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El juez campeador

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Agustín Courtoisie

ANTES DE SER famoso fue albañil y camarero. Ayudaba al padre a despachar gasolina por las noches, y por las mañanas iba a estudiar a la Facultad de Derecho. La madre solía recordarle que por sus orígenes debía ser el "abogado de los pobres".

Esas y otras sorpresas trae Un mundo sin miedo, donde el célebre juez Baltasar Garzón traza una suerte de autobiografía, cruzada por sus definiciones políticas y existenciales. Por momentos el libro adopta la forma de un diálogo con sus hijos y en otros cierto tono ensayístico, a través del cual expresa sus opiniones sobre la guerra de Irak, el trabajo de los jueces, debilidades y fortalezas de la democracia, el terrorismo y muchos otros temas similares.

GUERRA INMORAL. Estas páginas no trasuntan la figura severa o gris que cualquiera podría imaginarse, tratándose de un juez. Hay mucha exposición de su imagen familiar, incluso ciertos toques de autocomplacencia o narcisismo, pero más allá de todo eso —y de alguna pifia en el manejo de los recursos literarios—Garzón reitera una y otra vez un ideario político y social cuyo humanismo puede ser ampliamente compartido.

Eso ocurre cuando el autor recuerda que el derecho internacional prohíbe el recurso unilateral a la fuerza. En el caso de la guerra de Irak la declaración se produjo a partir de la cumbre de las Azores entre George Bush, Tony Blair y José María Aznar. Solamente el Consejo de Seguridad podría hacer una declaración semejante y no lo hizo. La resolución 1441 instaba a verificar si Irak disponía de armas de destrucción masiva antes de recurrir al uso de la fuerza militar (pág. 318).

Además, la complicidad de Aznar es muy reprobable porque "en ese caso el entonces presidente español no consultó con su gabinete la postura del gobierno español y desoyó la voluntad de los ciudadanos que masivamente se habían pronunciado en contra de la guerra". Luego agrega muy significativamente que "el estatuto de la Corte Penal Internacional establece como crimen de guerra los ataques dirigidos contra civiles o bienes provocados por una guerra ilegal. Ese delito puede ser perseguido por ese tribunal al tener jurisdicción universal, al menos en los países que lo integran". Y no menos importante es este otro argumento: "Pero además esta guerra es inmoral, ya que estuvo motivada por intereses económicos y buscaba un cambio de régimen político en ese país y una reorganización estratégica de la zona. Por eso apoyé, sin reparos, la retirada de las tropas españolas de Irak" (pág. 319).

A NO TORTURAR. Claro que Garzón no tiene la eficacia de un Fernando Savater en sus textos sobre ética y política escritos para su hijo Amador —donde Savater es asumidamente retórico pero aun así eficaz—. Por el contrario, en algunos pasajes de Un mundo sin miedo, los interlocutores dialogan formulando breves interrogantes y el juez responde larga y profundamente como un Sócrates platónico, llevándose siempre la parte del león. También apela al recurso de expresarse mediante "cartas", con desigual suerte, y un tono catequístico que puede fatigar a algunos lectores.

Pero Garzón es siempre coherente consigo mismo —a pesar del sentimiento de culpa con su familia, que esta obra parece querer exorcizar—, y aporta sus conocimientos adquiridos a lo largo de años de experiencia en la lucha contra el crimen organizado. Por eso merecen destacarse algunos esclarecedores comentarios del autor en varios pasajes. Por ejemplo, sus argumentos contra la malvada "razón de Estado", cuando focaliza el caso de los GAL en España, y la guerra sucia en la Argentina y Chile. Naturalmente, hay varias reflexiones sobre uno de sus casos más importantes, el del ex-dictador Augusto Pinochet —que dijo: "Ah! Garzón, ese comunista de mierda..."—, algunas de las cuales se reproducen en recuadro aparte.

Aunque el mundo resulta difícilmente maleable encarándolo sólo con herramientas jurídicas —extremo en que por momentos parece incurrir Garzón—, es encomiable su fervorosa defensa ética y principista de la democracia y del estado de Derecho. Por ejemplo, cuando relata que un agente antiterrorista pidió autorización a uno de los máximos jerarcas de seguridad para torturar a un miembro de las Brigadas Rojas y descubrir así donde tenían oculto al secuestrado. El jefe del mando antiterrorista, general Dalla Chiesa, respondió: "Italia puede permitirse perder a Aldo Moro [como aconteció]; no, en cambio, implantar la tortura". (Poco después, Dalla Chiesa fue asesinado por las Brigadas Rojas).

