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"Estoy en guerra contra el apuro"

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Marcela Serrano. Foto: Darwin Borrelli
Nota a Marcela Serrano, escritora chilena, ND 20161207 foto Darwin Borrelli
Archivo El Pais

Marcela Serrano se toma un café doble y se fuma dos Marlboro en el ratito que dura una charla con El País. Es una mujer simpática, que dice adorar Montevideo, la ciudad a la que volvió para presentar La novena, su última novela.

En ella Miguel Flores que tras ser arrestado en una manifestación contra Pinochet en una escena de comedia de golpe y porrazo que es enviado a un paraje, el del título, donde se vincula con Amelia, una hacendada; ese encuentro les cambiará la vida y no necesariamente para bien. Integrante del boom de la literatura femenina de la década de 1990, ha seguido produciendo con elogios y éxito.

—Debo confesarle, hablando de una novela sobre una traición que me sentí traicionado. Creí que iba a leer una literatura femenina, dicho con todo respeto, y nada que ver. ¿Hasta qué punto le pesa ese rótulo?

—Cada vez más, mira tú que raro. Al principio lo acepté porque, bueno, era un boom y había dos escritoras en México y dos en Chile, éramos las únicas que se leían en todo el continente y terminamos encasilladas Y la crítica, que es bien misógina, aprovechó a meterlas a todas en este paquete y decir que esta literatura era femenina. Lo que no decían, pero estaba implícito, era que era liviana, puro marketing. Entonces empezamos a enojarnos porque todos leímos —desde que hemos nacido— la literatura universal, la clásica que está enteramente escrita por hombres y no hablábamos de "literatura de hombres" y podríamos haberlo hecho. Pero podíamos entender que hombre y mujer era universal. En cuanto aparecemos nosotras, dejan de ser universales.

—¿Y eso no ha cambiado?

—Ha mejorado pero hay algo implícito detrás. Y más en el caso que uno escriba mucho sobre mujeres, lo cual es absurdo porque no tendría por qué tener género la concepción de los personajes. Pero está mejor.

—Y lo otro es que cuando empieza a revelarse todo me sentí como Amelia, un poco traicionado. ¿Hay una intención tuya de que todos nos sintamos así?

—La traición solamente es comprensible en su tiempo. Éramos todos así. Bueno, yo no estaba en la lucha armada, yo era del Partido Socialista pero los que sí estaban eran de una irresponsabilidad y se usaba a la gente sistemáticamente sin tener ninguna conciencia de que era un abuso. Para ellos era natural, yo lo vi mucho.

—"Quién no fue un hijo de puta a los 20", dice Manuel, en un momento.

—El pobrecito trata de disculparse pero la verdad que eso pasó muchas veces.

—¿Hay algo suyo en Amelia?

—Sí, una cosa: el afán por el retiro, por el silencio. Esto de estar aquí, charlando contigo, después salir en televisión, no es mi opción. En lo que estoy con Amelia es en una guerra contra el apuro. Es tanto así que ni siquiera quiero juntarme con gente apurada. Te juro que me hace mal. ¿Te has fijado que todo el mundo reclama que no tiene tiempo? Yo los miro y les digo "¿Han hecho algo para cambiar eso?". Nadie hace nada pero siguen puteando. Yo quiero tener tiempo, tiempo mío, no ese que se va en banalidades.

—En La novena Amelia compara a los hombres con un pavo real y dice que a los hombres se les ve la esencia entera en un solo golpe. ¿Usted piensa igual?

—Absolutamente. Andaba escribiendo un artículo sobre por qué nosotras estábamos tan fragmentadas en roles (porque no somos nosotras, somos la madre, la hija de) y de repente estaba en la Cepal y veo un pavo real maravilloso que se tendió y de una vez ahí estaba él entero. Y dije, "pucha, eso es ser hombre". Y me dio una envidia... (ríe).

—Y en ese sentido ¿es más fácil desarrollar un personaje masculino?

