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El encanto salvaje

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VIRGINIA MARTÍNEZ

CUANDO ELIZABETH Miller vino al mundo en Estados Unidos, en 1907, el padre anotó en su Diario la hora, el lugar de nacimiento, el peso de la niña y el nombre del médico que atendió el parto. La minucia del registro insinuaba lo que no tardó en revelarse como preferencia casi obsesiva por la hija, futura celebridad y una de las fotógrafas más famosas del siglo XX. La madre puso bajo el ala a los dos varones, especialmente al primogénito, a quien insistió en vestir de niña.

A los siete años Lee fue violada por un amigo de la familia. Algo infame remató el estigma: contrajo gonorrea. Ello la obligó a someterse a irrigaciones, duchas y remoción de secreciones, tratamiento que implicaba el uso de un desagradable instrumental médico.

Los Miller eran una familia de costumbres particulares. Theodor fotografiaba a la madre y a la hija desnudas -"es sólo arte", afirmaba- pero los tres hermanos debían comparecer de inmediato cuando agitaba una campanita. Fascinado con las cámaras fotográficas, transmitió a los hijos el interés por los inventos y el gusto por las imágenes. Aunque curiosa y lectora, Elizabeth no destacó en las disciplinas curriculares; prefería distraerse con álbumes de fotos, escribir guiones y escuchar extasiada las opiniones del padre sobre las bondades de la socialdemocracia sueca o el talento de Henry Ford.

A los 19 años se fue a París. Estudió iluminación, vestuario y escenografía para teatro en la Escuela del director húngaro Ladislao Medgyès. Merodeó la bohemia parisina, asistió a espectáculos y exposiciones y, siete meses después, volvió a casa, sin gran formación pero con espíritu inquieto y ávido de arte.

Su "descubrimiento" se parece demasiado a las historias fabuladas por Hollywood para explicar el nacimiento de las estrellas, pero es posible que sea cierto. Cruzaba una avenida cuando estuvo a punto de ser aplastada por un taxi. La suerte quiso que cayera en brazos de un hombre elegante y adinerado que la salvó de morir y la condujo a la fama. Condé Nast, fundador del imperio editorial que hasta hoy lleva su nombre, se admiró de la belleza de la rubia y poco después Lee era tapa de la revista Vogue.

Casi de inmediato se convirtió en favorita de los fotógrafos de las estrellas de cine. Empezó a frecuentar fiestas y reuniones sociales y se codeó con los Vanderbilt, George Gershwin, Fred Astaire y Charles Chaplin. La eligieron modelo de la audaz campaña de la empresa Kotex, promocionando productos para la higiene íntima de la mujer. El hecho no deja de tener un costado irónico -los avisos aparecieron en una revista conservadora dirigida a amas de casa- y amargo, pues la joven que ofrecía limpia seguridad los días "especiales" del mes, en la intimidad seguía esclavizada al tratamiento secuela de la violación. Más extraño aún es que siguiera posando para el padre, quien comenzó a incluir a las amigas de su hija en los desnudos. A esa altura la muchacha angelical de las fotos se conducía con una libertad sexual que casi aventajaba a sus pares masculinos.

Uno de sus viejos amigos la definió como un espíritu libre atrapado en el cuerpo de una diosa griega. Ella fue luego más lejos y en carta a su segundo marido, Roland Penrose, afirmó que, aunque no había desperdiciado un minuto de su vida, de tener una segunda oportunidad sería más libre aun en sus ideas y afectos y con su cuerpo. La biografía de Carolyn Burke (Lee Miller, A life, The University of Chicago Press, 2005) retrata a la modelo y musa del surrealismo; a la fotógrafa y corresponsal de guerra, y a la tardía y talentosa gourmet. La atronadora belleza del personaje iluminó alguna de esas facetas y durante un tiempo opacó otras. Burke las reúne a todas en un relato armónico y documentado.

