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Sinceridad y honestidad

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FACUNDO PONCE DE LEÓN

Yo soy sincero, digo lo que pienso. Disculpame si te cae mal pero prefiero decir lo que creo a tener que mentir".

Todos alguna vez escuchamos esta frase y algunos la dicen hasta un par de veces por día. En el verano, los sinceros están en su apogeo porque, con la excusa de que el calor desinhibe la mente y el cuerpo, aprovechan para escupir su artillería pesada diciendo lo que verdaderamente piensan a quien tienen enfrente. Equivocados están los sinceros y por dos razones distintas.

La primera es de carácter antropológico y refiere al hecho de que el pasaje de nuestro pensamiento al lenguaje no es transparente. Los sinceros creen que hay una línea recta entre lo que tenemos en mente y lo que decimos, pero ellos mismo son una prueba de que tal camino cristalino no existe. El sincero se jacta de decir lo que piensa y esa jactancia es la prueba de que podría no haberlo dicho; entre el interior de una persona y lo que ella dice hay un laberinto intrincado.

Un ser humano tiene un interior biográfico infinito: recuerdos presentes, recuerdos latentes y olvidados, proyectos, silencios, dudas, amores, deseos, rencores, sueños, secretos, dolores, alegrías… todo eso está dentro de una persona. En el momento que habla, consciente o inconscientemente, ese interior entra en juego. Comunicar es justamente poner en diálogo toda esa interioridad que construimos en compañía y en soledad. El error de los sinceros es presumir de elegir un camino verdadero y franco cuando lo que hacen no es más que seleccionar una manera de decir, manera que está lejos de ser la más válida. Y ello por la segunda razón que es política.

Los seres humanos vivimos en comunidad, es la única opción. No existe registro histórico de siquiera un ser humano a lo largo de toda la historia que haya podido desarrollarse solo. Desde el alimento a la adquisición del lenguaje dependemos, siempre, de otros. Esta dependencia es muy paradójica. De un lado sólo gracias a ella puedo uno desarrollarse pero a su vez es ella quien limita nuestro desarrollo individual. Para ser necesito de otros seres pero esos seres limitan mi ser. Esta sentencia filosófica, aparentemente abstracta, se aplica a una reunión de vecinos de un edificio, a un evento familiar, a un salón de clase, a los compañeros de trabajo o a una sociedad entera.

Los sinceros son lo que han olvidado esta dimensión política y se preocupan más de decir un pensamiento que se les pasó por la mente que del efecto que eso puede generar en quien lo escucha. Y ese error se paga caro: una sociedad plagada de sinceros es una sociedad que no se preocupa por el otro sino sólo por decirle al otro lo primero que tiene en mente.

La auténtica virtud es la honestidad. La persona honesta es aquella que se esfuerza por decir aquello que considera más justo para consigo mismo y para con quien tiene enfrente. El honesto sabe que es absurdo decir "te digo lo que pienso" porque son muchas las cosas que se piensan y no se dicen y muchas las que se dicen sin pensar. Lo importante no es jactarse de ser veraz sino preocuparse de que sirva para algo lo que le decimos a alguien.

Probablemente por buscar esta prudencia, las personas honestas suelen ser más silenciosas que las sinceras. Saben que muchas cosas que se piensan es mejor no decirlas, preferible dejarlas pasar. Mejor para todos.

También el verano es una ocasión ideal para entrenarse en la virtud de la honestidad. Uno tiene más tiempo para pensar y eso es una oportunidad para comprender el laberinto interior y para, al momento de abrir la boca, se puedan elegir las palabras justas.

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