Una de las grandes películas del año. Es cierto que tenía todo para salir bien.

Está Meryl Streep en un papel exigente pero principalmente la dirección de Jonathan Demme, quien se hizo conocido con El silencio de los inocentes o Filadelfia, pero en su filmografía también están Stop Making Sense (la mejor película de rock), Totalmente salvaje, Casada con la mafia y El casamiento de Raquel. Uno reconoce a un gran director por su obra y Demme tiene una filmografía impoluta (bueno también hizo la remake de El embajador del miedo) que certifica su estatura.

Acá cuenta la historia de Riki (Streep), una mujer que se alejó de su marido y sus tres hijos para seguir sus sueños de ser una estrella de rock. Aunque tiene una banda y un boliche fijo para tocar, no es precisamente una rockstar. Cuando una hija, a la que no ve hace siglos, cae en una depresión tras una separación, es convocada a la casa de su exmarido (Kevin Kline), un empresario millonario vuelto a casar. Tiene que hacer algo que nunca hizo: dar una mano.

No es un drama, ni cerca, y si lagrimea al final, fíjese que es de alegría porque la película respira un aire sano. Busca soluciones y no se regodea en el conflicto.

Como es habitual en Demme, acá está el choque de dos mundos: uno liberal y otro acartonado. Es una idea (y también la de la familia) siempre presente en el cine multicultural, diverso y rico de Demme. Como resuelve esa oposición en la primera escena entre Kline y Streep (jugando con una simetría) es un detalle de tantos en una película maravillosa.

Riki and the Flash es un bálsamo cinematográfico. Y la confirmación de que Demme es un maestro.

Título original: Ricki and the Flash. Director: Jonathan Demme. Escrita por Diablo Cody. Fotografía: Declan Quinn. Editor: Wyatt Smith. Vestuario: Ann Roth. Con: Meryl Streep, Kevin Kline, Mamie Gummer, Rick Springfield, Audra McDonald. Estreno: 3 de agosto.

Crítica - Cine