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El club de las mujeres de armas tomar

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Joan Didion fue una crítica feroz de sus pares literarios de la época.

Talento inolvidable

La crítica Pauline Kael defenestró a Charles Chaplin y a Alain Resnais, Joan Didion criticó a J.D. Salinger, dijo que su narrativa era trivial.

Un viaje somero por la historia de la literatura del siglo veinte, haciendo pie en grandes instancias, permite ver una linea principal protagonizada por autores hombres y, a veces, en segundo plano, una zona difusa habitada por escritoras. Así lo recogen los distintos cánones y antologías mixtas, se trate de la generación poética del ‘27 español, el boom latinoamericano o la literatura estadounidense de los años veinte y siguientes. Eso es un hecho que no invalida otro: muchos hombres también fueron relegados o simplemente no brillaron. El espacio del protagonismo siempre es exiguo en relación a la gente que lo quiere o lo debería ocupar, y muchas veces se mantiene intacto más por el drama de las vidas que por la permanencia de las obras. El trabajo de los investigadores suele consistir en la reparación de esas invisibilidades y convenientes olvidos. El libro Agudas, de la canadiense Michelle Dean (n. 1979), va en esa dirección y recupera nombres de mujeres que en su momento gozaron de cierta fama. Algunas la conservan o la retoman cada tanto, otras no. Susan Sontag o Dorothy Parker resuenan aún; pero qué pasó con Rebecca West, Renata Adler o Mary McCarthy. Dean traza un retrato de sus vidas y obras, considerando además las relaciones de amistad, colaboración, parentesco, indiferencia u odio que las unieron.

Además de las nombradas, figuran Pauline Kael, Zora Neale Hurston, Hannah Arendt, Joan Didion, Janet Malcolm, Nora Ephron y Lillian Hellman. No todas nacieron en EEUU pero todas terminaron triunfando ahí. Talentosas en sus oficios -como periodistas, críticas o narradoras de ficciones- eran también grandes egos caminando y criaturas vulnerables en la horizontalidad. Ninguna fue ardiente feminista, y varias postulaban en contra o adherían pero con reservas. Dean subraya la agudeza e inteligencia de estas mujeres como denominador común y va enlazando sus historias de manera que el resultado sea a la vez entretenido y polémico. ¿Estaban a la par de sus contemporáneos hombres (Fitzgerald, Hemingway, Dos Passos, Capote, Philip Roth, Bellow, Edmund Wilson)? ¿Se vieron perjudicadas en sus trabajos por ser mujeres? ¿Pesó la cuestión de género para ellas mismas o ni siquiera se lo cuestionaron? ¿Hubieran podido dar más? Hay más preguntas implícitas que respuestas concluyentes. Y el corpus elegido deja afuera otros nombres, por ejemplo los de Elizabeth Hardwick, Katharine Graham o Lillian Ross.

El gancho de apertura no podía ser mejor. Nació en Nueva Jersey pero fue toda una dama neoyorkina con más glamour que posición, más apellido que abolengo, alcohólica, depresiva, suicida inconclusa. Dorothy Parker (1893-1967) quería ser buena escritora y tener dinero, pero si era mucho pedir prefería lo segundo.

ESCUDOS Y ARMAS. Parker había nacido con el apellido Rothschild pero no era rica; la situación empeoró con la muerte de su madre, la de su madrastra y en 1913 la de su padre, siguió empeorando cuando se casó con Edwin Pound Parker II, un agente de Bolsa alcohólico y morfinómano, y no se puede afirmar que mejorara cuando conoció a Alan Campbell, con quien se casó dos veces, se divorció otras dos y en la última reconciliación él terminó suicidándose. Solo el talento le permitió a Parker convertir sus fracasos en buenos relatos y su desesperación consigo misma en dardos hacia afuera. Se curtió primero en las páginas frívolas de la revista Vogue, hablando sobre moda con un tono de burla sutil, y luego pasó a Vanity Fair como crítica de teatro. En la década del veinte escribió en The New Yorker y su figura creció como poeta y narradora alcanzando un tope en 1929 cuando ganó el Premio O’Henry con el relato “Una rubia imponente”, que no era autoficción pero arrastraba pedazos de su biografía y de la mirada inclemente que tenía sobre sí misma. En los años ‘30 se vendió a Hollywood como guionista y simpatizó con los sindicatos y con la Liga Antinazi, entre otras asociaciones de carácter político, pero sin entregarse cien por ciento a ninguna. Con el tiempo su voz pública, sentenciosa e irónica, se fue igualando a la privada, llena de incertidumbre y dolor. El desgarro era visible en poemas como “Currículum Vitae” (del que Hemingway se burló, aunque el tiempo le devolvería el favor): “Las cuchillas hacen daño/los ríos son húmedos/los ácidos manchan/y las drogas dan calambres./ Las armas no son legales;/Las sogas ceden;/el gas huele fatal;/Quizá sea mejor vivir”. Parte de la decepción era económica -murió arruinada- y parte amorosa, el eterno lío con los hombres y las mentiras del amor romántico. La actualidad de Parker tiene que ver con el modo en que entendió las cosas mostrándolas a través de personajes que no las querían entender. Cuentos magistrales como “Una llamada telefónica” en el que una mujer desesperada ansía la llamada del amante, escrito en 1928, cuando el teléfono todavía era joven y de pared, conservan toda su vigencia en la era del WhatsApp.