MIL FORMAS DEL CRIMEN. El capítulo dedicado al "Crimen organizado", no tiene desperdicio. Allí el autor expone los orígenes de la Mafia y de la Camorra, y sus diferencias "culturales" con otros grupos delictivos. Revela la forma en que logran incidir sobre resultados electorales (ver págs. 221 y 222) y que las organizaciones criminales "facturan" 750.000 millones de dólares al año, una cifra superior a los presupuestos generales de España. Según sus palabras: "esas redes blanquean más de medio billón de dólares a través de diversos instrumentos legales, como los denominados paraísos fiscales", y los negocios "lícitos" de la Mafia mueven el 15 por ciento del PBI de Italia. Por otra parte, a propósito de la corrupción en general, Garzón recuerda que el costo para las empresas en China se encarece un 46% a causa de la corrupción, en Rusia un 43% y en Turquía un 36%. La droga no podía estar ausente, y parece contaminarlo todo; y no sorprende, por ejemplo, que el autor afirme que las Fuerzas Armadas de Colombia (FARC) y las Autodefensas Unidas o Paramilitares Colombianas (AUC) están asociadas con los cárteles colombianos. Por si fuera poco, 200 millones de personas en el mundo —en su mayoría niños—, según datos de la ONU, están sometidas a algún tipo de esclavitud.

En las páginas 277 a la 285 Garzón analiza histórica y conceptualmente el fenómeno del terrorismo —donde no duda incluir a ETA, por supuesto—, logra formular verosímiles causas psicológicas, y lo distingue de los fenómenos de "acciones de resistencia". En la página 278 afirma que ETA buscó apoyo en distintos países y lo logró en "Cuba, Venezuela, Uruguay, Argentina, Portugal, México, Holanda y Bélgica", luego de que su dirección se instaló en Francia.

Más allá del sentido orgulloso de una misión a cumplir que respira cada página, y puestos al margen sus recursos retóricos discutibles o ciertas impericias literarias, el libro de Baltasar Garzón aporta muchos datos, propuestas técnicas para combatir la corrupción y la violencia —con varios instrumentos legales, contables y de coordinación internacional—y reflexiones sólidas sobre múltiples puntos de interés.

UN MUNDO SIN MIEDO de Baltasar Garzón, editorial Plaza y Janés, Buenos Aires. Distribuye Sudamericana. 422 págs.

Baltasar dixit

Caso Pinochet. Mis compañeros tenían que ratificar que los delitos cometidos por el dictador chileno habían traspasado las fronteras y eran perseguibles en cualquier lugar del mundo por ser delitos contra la humanidad. En Londres, los abogados desplegaron toda su artillería. Primero, recurrieron la orden de detención. Perdieron. Luego, apelaron contra la demanda de extradición. Perdieron. La Cámara de los Lores apoyó el proceso. Aún se me ponen los pelos de punta cuando recuerdo la votación. Tres a dos. Pero ese acuerdo histórico —reconocía que Pinochet no tenía inmunidad y podía ser juzgado por los crímenes cometidos bajo su mandato— fue anulado por un defecto de forma, ya que uno de los lores está casado con una afiliada a Amnistía Internacional, una de las partes del proceso. La vista se repitió en enero. En marzo, la cámara volvió a apoyar la entrega. Ahora por seis votos a uno. Sin embargo, a medida que la justicia desbrozaba el camino, la política hacía su entrada. Los gobiernos español y británico no pudieron o no quisieron hacer frente a la presión del ejecutivo de Chile. Y cedieron. El ministro del Interior del Reino Unido, Jack Straw, hasta entonces un claro defensor de los derechos humanos, se escudó en unos informes médicos para mandar a su Chile natal al dictador. ¡Qué decepción! (páginas 197-198).

Ética y democracia. A lo largo de la historia no faltan ejemplos de persecución, crueldad y tortura. (...) La apatía y la aceptación de esas situaciones son la base para que se consume el fenómeno de la impunidad y para que perdure en el tiempo como una especie de gangrena que lo corrompe todo (...) Se trata no tanto de resarcir a las víctimas, lo cual es una obligación legal, sino de dotar de sentido y ética al futuro de una sociedad. Un sistema que se apoya sobre cadáveres que aún esperan justicia para descansar en paz es un sistema ilegítimo y condenado a sufrir antes o después la misma suerte. Es lo mismo que aquellos planteamientos que olvidan que la paz y la libertad duraderas nunca vienen de la mano de la violencia, sino de apoyar la legalidad (...) Impartir justicia es una exigencia que corresponde a las víctimas, pero constituye una obligación del Estado; en ello tiene mucho que ver también la sociedad, cuya demanda de respuestas no puede ceder ante ninguna presión fáctica. Si la sociedad se inhibe en esta obligación será responsable del resultado (páginas 170-171).

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