MUSA SURREALISTA. En 1929 conoció a Man Ray y dejó de ser Elizabeth para convertirse en Lee. Más de una versión relata el encuentro en París del fotógrafo con la muchacha que buscaba un maestro y en todas, la desfachatez y el ingenio de Lee logran vencer la resistencia inicial del artista a tomarla como discípula. Se hicieron amantes y vivieron juntos los siguientes tres años. Man Ray era ya un consagrado que llevaba una vida de lujo y a quien no le faltaban empresarios dispuestos a financiar sus trabajos experimentales. Poco antes había terminado una relación sentimental y artística con la espectacular Kiki de Montparnasse, una mujer que, según sus palabras, tenía un cuerpo irreprochable de la cabeza a los pies.

La nueva "Madame Ray", sobrenombre de todas las amantes del fotógrafo, cautivaba por el azul intenso de los ojos, la cabellera furiosamente rubia y el andar un tanto andrógino, exaltado por los surrealistas. Masculino y femenino nombraban categorías reversibles en las que no había porqué estancarse sino más bien alternar, como la ropa. Esa era, palabras más o menos, la idea de André Breton, que iba a la perfección con ella.

Años después, Lee declaró que Man Ray le había abierto todos los secretos de la fotografía. El intercambio benefició a ambos. Ella fue recepcionista en su estudio, asistente y sobre todo obsesivo e inagotable "material" de inspiración. Él la introdujo en el círculo de los surrealistas: Max Ernst, Magritte, Jean Cocteau entre otros. Descubrieron juntos, casualmente, un efecto de laboratorio obtenido por sobre exposición del negativo -llamado "solarización" por Man Ray- que lo hizo célebre.

En 1930 dio por terminada la etapa de aprendiz y abrió, con éxito, su propio estudio. Ese año trabajó en La sangre de un poeta, primer film de Cocteau. La relación con Man Ray, como todas las que anudan amor y arte, no fue equilibrada. Él la amaba con pasión, necesitaba su cuerpo, tenía celos de todos los hombres y de la vertiginosa soberanía artística de su discípula. "Quisiera que fueras un complemento de mí mismo", le confesó en un arrebato de sinceridad. Luego exigió que acomodara su vida para ser sólo su mujer: "No puedo verte de otra forma". Nada más extraño a los planes de Lee. En diciembre se fue de vacaciones con Charles Chaplin a Saint Moritz. Allí conoció a un millonario egipcio llamado Aziz Eloui Bey. Cuando regresó a París ya eran amantes. Desquiciado, Man Ray estuvo al borde del suicidio, rompió las fotos de su musa y creó los llamados "Objetos de destrucción". Uno de ellos muestra el ojo de Lee suspendido en un metrónomo.

Decidió volver a Nueva York para abrir un estudio al que, con "escandaloso oportunismo", según el despechado ex amante y mentor, promocionó como filial estadounidense de la escuela Man Ray. Rápidamente se volvió retratista predilecta de la élite artística neoyorquina. En julio de 1932, se casó con Aziz y se mudaron a El Cairo. El marido escribió a los suegros que se proponía dar paz al agitado corazón de Lee. Aunque hizo buenas fotografías sobre la geografía y el paisaje humano del país, no puede decirse que los años de Egipto hayan sido de creación. Los ocupó, atendida por una legión de sirvientes, en remodelar la mansión de Aziz, dar fiestas, jugar a las cartas con las señoras de la alta sociedad y organizar expediciones al desierto. A pesar de las intenciones sedantes del marido, la actitud de Lee no cambió. "Se comportaba como un hombre", afirmó una amiga. Sin complejos, ella misma admitió: "Si tengo ganas de hacer pis, hago pis en la calle y si me gusta un hombre, me voy a la cama con él".

En el verano de 1937 volvió a Europa para sumergirse en la farándula surrealista. En casa de Ernst conoció a Roland Penrose, pintor, fotógrafo, poeta y crítico inglés, especialista en Picasso y su principal biógrafo. Se fueron juntos de la fiesta y no volvieron a separarse en las siguientes dos semanas. Viajaron a Cornualles para celebrar la apertura de la "rama británica" del surrealismo, de la que Penrose era entusiasta animador. Fueron unas vacaciones voluptuosas en una comunidad tan excéntrica como célebre: Paul y Nusch Éluard, Ernst y la pintora Leonora Carrington, Henry Moore y su mujer, Man Ray y su nueva amante, la bailarina Ady Fidelin. Aunque el grupo exhibía orgulloso la falta de prejuicios y practicaba el intercambio de parejas, Carolyn Burke anota que, en esencia, el rol de las mujeres no había cambiado. Musas, fuente de energía y erotismo, sus cuerpos eran objeto de culto pero objetos al fin. Infantilizadas y sin luz propia, rendían tributo al arte de sus compañeros. Según Leonora Carrington no pasaban de ser perritos parlantes que debían adorar al amo y sacudirle la cola.

