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Larga guerra fría

Un viaje a las Malvinas a 30 años del conflicto entre Argentina y Gran Bretaña. Entre el desarrollo económico, las presiones diplomáticas y los reclamos de autonomía.

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En Malvinas (*),

Fernán R. Cisnero

En las islas Malvinas, hay unos tres mil habitantes, un millón de pingüinos, 14 especies de mamíferos marinos, 70 campos minados y un enemigo unánime: la presidente argentina Cristina Fernández.

"La guerra no terminó", dice el periodista Graham Bound en la balconada del hotel Waterfront en el puerto de Stanley, la capital. "Porque en cualquier conflicto hay un ganador y un perdedor, los dos bandos se van para sus casas a pasar a otra cosa pero acá no se consiguió eso: el conflicto permanece igual que antes". Es por eso, dice, que en las islas parece como que la guerra fue ayer: "seguimos peleando". Y es por eso que algunos, Bound entre ellos, no descartan que, de darse las circunstancias, la situación pueda derivar en otro conflicto bélico.

Los temores son alentados por la retórica que les llega desde Buenos Aires al reclamar sus derechos sobre este archipiélago de 740 islas, y el rechazo local a esa clase de apreciaciones. La batalla, por ahora se ha mudado a los diarios, la diplomacia y los foros de internet. Es una verdadera guerra fría.

Después de años de tolerancia y disposición a aceptar lo que para los isleños es evidente -su escasa disposición a volverse argentinos-, la llegada de los Kirchner a la Casa Rosada endureció la retórica hacia las islas. Para 2001, había algunos acuerdos comerciales con Argentina, el vínculo más cercano que pueden aceptar los isleños. En la década de 1990, el canciller Guido Di Tella enviaba anualmente un regalo a cada uno de los isleños, como muestra de buena voluntad. Muchos lo entendían como una broma y había quienes lo devolvían al remitente con enfado.

Oficialmente, las Malvinas, con el nombre de Falkland, son un territorio británico de ultramar, financieramente independiente para todo menos la Defensa y políticamente independiente para todo menos sus relaciones internacionales. Argentina incluyó su soberanía sobre las Malvinas en su Constitución.

Desde que los isleños consiguieron administrar sus aguas territoriales y por lo tanto adjudicar lucrativos permisos de pesca, la isla ha conseguido autosustentarse. La esperan, además, años de prosperidad. A la pesca hay que sumarle el alto precio internacional de la lana (las islas están llenas de ovejas) y el aumento del turismo. El potencial éxito de las exploraciones de petróleo aporta todo un nuevo panorama.

"Eso va a cambiar mucho esto", dice Bound. "No sé cómo vamos a asimilar tanto dinero".

"¿Parecemos argentinos?". Con marcado acento británico, los isleños -esos que el mundo conoce, anacrónicamente como kelpers por culpa de unas algas bastantes feas que los pioneros utilizaban como abono- no entienden por qué tanta insistencia en un tema que para ellos está saldado hace mucho tiempo. Para ellos Argentina no tiene nada que hacer allí.

"¿Parecemos argentinos?", pregunta un guía local y talentoso fotógrafo aficionado, mientras los más pequeños de su familia calientan malvaviscos al lado de una enorme fogata en Port Sussex, en el interior de la isla principal de las Malvinas, a unas dos horas de Stanley. Están celebrando con la parentela y vecinos (y seis uruguayos), la noche de la hoguera, el 5 de noviembre, una fecha que recuerda el atentado de Guy Fawkes contra el parlamento británico en 1605. No, no parecen argentinos.

Port Sussex Farm es uno de los tantos parajes tirando a desolados que salpican la inmensidad de estas disputadas islas. A pesar de ser primavera, la noche es particularmente inclemente con un frío demoledor que no parece afectar a los locatarios. Algunos visten un overol de obrero y una remera por lo que su resistencia al frío es admirable. La fogata, alimentada por colchones viejos, maderas de obra y cuanta cosa inflamable que haya ido a dar a ese cañón helado, es la principal atracción de la tradicional reunión. El menú es totalmente británico e incluye una carne adobada asada en tanque y mantenida caliente en unos enormes hornos alimentados a turba, el combustible tradicional de los isleños.

Es que, a pesar del constante reclamo argentino -basado en una discusión histórica cuyos fundamentos se pierden en la neblina de los tiempos- sus Malvinas hoy tienen poco de argentinas.

