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Ramón López, el último exponente de un oficio que se extinguió: reparador de pelotas

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Ramón López en la puerta de su negocio

HISTORIAS

Puso su negocio hace 42 años, en el que también arregla bicicletas. Además, tiene una pasión: la música.

Ramón López tiene un secreto: cómo hacer para que la última puntada, el nudo, quede en la parte de adentro de la pelota, para que, cuando se la mire terminada, no haya rastros de que por ahí pasaron dos agujas y unas manos. Para que esté perfecta.

Es un martes de noviembre a las cuatro y media de la tarde y Ramón —70 años, remera negra, pantalón deportivo que lleva arrugado por encima de las rodillas, las manos ásperas y gruesas, los ojos negros, unos dientes blancos perfectos— acomoda en la vereda, afuera de su negocio, un asiento improvisado con un tarro de pintura vacío sobre el que tiene un almohadón, lo sacude un poco y dice: “Siéntese tranquila, está limpio”. Después coloca, frente a ese asiento, otro exactamente igual pero sin el almohadón. Se sienta. Ahí, en la vereda, en la calle, es donde más trabaja.

“¿Ve?”, dice sosteniendo una pelota de fútbol entre las manos. “Para reparar una pelota hay que descoserla, sacar la cámara, arreglarla y volver a coser. Y se cose con dos agujas, como estas que están acá, ¿ve? Se utiliza un hilo sintético que previamente es encerado con cera virgen para que se deslice mejor. Y después de coser se hace el último nudo, que tiene que quedar adentro de la pelota. Eso es lo único que no cuento cómo se hace: es nuestro secreto”.

Dice “es nuestro secreto”, como si hubiese muchos como él. Sin embargo, Ramón es —o no tiene conocimiento de que haya alguien más— la única persona que arregla pelotas en Montevideo: de fútbol, de básquetbol, de voleibol, de rugby.

Las manos de Ramón López cociendo una pelota

Las manos de Ramón López cosiendo una pelota. Foto: Estefanía Leal

Su negocio está en la esquina de Maldonado y Magallanes. Se llama La clínica de la pelota y la bicicleta. Es un local de paredes rosadas y puertas de vidrio en el que se apilan estantes con herramientas, llantas y cámaras de bicicleta, frascos y pelotas. Algunas están en el piso, otras ordenadas en un mueble.

Hace 42 años que Ramón tiene su emprendimiento. Y, aunque ahora también se dedica a arreglar bicicletas, todo en esta historia tiene que ver con pelotas.

Aprender el oficio

Tenía 16 o 17 años cuando uno de sus primos le dijo que en el lugar en el que él trabajaba estaban buscando gente. Era una fábrica de pelotas, la Cinco Aros. Y él, que se pasaba los días y las tardes en la calle con sus hermanos, dijo que sí, que le venía bien para ayudar a su madre.

Eran los primeros años de la década del setenta. Hasta entonces las pelotas en Uruguay eran de cuero, marrones, cosidas, iguales. Pero un día el dueño de Cinco Aros, un tal Miguel, viajó a Europa y vio que allí había pelotas de colores y que, en vez de ser cosidas, eran pegadas. Trajo la idea para Uruguay y la suya fue la primera fábrica en hacer pelotas pegadas y de colores: de Nacionaly de Peñaroly de Danubioy de Defensor. Y fueron un éxito.

Fue con él que Ramón aprendió el oficio. Trabajaba en la parte de enmallado, donde también conoció a su esposa.

Ramón López arreglando una pelota
Ramón López arreglando una pelota. Foto: Estefanía Leal

Él explica la tarea así: “Éramos los que hacíamos la cámara de la pelota, que, en el caso de las que eran pegadas, era lo que le daba la forma, por eso era muy importante que salieran perfectas. Había que pasar un hilo hasta cubrirla completamente, ahí se bañaba con látex y así quedaba compacta. Aunque le parezca mentira, la sección más difícil de la fábrica de pelotas era el enmallado, porque no era fácil de hacer, no era fácil de aprender. Además te pagaban por pelota que hacías, pero la que salía mal te la descontaban. Tenías que tener paciencia hasta que le agarrabas la mano. Había muchas secciones, pero el enmallado era algo que nadie quería y era uno de los puestos en los que ganabas más. Es que era fácil que te quedara torcida”.

