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Yo-Yo Ma y su virtuosa apuesta a la diversidad

Único. El notable chelista se presentó en el Auditorio del Sodre

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ALEXANDER LALUZ

Libertad. Este manido concepto bien podría redondear una caracterización de la primera actuación en Uruguay de Yo-Yo Ma y Kathryn Stott (piano). Libertad que, aún en lo discutible, brilló por su convicción y virtuosa traducción musical.

La oportunidad -ya fue dicho en más de una ocasión- era única: domingo 13 de junio, en el Auditorio Adela Reta del Sodre. No todos los años llega a nuestro país una figura así (sabido es: por cuestiones de costos, agendas, potencial del mercado local, etcétera, etcétera), que juega como en su propia cancha en las divisiones mayores de la interpretación de la música culta actual y detenta con llana comodidad la etiqueta consensuada de "número uno".

Y otro tanto se podría anotar sobre la británica Stott, quien mucho más que cumplir con un rol profesional, justo, de pianista acompañante, se acopló e integró a Ma y su chelo con tal soltura, notable nivel técnico, convicción interpretativa, que echó por tierra cualquier protagonismo individual para dar vida a un verdadero dúo de virtuosos (casi treinta años de proyectos compartidos y amistad tienen esas bienvenidas consecuencias: la comunicación que le basta una respiración, un mínimo gesto para alcanzar el fluido entendimiento).

En definitiva, sólo era cuestión de aprovechar una oportunidad única. Y quienes la tomaron y llegaron (ansiedad y expectativa mediante) en la noche del domingo al Auditorio del Sodre, no quedaron defraudados.

LIBERTADES. Discurrir por territorios musicales aparentemente irreconciliables es ya una (o la) nota distintiva en la carrera de Yo-Yo Ma. Un ejercicio de la libertad de escucha, reconocimiento e interpretación, por la que ha llegado casi al mismo tiempo, sin prejuicios de categorías o etiquetas genéricas infranqueables, a Bach y sus Suites para chelo (notable serie de obras que tienen ya dos sendas ediciones discográficas a cargo de Ma), las músicas tradicionales de Oriente, como a Piazzolla, Tan Dun, Bobby Mc Ferrin o Brahms.

Por eso no resulta extraño que para esta gira sudamericana, y este primer concierto en Uruguay, el programa comenzara con una suerte de "pequeña suite Americana", como él mismo la definió. Tres obras breves arregladas para chelo y piano e interpretadas como una unidad formal que lució algo forzada: la encantadora y pintoresca El oboe de Gabriel de Morricone (una de las piezas centrales de la banda sonora del film La misión, de Roland Joffé), el breve y con aires blueseros Preludio N°2 de George Gershwin, y Cristal del brasileño César Camargo Mariano, todo un referente para el jazz y la bossa nova del vecino país.

Luego de esta primera entrega, llegó el plato fuerte de esta primera parte del concierto: la notable Sonata para chelo y piano N° 1 Op. 38 de Brahms, en la que el dúo dejó bien claro que las densidades formales y complejos entramados simbólico-expresivos del romanticismo son los materiales (o medios) ideales para explotar sus virtudes interpretativas: justeza en la afinación, precisión rítmica, cuidadosa articulación de frases, atención inteligente a la yuxtaposición o superposición de climas y sonoridades. Las mismas que, también sin duda, rescataron del efecto collage postmoderno y neotonal (donde abundaban las alusiones bartokianas y hasta piazzollianas) a L, que el británico Graham Fitkin compusiera especialmente para Ma y Stott.

Y para el final, otra vez una obra hecha como medida: la conmovedora Sonata para chelo y piano Op. 19 de Rajmáninov. Un cierre que justificaba la vuelta a escena de los músicos, y en la que, sin aparatosos regodeos, recompensaron la calurosa recepción del público con dos bises, uno de ellos dedicado a Piazzolla, reafirmando a la libertad de búsqueda y creativa apropiación musical como principios artísticos.

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