La fiesta continuó en Mougins, refugio de verano de Picasso. Él pintó seis cuadros con Lee vestida de arlesiana. Ella le correspondió con retratos fotográficos y un extenso registro de su obra que tres décadas después alcanzaría casi mil fotos.

El regreso a casa no fue fácil. "En Egipto no hay más que tumbas, ruinas y momias", le escribió a Penrose. Desde Beirut le envió una carta a Aziz: "Quiero la utópica combinación entre seguridad y libertad; emocionalmente preciso estar completamente absorbida por el trabajo o por el amor". Era un adelanto de lo que iba a plantearle: necesitaba vacaciones. Aziz la despidió con la impresión de que se trataba de una separación temporal, pero Lee no volvió.

CORRESPONSAL DE GUERRA. En marzo de 1939 desembarcó en Southampton, donde la esperaba Penrose. Ese mes Hitler invadió Checoslovaquia y anunció la creación del protectorado de Bohemia y Moravia. Fue el fin de la política de "apaciguamiento" practicada por la diplomacia inglesa. En julio viajaron a la casa que Ernst y Leonora Carrington tenían en Saint-Martin d`Ardèche, donde fotografió las esculturas de Ernst y las criaturas mitológicas nacidas de la exuberante imaginación de Carrington. Luego se reunieron con Picasso en la Costa Azul. La vida aún se presentaba placentera y libre de amenazas, o así lo parecía, a juzgar por las despreocupadas fotos de playa del grupo.

Volvieron a Londres cuando Alemania invadió Polonia. La ciudad comenzó a prepararse para la guerra y los bombardeos que padecería en los meses siguientes. Permaneció en Londres, contratada por la filial inglesa de Vogue, fotografiando el desastre que dejaban los raids aéreos y la transformación social ocasionada por el conflicto, en particular el trabajo de las mujeres como obreras, conductoras de ambulancias, tractoristas, leñadoras. Conoció al fotógrafo de Time-Life David Scherman, quien la introdujo en el mundo del fotoperiodismo. Se hicieron amantes, con el conocimiento y aceptación de Penrose. "Era un ménage atrois", afirmó Scherman años después, "pero como Roland fue llamado al Ejército, pronto se convirtió en un ménage adeux".

En julio de 1944 desembarcó en el frente de Normandía como corresponsal de Vogue, Estados Unidos. Vestía uniforme militar y actuaba, según Scherman, no como fotógrafo, tampoco como mujer. Parecía un soldado. Abandonó la coquetería, se despreocupó de la higiene personal, comía cuando lo permitía el combate y hablaba de "nosotros". Hasta el momento -con excepción de la reconocida Margaret Bourke-White- el oficio estaba reservado a los hombres.

Según la historiadora francesa Marianne Amar, sus imágenes de la guerra están ancladas en el universo de los combatientes: "Descartan lo que se impone en los años `30: una fotografía de compasión, dominada por la figura de la víctima". ("Les guerres intimes de Lee Miller", revista Clio, N° 20, 2004). Son fotos inquietantes, crudas, pero de cuidada composición y fuerte impronta surrealista. Lee apeló a ese espíritu y, refiriéndose a las tomadas en un hospital de campaña, dijo que le recordaban cuadros de El Bosco.

En agosto llegó a Saint-Malo que, contra lo que aseguraban los informes militares, aún no estaba en manos de los aliados. Fue la única fotógrafa que registró los últimos combates que finalizaron con el completo dominio-y destrucción- de la ciudad. Entró en París tres días después de la liberación. Se alojó en el Hotel Scribe, sede de la oficina de prensa alemana durante la ocupación, ahora cuartel general de los fotógrafos aliados. Scherman tomó la pieza contigua y a pesar de que -afirmó- la habitación de su amiga parecía un garaje sucio de autos usados, dormía casi todas las noches allí.