Los británicos las gobiernan (con un notorio hiato entre abril y junio de 1982) desde 1833; la moneda es la libra; abundan los retratos de la familia real, están gobernados por un representante de Isabel II y todos están orgullosos de su herencia británica, sí, pero también de su origen local. "Soy octava generación de isleños", dice una mujer en la fiesta del agreste Port Sussex. Muchos remiten a la genealogía isleña, propia o ajena, como si fuera un título nobiliario.

Aunque el pensador Samuel Johnson les auguró un destino de "nido de contrabandistas en la paz y en la guerra, refugio de futuros bucaneros", las Malvinas han sobrevivido a la aspereza del clima, a su topografía y, principalmente, a su lejanía: están a 480 kilómetros de la costa de América del Sur y a 1.870 kilómetros de la capital más cercana, Montevideo. Los vínculos entre los isleños y Uruguay han sido constantes y muchos aquí estudiaron en el British School montevideano o se atendieron en el Hospital Británico. En una informal reunión de ex estudiantes de la década de 1970 del British en una cálido apartamento de Stanley, se recuerda con cariño las calles de Carrasco, el bar La Mascota y hasta se atreven a reclamar unos alfajores de nieve.

Recientemente ese lazo con Uruguay se ha roto porque Argentina prefiere que sus socios no comercien ni traten con las islas. Algunos isleños se refieren a esa situación como un bloqueo que pretende asfixiar la economía del lugar.

"Si así es como quieren conseguir lo que buscan, no es el camino", dice un guía turístico en Pebble Island, un establecimiento de ocho habitantes a 45 minutos en avioneta de Stanley. "Esto es un bloqueo", dice Jan Cheek, una de los ocho concejales locales que forman el brazo legislativo de las Malvinas.

La disputa por quién maneja ese territorio comenzó mucho antes de que Argentina existiera como nación. Las coronas españolas y británicas se habían adjudicado esas islas sin ninguna convicción en poblarlas. Por allí también pasaron belgas, franceses y estadounidenses, reclamando para sí un pedazo de tierra cuyo valor estratégico siempre pareció relativo. Independizada de España, Argentina consideró esa tierra como suya como herencia del virreinato del Río de la Plata. En 1831, una fragata estadounidense invitó a salir de allí a los colonos argentinos y dos años después, los británicos se adjudicaron la propiedad de las islas. Desde entonces las están administrando y hoy un 79% de su población nació allí o en Gran Bretaña.

Clima británico. Todas las referencias culturales son británicas, claro, desde los pubs, al colegio o a la sala de juego de la casa del gobernador, debajo de cuya mesa de pool es tradición tirarse y firmar con tiza (allí está la rubrica del príncipe Carlos y, ahora, la de este cronista, entre cientos de firmas). El vínculo con Gran Bretaña es tan fuerte que el 14 de junio en las islas se celebra el Día de la Liberación en recuerdo a la capitulación argentina en Stanley, la capital que por 74 días se llamó Puerto Argentino. Los argentinos conmemoran el conflicto el 2 de abril, cuando invadieron las islas.

Stanley es una sucesión pequeña de casas de techos coloridos cuya calle principal, Ross Avenue, es una rambla de unas 10 cuadras. En ella se agolpa casi todo: el único banco, la única oficina de correos, uno de los dos supermercados (el de la cadena inglesa WestWorld), el Poder Legislativo, la bonita casa del gobernador, la comisaría y la cárcel, la escuela y el hospital. También allí están los dos restoranes más importantes, la iglesia anglicana y la católica, la redacción del Penguin News y varias de las casas que venden souvenirs locales y donde sale mucho el pingüino de peluche. En general la calle se ve vacía, pero es empezar la temporada de cruceros que, dicen, se vuelve una romería.

En la capital vive la gran mayoría de los casi tres mil isleños (el censo es el año que viene). Hay una importante colonia de unos 500 chilenos y otros tantos santaelenos, es decir, inmigrantes desde la isla de Santa Elena cercana a la costa africana. La mayoría de los inmigrantes hacen las tareas de servicio en los hoteles, los restoranes y los supermercados, aunque algunos son propietarios de negocios. Hay, por lo menos, tres uruguayas viviendo en Stanley. Y un argentino que prefiere no hablar de política.

Fuera de Stanley, la ciudad más populosa es Goose Greene, que tiene unos 100 habitantes. El resto de los centros poblados están salpicados en las más de 70 granjas, muchas de ellas en lugares aisladísimos a los que solo se llega en alguna de las dos avionetas que brindan un servicio diario que va aterrizando en pistas improvisadas. Hay escalas en las que viven apenas dos personas.

