joven que estaba casi sorprendido de que algunos nos hubiéramos animado a tomar un tour en un día tan oprimente. Visitamos el estadio de fútbol y algunos lugares más, que no recuerdo. Cuando había que bajar unos minutos para tomar unas fotos, la mitad de los ocupantes se quedaba adentro de la suburban a causa del viento y del frío. Recuerdo a una pareja de ancianos, que se quedaron dormidos durante todo el trayecto. Mi mujer y yo hicimos varias preguntas, más que nada por consideración hacia el joven, que terminó por dirigirse exclusivamente a nosotros. Inolvidable.

Uruguay y el trópico

En el libro También Berlín se olvida aparece Uruguay. Allí un personaje menciona una playa mexicana a la que bautizaron “trópico uruguayo”; Morábito luego explicó que el mote se debe a que el lugar es como “el país triste e intelectual” que quiso ser trópico, pero nunca llegó.

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