De ahí pasó por diferentes fábricas: la Covadonga, la Victoria, la Ganadora, la Cubilla y otras. Se había corrido la voz de que él era bueno enmallando y lo llamaban de todas partes. Mientras otros enmalladores hacían 20 pelotas por día, Ramón hacía diez, pero siempre le quedaban perfectas, no había fallas. Con el tiempo se especializó en pelotas profesionales: tenían que pesar entre 358 y 460 gramos, tener 78 centímetros de diámetro y una medida de aire de entre 9 y 11 libras.

La zafra, recuerda, era cuando se acercaba el Día de Reyes. Entonces, si por día hacían 100 pelotas, les pedían 200. Tanto era así que él y otros compañeros llegaron a dormir en la fábrica durante ese tiempo. “Cuanto más trabajabas más cobrabas”.

Ramón López en su negocio
Ramón López en su negocio. Foto: Estefanía Leal

Fue en una de esas fábricas que empezaron a darle las pelotas que salían con alguna falla. Él se puso un puesto en 8 de octubre, las arreglaba y las vendía. Así empezó a reparar balones. Era plena dictadura, dice, y a pesar de todo a su negocio le iba bien. Trabajó en la fábrica hasta 1978. Lo recuerda por el Mundial. “Me querían llevar a Argentina a arreglar pelotas, pero yo no quise”.

En junio de 1980 decidió abrir su negocio de reparación. Lo llamó La clínica de la pelota. Lleva 42 años y sigue.

Fue por la misma época que empezó a trabajar como músico para diferentes orquestas, algo que sostuvo hasta el 2000: “Creo que es lo que mejor hago, pero di un paso al costado, el ambiente cambió mucho”. 

La música como pasión

La vocación por la música viene de varias personas de su familia. Más allá de las pelotas y las bicicletas, cree que es lo que hace mejor. Desde la década de los 80 y hasta los primeros 2000 fue parte de varias orquestas, como Karibe con K. Cree que ahora las orquestas no son lo que eran, que la gente cambió, que ya no se respeta el valor de los músicos y por eso dio un paso al costado. Sin embargo, todavía se dedica a la composición y, cada tanto, se junta con su grupo, la SubTropical, a hacer canciones. 

Diez años después de abrir el negocio decidió empezar a arreglar bicicletas. “Arreglaba ocho pinchazos por mes y pagaba la luz, hacía unos más y pagaba el agua. Lo anexé a las pelotas como algo extra y hoy es la base de mi negocio”.

Lo que pasó en el medio fue que las pelotas empezaron a hacerse -como todo- cada vez más descartables. “Hoy hay pelotas que salen 100 pesos, te sale más barato comprar una nueva que arreglar la vieja”.

Son las cinco y media de la tarde y en la esquina de Maldonado y Magallanes hay una brisa agradable. Ramón tiene los ojos fijos en una llanta en la que está trabajando y habla de fábricas y de pelotas y de bicicletas y de música como si todo fuese parte de una misma cosa: que tuvo una compañera, Gloria, que tenía mucho oficio, que ahora hace todo tipo de arreglos menos soldaduras, que hay pelotas que se reparan con una inyección, que esas son las más fáciles, que la música le sigue gustando, que esa vocación viene de familia, que tiene un grupo con unos amigos, la SubTropical, con los que se junta cada tanto a hacer canciones, que presentó una composición suya a un concurso del Ministerio de Educación y Cultura y ganó un premio. Frena. Levanta la mirada. Espera a que pase una moto ruidosa, espera por el silencio. Entonces dice: “Nunca pensé que podía lograr una cosa así”, y sigue trabajando.

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