En esos meses también desarrolló un nuevo oficio, el de periodista. Decía que escribir le era tan difícil como exprimir una piedra, pero su entrevista a la escritora Colette, así como sus reportajes sobre la situación de Luxemburgo, se publicaron con éxito en Estados Unidos.

En abril de 1945 partió a Alemania para cubrir el fin de la guerra: Colonia, Frankfurt, Leipzig. Allí tomó una de sus fotos más conocidas. Desplomado sobre un escritorio, está el burgomaestre de Leipzig. Frente a él yacen, envenenadas, su mujer y su hija. La joven, rubia, con chaqueta de paño grueso y brazalete de la cruz roja, tiene mucho del eterno femenino ario. Reclinada en un sillón, los ojos cerrados, el mentón ligeramente elevado, las manos cruzadas sobre el vientre, evoca el pathos que envuelve en El éxtasis de Santa Teresa, de Bernini. Belleza y horror.

Llegó a Buchenwald poco después de la liberación, a tiempo aún de registrar el horror del campo. Se ocupó especialmente de los verdugos, los vencidos y los heridos -imponente es la fotografía de dos ex guardias vestidos de civil, el rostro tumefacto, arrodillados en una estrecha celda, quizá esperando su ejecución-. Son imágenes despojadas y de una crudeza esencial. "Hago documentos, no arte", dijo después. Marianne Amar anota que fotografiando al enemigo caído ejecutaba una sentencia: "En la inquietud de esas miradas que imploran piedad, temerosas de lo que vendrá, muestra la magnitud de sus crímenes y entreabre la puerta al sufrimiento infinito de las víctimas". A Buchenwald le siguió Dachau y luego Munich, donde Scherman la fotografió en la bañera de Hitler. Su rostro sigue siendo hermoso, pero es de una belleza más dura y menos luminosa. A la izquierda de la tina, un retrato del Führer; al pie, los borceguíes y la chaqueta militar de la fotógrafa. Un poco más lejos, la pequeña escultura de una mujer desnuda evoca a Lee, la musa.

Tras el pasaje por los campos de concentración envió a Vogue fotos y un artículo, acompañados de un telegrama: "Les imploro que crean que esto es verdad. No hay duda de que la población civil alemana sabía lo que sucedía. Los trenes con deportados, muertos o agonizantes, pasaban por ciudades y pueblos. (…) Espero que Vogue lo sienta así y publique estas fotos". El material se publicó en Inglaterra y Estados Unidos. El texto era tan terrible como las imágenes: "Alemania es un hermoso país marcado de aldeas preciosas como joyas, manchado por ciudades arruinadas y habitado por esquizofrénicos. (…) Niñitas con vestidos blancos y guirnaldas se pasean después de la primera comunión. Los niños tienen zancos y bolitas y capuchas y juegan a las muñecas. Las madres cosen y barren y cocinan y los agricultores aran y labran. Se comportan como si fueran gente de verdad. Pero no lo son. Son el enemigo".

Estaba agotada física y mentalmente. Tomaba anfetaminas y litros de café para despertarse y sin un equivalente de alcohol y somníferos no lograba conciliar el sueño. Se sentía más próxima a Scherman que a Penrose y con aquel emprendió un viaje por la destruida Europa de post guerra: Francia, Austria, Hungría, Rumania. Visitó un hospital donde niños y adultos desnutridos agonizaban por falta de medicación: "Vi morir a un bebé durante una hora. Era un gladiador flaquito. Jadeó, luchó y batalló por la vida, y el médico y la enfermera y yo parados, mirando. Ese minúsculo bebé luchaba por su única posesión, la vida, como si tuviera algún valor". Un año y medio después volvió a Penrose. Éste vivía con una restauradora de arte e impuso como condición continuar esa gratificante y pacífica relación amorosa.

ANFITRIONA. En mayo de 1946, tras doce años en el extranjero, regresó a Nueva York. Casi todos encontraron que algo se había marchitado en su espíritu. Bebía demasiado, se mostraba distante o irascible y estaba excedida de peso.