Rebecca West, Hannah Arendt y Mary McCarthy también pisaron en falso pero tenían más autoestima. El caso de la inglesa West (1892-1983), gran admiradora de Parker, es curioso. Se enamoró perdidamente de H. G. Wells cuando él aún no era el H. G. Wells de la ciencia ficción pero ya estaba casado, con hijos y otra amante. Para cuando dejó de hacerse el difícil tuvo un olvido de látex bautizado Anthony, que solventó con algo de dinero y escasa presencia y del que solo se ocuparía West mientras escribía para The New Republic y buscaba un marido en serio. Lo encontró: un banquero de inversiones. Fueron mutuamente infieles hasta la muerte de él.

El caso de la alemana Hannah Arendt (1906-1975) es más conocido. Antes de escribir Eichmann en Jerusalén (1963), su análisis sobre el juicio al criminal de guerra capturado en Argentina por el Mossad en 1961, libro por el que fue criticada y será recordada, había tenido un pasado enamorándose a los dieciocho años del filósofo Martin Heidegger, futuro nazi. Ese amor contrariado y básicamente epistolar le duró toda la vida aunque se casó dos veces, mientras no dejaba de escribir ensayos y vincularse al ambiente literario neoyorkino. Relacionó las estrategias de los regímenes nazi y soviético en Los orígenes del totalitarismo y colaboró en Partisan Review, donde conoció a Mary McCarthy. Ególatras y arrogantes, con el tiempo se hicieron amigas. McCarthy había nacido en Seattle en 1912 y venía de una familia acomodada por el abuelo y desacomodada por un padre alcohólico y vago que murió junto a su esposa en 1918 a causa de la epidemia de gripe. Criada severamente por otros familiares, McCarthy pronto se despegó del clan, fue a la Universidad de Vassar, tuvo varios amantes y escribió críticas punzantes en The New Republic y The Nation. Su segundo matrimonio con el crítico Edmund Wilson, atravesó varias crisis que incluyeron maltrato físico e internación psiquiátrica, hasta el litigioso divorcio. Enseguida se volvió a casar con Bowden Broadwater, otro escritor de The New Yorker, y más tarde con un diplomático. Tenía, como Parker, tendencia a meter su vida en la ficción, pero más destructiva hacia afuera que hacia adentro. Cuando publicó El oasis (1949), desnudando el ambiente intelectual que tan bien conocía, fue dinamita en manos de la crítica. Dean afirma que se la consideraba “malicia en estado puro”. En 1963 volvió a la carga con El grupo, retrato lapidario de mujeres profesionales neoyorkinas en los años ‘30 y aunque fue éxito de ventas, las reseñas de Norman Mailer y de su “amiga” Elizabeth Hardwick no la perdonaron. Ella tampoco. El mundo literario en el que vivían era un campo de batalla.

Rebecca West, una escritora feminista que hizo época.
Rebecca West, una escritora feminista que hizo época.

HEROINAS Y NO VÍCTIMAS. En el papel, las elegidas por Dean se plantaron firme, al menos en el terreno de la “opinión”, como reza el subtítulo. Fueron reseñistas, comentaristas, articulistas, que desde páginas de prensa popular vertieron sus opiniones sin coartarse ni preocuparse por la “corrección política” (que en aquel momento no tenía ese nombre). Rebecca West reporteó juicios de guerra, incluidos los de Núremberg, para The New Yorker, y si bien no justificó la “obediencia debida” tampoco consideró el Holocausto como algo distinto en la historia oscura de la humanidad. La novelista negra Zora Neale Hurston (1891-1960) no creía que la comunidad negra y la blanca tuvieran que estar integradas. Arendt sostenía -además de su concepto sobre la “banalidad del mal”- que así como la igualdad es un derecho político “la discriminación es un derecho social indispensable”. Pauline Kael (1919-2001), que terminó siendo la crítica cinematográfica estrella de The New Yorker, tenía sus propias ideas sobre el canon de ese arte y defendía más el impacto emocional de la obra que la estética que la producía.