—Sí, porque el mundo entero ha sido históricamente de los hombres y nosotras que no éramos partícipes, los conocemos mucho. Hemos leído toda la vida entera la literatura clásica masculina y todas lidiamos con padres, hijos y ni qué hablar maridos. Pero el canon de la literatura es tan masculino que no es difícil meterse en sus recovecos. Es más difícil al revés: cuando los hombres se quieren meter en los recovecos femeninos fallan más porque no ha sido el pensamiento oficial, y se conoce menos.

—Esta novela ha sido saludada por tener un protagonista masculino pero para mí la protagonista es Amelia, o sea la traicionada, no el traidor.

—Claro. Miguel abre las puertas para que hablen las mujeres. Un personaje masculino que se robara la novela no me había hecho sentido porque lo que me interesa es hurgar en lo que le pasa a las mujeres. Si Miguel no hubiese sido esa puerta, no lo hubiera escrito.

—Necesitaba un hombre para entrar en ese universo femenino.

—Que fuera a través de él. Si lo piensas, el punto de vista de Amelia no está, no tenemos durante la primera parte lo que ella piensa. Habla, cuenta historias pero nunca es ella la que habla.

—Miguel pasa de ser guerrillero a publicista. ¿Implica eso alguna reflexión sobre el derrotero de esa generación?

—Sí. El exilio a nosotros nos marcó mucho. Tuvimos miles de exiliados. Y fue fantástico cómo el mismo exilio fue haciendo florecer a la gente. Fue inevitable porque tuvieron que aprender otros idiomas, descubrir otros mundos, salirse del sí mismo chileno. Y eso los hizo crecer mucho y se fueron sofisticando. Era muy divertido ver volver a mis amigos del exilio. Eran otros. Miguel es un ejemplo claro de los más inteligentes que pudieron armarse un cuento interesante afuera y lo hicieron bien.

—La primera parte de La novena está llena de literatura. Hay libros, bibliotecas. ¿Por qué eligió a la escritora británica Elizabeth Gaskell como una presencia constante?

—Soy fanática de las decimonónicas, son una referencia clave al momento de una mujer que se pone a escribir. Ellas empezaron con esto. Las he leído mucho, las conozco mucho y las quiero. Son parte de mí. Y cuando me puse a recorrerlas para ver cuál iba a utilizar me dio mucha bronca lo poco que se conoce en Chile a la Gaskell: no la conocen.

—La opción más obvia hubiera sido Jane Austen.

—Obvio pero lo que pasa es que Austen es muy juguetona y no me servía para esto. En todas las entrevistas que me preguntan cuál es mi escritora favorita digo Austen, a ojos cerrados. Pero no me servía así que me tiré por el lado de las Brontë, de historias más dramáticas. Pero Gaskell es una genial testigo de su tiempo, más que leer historia hay que leerla a ella para saber cómo era la pobreza de la Revolución Industrial: feroz.

— ¿Y cuál fue el libro que le cambió a usted, la vida?

Mujercitas, sin duda. Empecé a leer y a escribir por Mujercitas. Mi padre tenía una hacienda grande en el sur y como era un excéntrico decidió que no entraba la electricidad, nada. Y ahí me pasaba cuatro meses al año. Mi padre nos tiraba esas miles de hectáreas en la onda "decidan ustedes lo que quieren hacer". No había radio, nada y ahí pesqué Mujercitas. Y empecé a escribir a los ocho directamente con la energía transmitida por la Alcott.

—Otra lectura de la novela es cómo lidia Chile con la dictadura…

—No se lidia. Muchas veces les he dicho a mis hijas que hasta que nosotros no nos muramos no va a haber ninguna posibilidad de… Estamos demasiado cruzados. A aquellos que teníamos 20, 22, 24 años, nos quitaron literalmente la vida. Yo tenía 22, me fui al exilio, no pude terminar la carrera, tuve que casarme porque tenía un novio y no podía irme con él por los papeles. Fue una vida que yo no había elegido ni por broma. Todo lo que hemos hecho de ahí para adelante ha sido determinado por la dictadura: es una marca con la que hay que morirse nomás. Por eso, en mis libros siempre va a aparecer como un marco de referencia, porque lo es permanentemente. No puedo explicar nada de mi vida sin la dictadura y eso le pasó a varias generaciones.