De hecho, aún es posible comprarse una isla en uno de los lugares más remotos del mundo, pero nadie quiso revelar el precio. Quizás sea porque, en general, prefieren que las tierras sean propiedad de los isleños; eso no ha evitado que grandes extensiones hayan quedado en manos de extranjeros. Hay campos de más de 50 mil hectáreas y mucha tierra que pertenece a la Falkland Islands Company. La mayoría está dedicada a la explotación ovina, como dejan constancia los cientos de ovejas con los que uno se cruza cuando se adentra en el campo

Los isleños estudian en la escuela y el liceo públicos y se atienden en un hospital de 29 camas que para casos complicados recurre a la Clínica Alemana de Santiago y para las urgencias al Hospital Británico montevideano. No pagan nada por eso. Cuando terminan el liceo, los estudiantes pueden ir, con todo los gastos cubiertos por el gobierno de las islas, a estudiar a Gran Bretaña hasta cuatro años. En una clase de liceo típica, la mitad de los alumnos quiere aprovechar ese beneficio. La gran mayoría de los que se van, regresan a la isla aunque las oportunidades para muchas carreras son tirando a limitadas.

Y más que toda la actividad se centra en Stanley. Para adentrarse en las islas los caminos están escasamente pavimentados pero es parte de la gracia. Recientemente el gobierno completó 900 kilómetros de rutas que, incluso en su rusticidad son una evidencia de progreso. "Una distancia que ahora nos lleva dos horas antes nos consumía dos días", dice Ailsa Heathman, en Estancia Farm, a unos 45 minutos de la capital. El vehículo preferido en las islas son las grandes camionetas cuatro por cuatro, Land Rover o Toyota, utilizadas incluso para las pequeñas distancias citadinas.

La vida es tranquila pero en el campo puede ser dura. No hay muchos jóvenes dispuestos a mantener viva la tradición ganadera de las islas. Quizás porque el clima -aunque es más clemente de lo que se puede pensar con un en verano de 23 grados-, viene con un viento constante y cuando hace frío, hace frío.

"Es el mejor lugar para criar a tus hijos", dice Dick Sawle, ex maestro, ex empresario pesquero y actual concejal, mientras maneja su bote en busca de los delfines que suelen nadar cerca de la costa; esta vez no aparecieron.

Un ambiente sano como ya no se ve, es uno de los mayores atributos de la vida en las islas. Hay un orgullo local en eso de no trancar las puertas de las casas y dejar las llaves en el auto (aunque es cierto que tampoco hay muchos lugares donde utilizarlo sin ser notado).

"No hay grandes delitos desde hace 20 años", dice un ex policía que llegó a inicios de la década de 1990 y hoy regentea una posada en Darwin, un paraje de excelentes vistas e historias bélicas habitado por cuatro estables y unos 80 turistas en un buen mes. En Falklands hay 17 policías y nueve presos.

"Acá no hay drogas", dice, por ejemplo, Sawle. Lo confirman en el liceo, donde los problemas suelen ser, dicen, pocos. La gente luce amable y amistosa con los extranjeros (por lo menos si no se es argentino) y siempre parecen de buen talante. Aunque la depresión, sin que nadie pueda aportar datos oficiales, es un tema que se menciona en varias charlas. Algunos lugareños sufren, aún, estrés postraumático debido a la experiencia de tener la guerra en la puerta de sus casas. La concejal Sharon Halford teme que el año próximo, cuando se conmemoren los 30 años del conflicto, aumenten los casos de depresión.

Un conflicto presente. También se espera a muchos veteranos argentinos. "Muchos vienen a cerrar un ciclo de su vida", dice Ken Greenland, uno de los guías de los tours a los sitios históricos de Goose Green. Hay muchos veteranos británicos que también vienen a homenajear a sus caídos.

La guerra es un asunto espantoso e intransferible, por eso Greenland -él mismo un veterano de otras batallas- prefiere acompañarlos en silencio, aunque a veces comparte sus experiencias. "Cuando los argentinos vienen solos, se generan momentos muy emotivos", dice Greenland. "Pero cuando vienen en grupo, lanzan bravuconadas y dicen cosas irrespetuosas para los británicos que murieron aquí y para los isleños". Algunos veteranos, en grupo, aseguran que van a venir ellos mismos a liberar las islas, y otros se atreven a colocar la bandera argentina en la carretera que lleva a Stanley. Gestos así no son bien recibidos. La mayoría, sin embargo, visita respetuosamente el cementerio argentino en un paraje alejado y bien cuidado, salpicado por cruces blancas. En San Carlos, la zona a la que llegaron los británicos en 1982, hay un cementerio británico bastante más humilde.