Kael defenestró a Chaplin y a Alain Resnais, calificó de “obra maestra superficial” a Ciudadano Kane de Orson Welles y describió como “basura placentera” la obra de Hitchcock. Joan Didion (Sacramento, 1934), que con el tiempo llevaría a la ficción reflexiva sus pérdidas familiares (esposo e hija) criticó con dureza la narrativa de Salinger tildándola de “definitivamente espuria”, trivial y de autoayuda. McCarthy coincidía con ella, y señalaba además el egocentrismo del escritor. Parker se burló de Kerouac y de los poetas beats, y accedió de algún modo a la novela Lolita de Nabokov poco antes de que se publicara -una hipótesis es que la leyera en casa de su amigo el crítico Edmund Wilson- y con tiempo suficiente para elaborar y publicar en el mismo año su cuento “Lolita” (1955), un prodigio de intertextualidad filosa.

La crítica misma estaba en el ojo de la tormenta. Rebecca West decía que no había crítica literaria en Inglaterra, “solo un coro de débiles vítores”. Nora Ephron (1941), esposa del notorio Carl Bernstein (por el “caso Watergate”), sostenía que todo en la vida era material para escribir y reclamaba “Sé la heroína de tu propia vida, no la víctima”. Escribió Se acabó el pastel (1983) tras descubrir los engaños de su esposo y se hizo millonaria.

SORORIDAD. Renata Adler (Milán, 1937), hija de refugiados alemanes y novia de Reuel Wilson, hijo de Edmund y McCarthy, se quejaba en 1964 de la falta de calidad de la crítica literaria y sus “polémicas efímeras”. Afirmaba que “Ningún ensayo se vuelve obsoleto más deprisa que la crítica negativa. Si la obra que se está atacando tiene valor, sobrevivirá a los comentarios adversos. Si no lo tiene, la polémica muere al mismo tiempo que lo que la provocó”. Esta declaración altruista no le impidió, por ejemplo, caerle con todo a Pauline Kael, criticándole su prosa repetitiva y ampulosa y ridiculizándola. McCarthy tildó a Lillian Hellman de mala, mentirosa y sobrevalorada; Hellman la demandó pero murió antes del juicio. Joan Didion criticaba a Kael por atreverse a hablar de cine sin saber cómo se rodaba.

Las relaciones cruzadas entre estas mujeres no fueron fáciles; algunas se apoyaron (McCarthy y Arendt fueron amigas y la primera dedicó años de su vida a terminar un proyecto de la otra), pero no aunadas por la “sororidad” o solidaria hermandad femenina hoy tan en auge, sino más bien por una estética afín o por conexiones personales, o porque la frustración comparativa faltó a la cita. Susan Sontag (1933-2004), que fue primera de su clase en Harvard, que causó revuelo con su bisexualidad no etiquetada y su descuidada belleza, y que quiso triunfar como novelista y cineasta, quedó fijada en cambio como “la” intelectual por excelencia de los años ‘70 -con sus ensayos sobre lo “camp”, la interpretación y las enfermedades y sus metáforas- y recibió a partes iguales elogios y críticas que tenían que ver más con ella que con su obra.

El libro de Dean contiene mucho cotilleo pero no se excusa por eso. Al contrario, lo eleva a evidencia. Así es como es la vida, incluso para la literatura: las rencillas pesaron, las alcobas incidieron. Y las bocinas sonaron. La mayoría de estas mujeres, pioneras individuales que hicieron alianzas circunstanciales, decidieron no oírlas y seguir adelante, subidas a su capacidad, pero también a su arrogancia, desparpajo y cinismo en un momento histórico en que esos atributos parecían propiedad masculina. Pagaron altos precios -despidos, acusaciones, abandonos, reclamos y arrepentimiento- pero hicieron lo que querían. A todas, en algún momento, les pudo caber la clara sentencia de Joan Didion: “Los escritores siempre están traicionando a alguien”. Debió agregar que casi siempre hay un por qué.

AGUDAS. Mujeres que hicieron de la opinión un arte, de Michelle Dean. Turner, 2019. Tr. de Laura Vidal. Madrid, 359 págs. Distribuye Océano.

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