—¿Cómo es su rutina de escritora?

—Tengo dos rutinas. Una es cuando estoy inmersa en una novela y ahí soy de una gran disciplina y otra cuando estoy tomando apuntes que es cuando leo y anoto mucho. No soy como Vargas Llosa que se levanta a las seis de la mañana, eso ni loca. Trabajo de 10 de la mañana a tres de la tarde. Y eso porque viví mucho tiempo en México donde se almuerza a las tres de la tarde y entonces las mañanas son muy largas; es muy rico eso. Trato de no volver para descansar pero no lo logro y vuelvo. Y al otro día, antes de empezar nada corrijo lo del día anterior. Y cuando termino quedo como totalmente invadida y no puedo salir de ese mundo. Así que me invento cosas. Empecé a tejer a ver si el tejido me podía sacar, caminar, los perros. Vivo buscando actividades que me saquen de ese mundo.

—¿Cómo trabaja las estructuras de sus novelas?

—Al principio las armaba más pero cada vez improviso más. Creo más en que los personajes y la historia te lleven. Lo disfruto el doble, porque una misma se va sorprendiendo. Y los finales son siempre abruptos porque de repente los personajes me despiden y no hay que seguir ni un minuto más. Sobrecorregir es fatal. La escritura queda pastosa, pierde toda frescura. Hago tres versiones: una primera, el esqueleto. Lo dejo un tiempito para que respire; después le pongo el músculo y entre esqueleto y músculo siempre hay tres o cuatro personas a las que le pido que la lean, porque es tanto el nivel de soledad que uno quizás está haciendo una estúpida. Cuando está con músculo y hueso, la dejo reposar y ahí sí le doy una corrección.

—¿Está escribiendo algo?

—Estoy en la etapa de apuntes, pero sabes qué, la voy a tirar para adelante. Estoy cansada.

Literatura que va más allá del género.

Marcela Serrano nació en Santiago de Chile. Publicó su primera novela a los 40 años fue parte del fenómeno de la literatura femenina de la década de 1990, al que ella aportó alguno de sus mejores momentos, incluyendo Nosotras que nos queremos tanto (1991, su primera novela y un éxito instantáneo, además de darle el premio Sor Juana Inés de la Cruz), Para que no me olvides (1993), Antigua vida mía (1995), El albergue de las mujeres tristes (1997), entre otras. Ha demostrado que su literatura iba más allá de cualquier boom o moda, manteniendo una producción constante y elogiada incluyendo Lo que está en mi corazón, finalista del Premio Planeta. Algunas de sus novelas han sido adaptadas al cine, pero con poca fortuna.

Una geografía que obliga a la globalización.

Chile está viviendo un boom cultural. El cine, por ejemplo, triunfa en festivales y hasta sus directores llegan a Hollywood. ¿A qué se debe eso?

—Por fin nos pusimos las pilas con el cine. Y se está escribiendo mucho también. ¿Tendrá que ver con que nos globalizamos tanto? Piensa geográficamente en Chile: somos largos y salvajemente angostos y si miramos para allá está la cordillera y miras para el otro lado y está el mar. Quizás por eso necesitamos más que otros países globalizarnos porque estamos muy apretados y eso nos da un espíritu insular de mirarnos a nosotros mismos. Me da la impresión que a un chileno le hace muy bien salir aunque sea mentalmente, y estar al tanto de otros mundos y otras vidas porque si no se hace insoportable: esa geografía te agobia. Tendemos a botar a todo el mundo para fuera. Chile es el país más monstruoso con su propia gente que te puedas imaginar. A la Gabriela Mistral le dieron primero el Nobel antes que el Premio Nacional, para que te hagas una idea. Isabel Allende postuló 20 años antes que se lo dieran. No es un país que reconoce a su gente. Todo lo contrario.

El eterno femenino de una imaginativa pintora
Marcela Serrano. Foto: Darwin Borrelli

MARCELA SERRANOFERNÁN CISNERO

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