"Lo único que sentí fue bronca", dice Susana, una de las tres uruguayas que viven en la isla, recordando la ocupación argentina de la capital entre el 2 de abril y el 14 de junio de 1982. "Tenía siete mil soldados argentinos en las colinas del fondo de mi casa".

Todos tienen alguna anécdota sobre la guerra. Ailsa Heathman en Estancia Farm estuvo rodeada de soldados argentinos y no muy lejos de su casa están los restos de un helicóptero, a unos metros de una trinchera de piedra. Su establecimiento fue un centro de operaciones británico.

Aunque los lugareños intentaban no hacerlo, muchos alimentaron a los desvalidos conscriptos argentinos que, mal vestidos y peor alimentados, salieron a pedir una ayuda. Murieron 649 soldados argentinos (377 de ellos en el hundimiento del Belgrano) y 255 británicos. Pero ya hay más veteranos suicidados que bajas durante el conflicto.

La guerra está ahí. A los costados del camino y en algunas playas con sus sectores que alertan sobre la presencia de campos minados, en algunos restos de aviones o helicópteros, en unas cobijas abandonadas en trincheras argentinas, en los cementerios de cada bando, en varios monolitos y muchas historias locales. El museo histórico local es un buen lugar para visualizar la historia del conflicto y, también de las islas.

La historia es parte de un paquete turístico que empieza a ser atractivo para el mundo exterior. En 1980, visitaron las Malvinas un millar de turistas extranjeros. Hoy, solo en temporada de cruceros, se recibe a unos 42 mil y unos ocho mil pasan varias noches en la limitada capacidad hotelera. Sin embargo, la presión argentina (ver recuadro), ha limitado la llegada de extranjeros y la salida de los locales. Desde América Latina solo hay una línea semanal de Lan Chile que llega y sale de Mount Pleasant (el minúsculo aeropuerto pegado a la base militar que alberga a, quizás, unos dos mil efectivos) a través de Punta Arenas y Santiago. La Fuerza Aérea tiene tres vuelos semanales a Londres.

El rumor es que la presidenta Fernández podría presionar a Chile para que cancele los viajes de Lan u obligar a que los aviones no pasen por suelo argentino. "No creo que eso sea legal", dice Bound. "Pero pueden intentarlo".

¿Y, en esa creciente retórica agresiva, hay posibilidades de una nueva guerra? "Yo no diría que es imposible", dice Bound. "Todo el mundo pensaba que era una locura que hubiera guerra en 1982 y lo único predecible acerca de los argentinos es que son impredecibles".

(*) A partir de una invitación de la Embajada Británica.

Gestos y apoyos

Más allá de las numerosas desavenencias entre Argentina y Uruguay -puertos, dragados, pasteras, Mercosur- la postura uruguaya en lo que hace a las pequeñas islas australes es de deferencia hacia los intereses de Buenos Aires. Esa posición tuvo este año dos expresiones. En agosto Uruguay no permitió a un buque militar inglés parara en el puerto de Montevideo rumbo a las islas, lo que motivó el agradecimiento de Cristina Fernández: "Pepe, quiero agradecerte en nombre de todos los argentinos el inmenso gesto que tuviste". Y el 11 de este mes Mujica defendió el reclamo argentino cuando acudió a la Universidad Nacional de Lanús para ser distinguido como "Honoris Causa". "¿Alguno fuera del continente va a reconocer que las Malvinas son argentinas?" preguntó el presidente uruguayo durante su discurso de agradecimiento.

54

por ciento de los pobladores actuales nacieron en las islas. Un 25% son de origen británico.

12.173

kilómetros cuadrados ocupan las 740 islas del archipiélago que forman las

Malvinas.

29

camas tiene el único hospital. Casos complicados se atienden en la capital chilena, Santiago.

74

días duró la denominación "Puerto Argentino" para la ciudad llamada Stanley.

1

libra, unos 30 pesos uruguayos, sale el litro de diesel. Hay una camioneta 4X4 por habitante.

60

libras (unos 1.800 pesos uruguayos) cuesta por mes una conexión a internet de un gigabyte.

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