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El ritual bendito del dios del trueno: dos miradas del show de Nick Cave en Uruguay

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Nick Cave en el Teatro de Verano. Foto: Nicolás Pereyra

Impresiones generacionales

El australiano deslumbró el lunes en el Teatro de Verano

Nick Cave en el Teatro de Verano. Foto: Nicolás Pereyra
Por Fernán Cisnero

El ritual bendito

La primera vez que escuché a Nick Cave, creo que ya lo conté alguna vez, fue en un cassette (por lo menos en aquella época se escribía así) Sankey, con uno de los integrantes de la banda que fue telonera del show de Cave el lunes a la noche en el Teatro de Verano, Buenos Muchachos. O sea, hace más de 30 años, esa música cenagosa, tierna y a la vez irritante, era la banda de sonido de una adolescencia (ya tirando a tardía) llena de descubrimientos. Algunas de las canciones que tocó el lunes estaban aquel Sankey de sesenta, que escondía el código musical que nos estábamos inoculando. Con ese amor que se tiene por las cosas que nos acompañaron en tiempos felices, Cave se ha mantenido como una presencia y un código de amistad, por lo visto el lunes de noche, cada vez menos secreto: un Teatro de Verano repleto de gente alborozada es la prueba de eso.

Al igual que con Lou Reed en 2000, la ocasión de encontrarse con una figura así de relevante en la vida de uno, terminó empapada por un chaparrón de gotas gordas que el propio Cave había presagiado hacía un par de canciones. Ni eso paró el entusiasmo, porque nada es capaz de detener una fiesta cuando la fiesta está así de buena.

La música de Cave pasa por distintos estados y es tan emocionante ver a miles de uruguayos cantando una de sus grandes baladas, “Into My Arms”, como verlos explotar en furia punk en el coro de “City of Refugee”, o como feligreses de un extraño culto moviendo las manos con “Push the Sky Away”, un reposado final (después vendrían bises que se cerraron con la comunión de “Rings of Saturn”). Hubo, también, explosiones sonoras, muchas de ellas lideradas por el endemoniado violín de Warren Ellis, compinche de Cave y un elemento crucial en la contundencia de su show. Los Bad Seeds están juntos desde hace 30 años y aunque solo queda un miembro de los originales (el batería Thomas Wydler), esta formación tiene ya un montón de años y eso se nota.

Y por sobre todo está Cave, que es como un funebrero elegantísimo que se mueve como Jagger, se mete entre el público (terminó cantando en el medio de la platea alta) y nos soltó en la cara sus demonios interiores, con un desparpajo propio de una estrella de rock.

Lo de Nick Cave y los Bad Seeds el lunes a la noche fue uno de los más grandes recitales de rock que se han visto en mucho tiempo. Y sí, terminamos todos empapados. Y sí, terminamos todos felices.

Por belén Fourment

Nick, el dios del trueno

Nick Cave es la antítesis del Duque Blanco de Bowie. Es un Mick Jagger del rock gótico, un payaso triste, un dandy venido de otro tiempo y quizás, de otro mundo. Un poeta. Un demente. Un pianista atrevido. Una figura paternal, un galán, un mesías. Eso, un mesías, al que un montón de dedos estirados intentan tocar en un gesto de adoración sincero. Nick Cave es todo eso y fue, en Montevideo, un dios del trueno. Con la tormenta amenazando por todos los frentes del Teatro de Verano, Nick Cave controló el estado del tiempo, y la lluvia recién se descargó con llamativa violencia en el tramo final. Si un rayo nos hubiera caído a los más de 4.000 que estábamos allí cuando sonaba “Push the Sky Away”, si hubiera terminado con los miles que estirábamos las manos tratando de empujar un cielo mojado y rosa, hubiese sido un final feliz.

Pero si todo hubiese terminado cuando sonó “From Her to Eternity”, que fue apenas el quinto tema del setlist, también hubiese sido un buen final, también hubiera valido la pena. Porque Cave necesitó de unos pocos minutos para cautivarnos a todos con una presencia y una contundencia musical —¡y qué canciones!— que generaron un estado entre el éxtasis y el desconcierto: después de semejante actuación y de haber tenido ahí, enfrente, a semejante artista, ¿qué queda por ver y escuchar?

El brevísimo show de Buenos Muchachos estuvo a la altura de lo que vino después: fue un acto de profesionalismo, de humildad y de amor. En formato cuarteto, la veterana banda amplió su instrumentación, reversionó cada tema y hasta se vistió con cierta formalidad, para no desentonar con la masterclass que arrancó sobre las 22.00. Y fue una gran actuación.

Después, en esa clase magistral de rock y de entrega absoluta, una banda soberbia hizo que cada instrumento se escuchara en detalle, que cada músico demostrara todas sus habilidades, que Warren Ellis saliera de allí habiéndonos ganado el corazón. Sin embargo las miradas estuvieron siempre en Nick Cave: su presencia magnética, su constante coqueteo con el público, su pasión (sobre todo su pasión) fueron mucho. Fueron todo.

El lunes salí del Teatro de Verano con las expectativas desbordadas y con la idea de que, hasta ahora, no había entendido nada del rock. Gracias por eso, Nico Cuevas.

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