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Diosa mía

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Reina Reyes y Felisberto, 1958

Carta que revela el estrecho vínculo entre su narrativa y su escritura epistolar. Recién publicada en el libro Cartas, Felisberto Hernández, con introducción y notas de Daniel Morena.

               Treinta y Tres, agosto 11 de 1954

Reina, querida niña mía:

ES NECESARIO que conozcas una historia que descubrí esta mañana. Se refiere al Premio Nobel. Ha surgido la idea —de un tal Hans Pfeiffer— de que en vez de premiar a un creador con dinero, se busque la manera de proporcionar una felicidad más auténtica, más relativa a él mismo, y que no perjudique la obra que aún puede realizar. Se ha comprobado que el dinero y la fama que resulta del premio trastorna la vida y la obra de quien no está acostumbrado a tenerlas. Entonces, la idea nueva consiste en no declarar a quién pertenece el premio hasta después de su muerte; y con el dinero destinado al premio se crea un grupo de personas —psicólogos en su mayoría— que estudie y favorezca al creador y a su obra en el tiempo que le quede de vida. En síntesis: nada de fama, de dinero, y de ir a cobrarlo a Suecia. El grupo de personas encargado de beneficiar al premiado se transporta al país de éste y busca la manera de proporcionarle una relativa felicidad que no inhiba su producción. El primer ensayo está resultando alucinante. Tomaron para ensayo, a un creador de menor cuantía. Se dirigieron al país de él, simularon ser de una sociedad de arte internacional instalada en un lugar alejado de los principales centros y que fuera pintoresco; citaban a varios artistas entre los que estaba el designado, estudiaron su vida (su fisiología, su psicología, su metafísica, etc.) y empezaron a producirle, por medios un poco previstos y otro poco a experimentar una especie de locura moderada, en sus comienzos, hasta observar cuál procedimiento resultaría efectivo a los fines propuestos. He aquí lo que resultó. El creador (relativo, o pobre diablo) se encuentra cuando ya estaba preparado para tolerar esa locura (un tanto paranoica y que ya no era moderada), con una mujer que le parece una diosa destinada a él. El poeta (llamémosle), tiene este primer encuentro cuando ya hace rato que ha anochecido; cree que conoce a la divinidad desde mucho tiempo antes; ella, en el mundo, es considerada como una Reina y sus antepasados son Reyes; pero quiere aparecer sencilla y democrática. Asimismo, un hombre conocido por su genio, en la época, la nombra su secretaria, tiene por ella una admiración en múltiples sentidos y esto crea en derredor de la diosa, envidias y persecuciones corrientes. El poeta tiene oportunidad de llegar a ella, la admira, pero la proximidad al genio del hombre del cual ella es secretaria, y la radiante belleza de ella, producen en nuestro poeta una inhibición total y se prepara para llevarla a su mundo abstracto con absoluta separación de la realidad. Pero la divinidad insiste en atraerse al poeta que se retira a su mundo y éste, en su idea paranoica tan bien organizada, siente una leve persecución de tonalidad positiva: ella parece perseguirlo para hacerle bien. Entonces surge una nueva alucinación. Hay dos amigos del poeta que también lo persiguen para el bien. (En este estado paranoico no sólo el poeta es elegido para el bien sino que los cuatro personajes hasta ahora nombrados son de la mayor generosidad e inteligencia). El amigo tiene un aspecto de otra época, con barba y sombrero aludo, y la esposa de éste es una gran poetisa que no siente ninguna envidia de nada ni de nadie. Estos amigos encuentran a la divinidad y preparan un plan para salvar al poeta. Hasta aquí los antecedentes que la locura razonada del poeta cree anterior al encuentro con la diosa. Y después sigue la acción del plan posterior al encuentro en la noche citada. En la primera escena, en un café de mala muerte, la divinidad cuenta al poeta su vida y empieza el deslumbramiento y la locura declarada del poeta; en esa noche y otras muchas no duerme, casi no se alimenta, cree que se afeita y en realidad se araña, etc., etc. Hay otras escenas parecidas en las que el poeta sigue asomándose a los ojos azules de la diosa y esto aumenta su locura. Ella lo invita a su templo que simula ser en una clase donde concurren jóvenes maestros que no se fijan en la edad del poeta: todos están pendientes de los labios rojos sobre dientes muy blancos y del más inteligente azul de los ojos de la divinidad. En otra escena la paranoia del poeta coordina hechos más irreales. Él se encuentra con ella cuando una noche helada cae sobre un inmenso pabellón de rosas: el frío tiene el objeto de alejar a los guardianes y a otras gentes que no sea la pareja; pero ellos no tienen frío y en pleno invierno ven rosas por todas partes. Allí recibe el poeta por primera vez los labios de la diosa en su boca y comienzan a comunicarse, a estrecharse sus almas, también, con la inocencia de los animales más salvajes. La irrealidad se hace más intensa. La irrealidad se hace más intensa. Los amigos del poeta se regocijan; la poetisa teme, por instantes, los planes del esposo para salvar el amigo; ella llama la atención a la diosa sobre un aspecto rilkeano del amor: el amor no es dado, hay que crearlo como una forma profunda de poesía integral, común a dos personas. En el instante en que el poeta tiene un principio de angustia, la diosa lo adivina, le envía una carta, lo calma, y el poeta piensa que es pura casualidad. El poeta tiene que realizar un viaje. La diosa, como en una nueva casualidad concurre en el instante de partida, graba aún más fuerte en el poeta el azul de sus ojos divinos y el poeta, en su viaje, no podrá ver ni el paisaje ni el cielo. Al llegar al punto final de su viaje se encuentra con una carta de la diosa y cree ver lo siguiente: que la diosa lo había despedido agitando un pañuelo que se escapa de las manos de la diosa, que vuela por el cielo que el poeta no puede ver —sólo ve el azul de los ojos de ella— y llega antes que el poeta a su destino. El poeta desdobla el pañuelo, mira escrito en encajes letras maravillosas: "Hubieron distancias entre tu soledad y la mía. Empiezo a creer que ya están salvadas". El poeta tiene toda la noche, en los ojos, la poesía en encaje del pañuelo; a la mañana siguiente lo pone [en] el césped, se arrodilla, levanta la cabeza con los ojos cerrados para ver el azul de los de la diosa y le dice: "Diosa mía, si algún día descubro que no existes ni me quieres, tendré de nuevo la razón que he perdido y será el veneno que me mate".

Hasta aquí la historia leída. La traducción es tan monótona y pesada que si la vuelvo a leer no te la mando y te quedarás sin carta, Reina querida. De cualquier manera sabrás que no debes pedirme que te escriba mucho y que el hombre que te ama es irremediablemente

                Tu Felisberto que te llena de besos.

El autor.

FELISBERTO HERNÁNDEZ (Montevideo, 1902-1964) fue narrador, compositor y pianista. Esta carta dirigida a su esposa Reina Reyes, que fue secretaria del filósofo Carlos Vaz Ferreira en su presidencia del Ateneo de Montevideo, revela el grado de afinidad que existe entre su narrativa y su escritura epistolar. Fue tomada del libro Cartas. Felisberto Hernández, con introducción y notas de Daniel Morena (Paréntesis Editorial, 2015, Montevideo, 268 págs). Incluye también partituras musicales, tanto éditas como inéditas.

El compilador.

DANIEL MORENA (1972) publicó los libros de poesía Prehistoria del agua (2009), Parque y sombra (2010), y Libro de los títulos (2012). Es colaborador habitual de El País Cultural. Dirige la Colección AEDAS del sello Paréntesis Editorial.

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Reina Reyes y Felisberto, 1958

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