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Genio que compartió sus miedos

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Ingmar Bergman. Foto: AFP

Aniversario

Hoy se cumplen 100 años del nacimiento de Ingmar Bergman, uno de los grandes directores del cine mundial

Uno podría tener, cuántos, 16 años, y cruzarse por primera vez con Ingmar Bergman. Podría ser en una tarde invernal en el cine ABC y en una matiné de las fuertes: un Fellini (Ensayo de orquesta) y, justo, dos Bergman (El séptimo sello y La fuente de la doncella). El cine estaría vacío a excepción de ese muchacho que podría tener 16 años y una muchacha de rulos, con la que nunca se atrevería a hablar, ni siquiera en el escaso entretiempo entre películas.

En ese entorno, resultaría difícil no sentirse impactado con Bergman (y menos, con un Fellini demasiado adulto), su blanco y negro que luego sabríamos era de sus fotógrafos, Gunnar Fisher y Sven Nykvist, su reconstrucción de una época lejanísima y una profundidad filosófica que impactaba incluso a aquel muchacho que podría tener 16 años. El cine, siempre entra por los ojos y esas películas eran una experiencia visual.

Más o menos por el mismo tiempo podría haber una clase de Luis Elbert en Cinemateca Uruguaya, un sábado tempranísimo. Allí se conocería otra dimensión de Bergman: su talento visual era utilizado para decir cosas importantes. Un ejemplo, era el sueño que tiene el profesor (que luego sabríamos era Victor Sjostrom, un director clásico sueco y una influencia en Bergman) al comienzo de Cuando huye el día, más o menos en la misma época. Era sobre los fantasmas de un anciano que repasa sus frustraciones, maldades, vergüenzas y unos logros que ve pequeños de su vida.

Convendría preguntarse qué entendía aquel joven que podría tener 16 años de esas películas. O qué podría entender cualquiera de esas historias escritas y filmadas por un sueco cuarentón que a esa altura de su vida tenía tres matrimonios, seis hijos, una obra elogiada en teatro y cine y, ya se sabía, era uno de los grandes directores de todos los tiempos. Era además, el producto de un hogar luterano, con un padre pastor de estricto protocolo de rigidez (la culpa, el castigo, la escasa recompensa) plagado de un existencialismo, un agnosticismo y un nihilismo que aquel muchacho de 16 años demoraría en aceptar.

Con esas contraindicaciones, su perecedero efecto está justifico en la universalidad de algunos de sus temas, su capacidad narrativa y ser una personalidad única de su tiempo y de la historia. Eso hace, por ejemplo, que el mundo lo haya venido recordando, en estos días por la celebración hoy, 14 de julio, de los 100 años de su nacimiento.

Bergman nació en Upsala, en el hogar de un padre de esos que se respeta con miedo y se odia con disimulo. Su infancia, todo indica, habría sido como la mostró en Fanny & Alexander, donde enseña desde los ojos de un niño un mundo perdido, más inocente, distinto, el mundo de su infancia.

Ese universo también quedó notablemente reflejado en sus dos libros de memorias, La linterna mágica e Imágenes, de indispensable lectura para entender el mundo personal y creativo del director. Están por ahí en librerías.

Ingmar Bergman
Un breve repaso a algunas imágenes de las películas de Bergman hecha por Criterion

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Su primer acercamiento al cine fue, precisamente, con una linterna mágica, un proceso ya antiguo de proyectar imágenes en movimiento. De joven participó en los movimientos de teatro juvenil en la Universidad de Estocolmo y fue a partir de una de sus obras que se vinculó al cine como guionista.

Su primera película como director fue Crisis en 1949, un melodrama sobre el reencuentro de una madre con su hija. Durante los siguientes 10 años seguiría formando un estilo que es un sincretismo original y pefecto de mucho del cine que se conocía entonces como el expresionismo alemán (las sombras en Noche de circo), el neorrealismo (en Puerto), la comedia picaresca con algo de Renoir (Sonrisas de una noche de verano) y hasta recursos inéditos (como la animación en Juventud divino tesoro). La consagración internacional (que incluyó un compartido premio especial del jurado en Cannes) de El séptimo sello, lo convirtió en una celebridad mundial en 1959. Los críticos uruguayos ya lo habían descubierto bastante antes en un orgullo nacional del que solemos hacer alarde.

Allí, además, comenzaría la segunda etapa de su carrera, conformado por películas más de cámara sobre unos suecos en general contemporáneos atormentados por sus problemas de identidad, su vínculo con Dios y la vida de pareja. En ese período están cosas como Luz de invierno (1962), El silencio (1963), Persona (1966), La hora del lobo (1967), Gritos y susurros (1972), Escenas de la vida conyugal (1975) y Cara a cara (1976), la última gran película de esa edad de oro. Problemas financieros y personales, dejaron un período errático y de expatriado (que convendría repasar) que lo mostró aún interesante y distinto con Fanny y Alexander en 1982. Aunque entonces anunció su retiro del cine para concentrarse en el teatro y la televisión, su última película fue Sarabanda de 2003. Por ahí pasaría su filmografía esencial, en la que además se repiten obsesiones y colaboradores incluyendo una troupe actoral en la que abundan las mujeres que, además, fueron parte de su vida personal.

Bergman, que ganó cuatro Oscar, moriría en su legendario refugio de la isla de Faro, el 30 de julio de 2007, el mismo día que otro grande, Michelangelo Antonioni.

Murió, seguro, sin saber su impacto en un muchacho que podría tener 16 años solo en una butaca fría de un cine ABC acompañado a lo lejos por muchacha de pelo enrulado con la que nunca se animaría a hablar y que lo atormentaría como a alguno de sus personajes. Bueno, en realidad, no tanto.

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