A punto de cumplir 40 años supo que estaba embarazada. Se mudó a Londres y en mayo de 1947 se casó con Penrose. El nacimiento de Anthony la colmó. Actuaba como la secretaria perfecta de su marido y parecía encantada con la maternidad. Fascinada con el bebé, escribió a los padres anunciándoles que consideraba no volver a trabajar. Compraron una granja -Farley Farm- donde comenzó a desarrollar una nueva ocupación, la de cocinera. Recibía amigos que iban a pasar el fin de semana en esa hermosa casa llena de obras surrealistas y esculturas de Henry Moore. Ahora era Lee, la anfitriona.

El estado de beatitud no duró. Estallaba en ataques de ira y no se sentía capaz de continuar escribiendo. Penrose le pidió a una colega de Vogue que no le encargara más artículos: "El sufrimiento que le causa, a ella y a los que estamos alrededor, es irresistible". La depresión la llevó a consultar a un médico quien le dijo que no tenía nada y, con sorprendente crueldad, concluyó: "No podemos mantener al mundo en un estado permanente de guerra sólo para proporcionarle a usted un entretenimiento". Quizá el médico no sabía que la enfermedad de Lee -compartida con otros corresponsales- tenía un nombre: trastorno por stress pos traumático.

Se convirtió en audaz y celebrada cocinera -preparaba platos que los amigos llamaban "desafiantes"- e hizo entrañable amistad con Bettina McNulty, editora de la revista Casa y Jardín, compañera inseparable de viajes y proyectos gastronómicos. La década del `60 vio crecer el prestigio de la obra de Penrose. La corona inglesa lo distinguió con el título de Lord que, con humor, ella transfirió para sí nombrándose "Lady Lee".

La relación con Anthony, producto de las permanentes borracheras y el acentuado mal carácter de la madre, se deterioró al extremo de que años después él escribió: "Nos odiábamos". Recién cuando el muchacho se casó -y por arte de Suzanna, su mujer- el vínculo se pudo reconstruir.

En 1975, tras una serie de achaques -reumatismo y recurrentes neumonías- le diagnosticaron cáncer. Enfrentó la enfermedad sin quejas ni autocompasión. Llamó por teléfono a los viejos amigos para invitarlos a tomar la última copa, y murió el 21 de julio de 1977 en brazos de Penrose.

Tiempo después, en el altillo de Farley Farm, Suzanna descubrió un "tesoro perdido": más de 60.000 fotografías y negativos, y cantidad de documentos, cartas de amor, objetos y recortes de prensa. A partir de ellos crearon el Archivo Lee Miller. Animado por Penrose, Anthony escribió una biografía de su madre a quien, confesó, apenas había llegado a conocer en vida.

Picasso en persona

EN MAYO PASADO el Museu Picasso de Barcelona inauguró la exposición Lee Miller: Picasso en privado, con más de 100 fotografías centradas en la vida y producción del pintor.

Testigo privilegiada de la cotidianeidad del malagueño a lo largo de 36 años de amistad, las imágenes también documentan su obra y las entrevistas preparatorias de Picasso: su vida y su obra, de Roland Penrose, considerada su biografía oficial.

La muestra incluye los seis retratos que el pintor le dedicó, vestida como arlesiana: cubistas y de colores estridentes, el rostro de la modelo está distorsionado pero es reconocible, al menos para los especialistas. La boca y los pechos marcados, la sonrisa desafiante, la vulva puesta en relieve. Tal la representación picassiana de Lee.

Los cuadros están inspirados en "La arlesiana", relato de Alphonse Daudet sobre las desventuras de un granjero que, engañado por una mujer cruel y hermosa, enloquece y se suicida. En el catálogo de la exposición, Anthony Penrose comenta: "Parece ser que Picasso lo consideraba un cuento aleccionador acerca de los peligros que entraña el entregarse al poder de seducción de las mujeres bellas". Exorcismo u homenaje del pintor al magnetismo de Lee, todas las interpretaciones caben en esos retratos imaginarios y a la vez tan reales.

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