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Dibujos como mapas de travesía

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Exposición Guillermo Fernández. Foto: Gabriel Rodríguez

Guillermo Fernández

La travesía de un maestro estará en el MNAV hasta el 28 de enero

Da la impresión de que Guillermo Fernández era un dibujante compulsivo. Las 30 libretas de artista que se reparten entre las vitrinas de las salas 3 y 4 del Museo Nacional de Artes Visuales son prueba de ello y demuestran el interés del artista uruguayo por investigar, entender, probar, para luego plasmar en los cuadros finales. “Guillermo Fernández -que murió en enero de 2007 a los 78 años-, ocupa un lugar muy especial en la segunda mitad del siglo XX por su investigación plástica, con una cultura muy amplia, especialmente histórica y literaria, además de su análisis práctico”, le contó a El País María Eugenia Grau, curadora de la exposición La travesía de un maestro que va hasta el 28 de enero y que puede visitarse de martes a domingos de 14.00 a 19.00. Hay aire acondicionado así que es un buen refugio para un fin de semana de calor.

Otra señal de que su lápiz no podía parar es la colección de más de 130 dibujos para Saltoncito que en la muestra resultan en un circuito de imágenes muy interesante. En 1971, lo invitaron para ilustrar la novela corta del escritor Paco Espínola, por quien además Fernández sentía genuina admiración y a quien retrató en más de una ocasión. Pero crear al sapo del libro no fue cosa de un día para el otro. Al artista le llevó su tiempo: “Trató de comprender al personaje y por eso surgen imágenes como la que muestra a Espínola rezongando al sapito. Mete al autor en la ficción mientras genera la construcción del personaje que se va humanizando cada vez más”, explica Grau. “Se involucró tanto con el tema que había cajas y cajas, e incluso llegó a estudiar caligrafía oriental para aplicar en estas obras”, agrega.

Exposición Guillermo Fernández. Foto: Gabriel Rodríguez
De la colección "Saltoncito", para el libro de Paco Espínola. Foto: Gabriel Rodríguez

A partir de este archivo surge también el libro Guillermo Fernández ilustra Saltoncito de Paco Espínola. Publicado en noviembre, es la primera obra lanzada por la editorial independiente Hecatombe.

Fernández no trajo de la cuna la inclinación por el arte. No tuvo padres ni abuelos artistas y su familia lo miró de costado cuando en lugar de seguir el camino de lo seguro y con un trabajo rentable económicamente prefirió “ser pintor de cuadros”, cuenta su hermana Lola en el catálogo de la exposición. “Era un mundo desconocido para ellos y sonaba un poco a extravagancia”.

Habrá que agradecerle a su tío, el historiador dibujante y coleccionista Fernández Saldaña, que supo ver que su sobrino desde la escuela no paraba de dibujar y ya cuando estaba en sexto año, logró que un dibujo suyo se publicara en El Día.

Además Fernández no se detuvo. Primero tomó clases con Alceu Ribeiro, después pasó por el taller de Torres García y cuando quiso ver aquellos que fueron sus docentes se convirtieron en colegas y amigos y fundó su propio taller. Y es tan grande la importancia, señala Grau, que todavía persiste en la memoria de muchos de sus alumnos que confesaron que lo siguen extrañando. Fue el caso de las artistas María Mascaró y Lilian Madfes que no solo aportaron su testimonio, sino que prestaron las libretas que usaron en el taller para dejar constancia de los métodos, de las temáticas y de que Fernández fue, ante todo, un maestro que volcó toda su inclinación a la docencia para enseñar arte.

Exposición Guillermo Fernández. Foto: Gabriel Rodríguez
Retrato de Juana de Ibarbourou realizado por Guillermo Fernández. Foto: Gabriel Rodríguez

La premisa del taller fue la misma que guió su obra. Una convergencia que iba desde el estudio de diferentes estilos artísticos - el barroco, por ejemplo, llamó particularmente su atención, y la estructura que heredó del Torres García estaba muy presente-, al diálogo con otras disciplinas como la historia, el psicoanálisis. Para Grau “terminó siendo un lugar integral, con base en la enseñanza artística, pero con una gran carga de socialización para los alumnos”.

A los bocetos en las vitrinas, la curadora sumó otra curiosidad gracias a la colaboración de Lola y el hijo de Fernández, Fermín; después de todo la exposición se desprende del acervo familiar. Las libretas en las que el maestro escribía sin parar, desde fragmentos de literatura, a preocupaciones, cartas sin destinatario, soliloquios, planes de clase. “Había un documento, que para la exposición no encontramos, en el que escribió más de 50 nombres para perros, vacas y gatos. Se divertía, su mente no paraba”.

El retrato de Juana de Ibarbourou, dispuesto junto a los bocetos para enseñar el proceso de trabajo, más el de Delmira Agustini, los muchos de Paco Espínola, y los de Juan Carlos Onetti, con quien se sentía tan en sintonía que escribía frases de El pozo en dibujos, son solo una etapa del artista que se expone en el Museo Nacional y que se complementa, como en una línea del tiempo, con las obras que surgieron cuando fue alumno del taller Torres García, con sus pinturas de animales - entre los que está el “Lechuzón” con mirada que impacta -, con sus naturalezas muertas y con los proyectos en papel que después se transformaron en murales como el gigantesco que tantas veces no se ve en la esquina de 18 de Julio y Requena.

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