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El señor del tiempo confirma su plena vigencia creativa

Eduardo Mateo. Se lanzó en CD la versión completa de "Cuerpo y alma"

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ALEXANDER LALUZ

Pocos músicos han logrado cautivar y conmover tan creativamente al tiempo como Eduardo Mateo. El disco Cuerpo y alma, de 1984, es justamente eso: el fascinante control de lo inaprensible.

Aquel trabajo, como escribe el periodista Guilherme de Alencar Pinto, "se empezó a grabar en uno de los períodos más difíciles de la vida del músico, y se completó en uno de los más felices". Y el sello argentino La Vida Lenta tuvo la atinada idea de editarlo este año en formato CD, incluyendo el arte de tapa y la lista de canciones originales, más un completo librillo con testimonios, análisis y reproducciones de documentos históricos.

Este material, que acaba de llegar a Uruguay, es una forma de ratificar la pulsión creativa única de Mateo. Y por otro lado, alimenta la buena recepción que ha tenido su música en la vecina orilla, y oficia como un buen complemento a la edición realizada por Sondor en 1995 a través de Mateo clásico Vol. 2, que dirigió Jaime Roos (en este disco, vale aclarar, se incluyó una versión diferente de La casa grande, y se sumaron grabaciones que no aparecieron en otros de sus trabajos como solista).

Cuerpo y alma fue hacia mediados de los ochenta, una suerte de registro de una transición vital y creativa. La mayoría de las canciones que allí aparecen tuvieron un largo período de gestación, lo cual permite rastrear los procesos de cambio que se dieron luego de Mateo solo bien se lame, de 1972, y de Mateo y Trasante, de 1976. En ese tiempo, el músico vivió (o padeció) desde el silencio, el anonimato, las crisis personales (con las drogas incluidas), la represión policial, hasta la exploración de caminos compositivos que, hasta el día de hoy, siguen siendo novedosos para nuestra música (y bien se podría decir que tanto para la popular como para la culta).

El proceso de grabación fue muy complicado. Comenzó en 1981 (año en que volvieron al país los hermanos Fattoruso), pero tuvo varias interrupciones, cambios en algunos criterios de producción y en la plantilla de músicos. Pero del aparente caos de esta historia (que puede repasarse en el texto de Alencar Pinto que acompaña el CD), las canciones reflejan un nivel de originalidad y exigencia técnico-expresiva notables.

La interpretación de La casa grande lleva al disco a uno de los dos momentos de mayor tensión. Sus campos armónicos se construyen con un vuelo expresionista que, más allá de su extrema complejidad, hipnotiza la audición y la disparan casi hasta límite de la imaginación. Esa tensión, que anuda métricas, acordes, melodías "incompatibles" para el manual de conservatorio, se instala desde los primeros motivos de la guitarra, el bajo de Eduardo Márquez, el piano y la batería, ambos tocados por los hermanos Fattoruso, y no da tregua hasta el final. El boliche provoca el otro punto de tensión, pero aquí con el viaje absolutamente independiente del canto y la guitarra: un verdadero desafío para el más avezado virtuoso.

La canción Cuerpo y alma, en cambio, es un tránsito más etéreo, sinuoso, por climas guitarrísticos, vocales y percusivos, en los que subyace el toque más místico del disco. Lo dedo negro, otra excepción, llega con una de las formas de recepción más inteligentes del candombe. Y en piezas como El airero (en sociedad con Pippo Spera) o Un canto para Iemanjá, Si vieras, despejan la densidad expresiva para regodearse en otras sutilezas gestadas en la delicadeza.

Esta apretada reseña, hay que reconocerlo, no hace justicia a la magnitud de esta obra. Para eso, la escucha sigue siendo el único camino posible.

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