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Teatro para educar y enseñar

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Foto: Archivo El País.

Su debut en las tablas fue en una obra infantil: Fernando Amaral hacía de payaso en Candelita y sus amigos. Jamás perdió la inocencia con la que actuaba para sus vecinos en las noches de apagón.Acorta las ocho horas al saltar del escritorio y hacer un acting para sus compañeros de oficina. La mirada del público adulto lo inquieta muchísimo pero no se pone nervioso si actúa para los más chicos. Dirigió Anina (2015) y apenas volvió a picarle el bichito Alicia Dogliotti y Federico Roca le acercaron Verónica Princesa. Va todos los días de vacaciones de julio en La Alianza a las 16:30. Su plan es convencer a Diego Soto para que lleve la obra teatral Inquina a la pantalla grande, y así volver a protagonizar en cine.

—Actuaste en El viaje del barquito de papel, Pinocho, Manuelita ¿adónde vas?, El libro de la selva, ¿cómo es el ojo del niño espectador?

—Mi primera experiencia en el escenario fue haciendo teatro para niños en el 96. Hicimos Candelita y sus amigos, dirigidos por Rocío Villamil, mi maestra de teatro. Era muy divertida. Yo hacía de payaso. No fue un gran éxito de público pero así empecé a foguearme como actor. El público infantil es muy exigente. Sentís en seguida si le gusta o no, si se ríe, si se quiere ir.

—¿Y eso cómo lo vivís vos?

—Me encanta. He escuchado niños diciendo, mamá, vámonos. Son las reglas del juego. Y me divierte. No quiere decir que esté mal la obra. El espectador infantil es muy diverso: a uno le divierten más las canciones, a otro que aparezcan payasos, animalitos o personas.

—¿Te pone más o menos tenso que hacer teatro para adultos?

—Nunca me puso nervioso hacer teatro para niños. Me siento mucho más relajado porque la prioridad es divertir. Arranco desde una sonrisa, me divierto con mis compañeros en el escenario y con los niños. Siempre estás rompiendo la cuarta pared y dialogando con los niños. Me fascina. Estoy dejando de hacerlo por un tema de edad.

—¿Descartás volver a subirte a las tablas para actuar en obras de teatro infantil?

—Estoy dejándolo. Este es el último año de Manuelita, ¿adónde vas? y voy a estar. Hace siete años que la hacemos y es un exitazo. Me cansa de bailar y cantar, pero va más allá. Siento que ya estoy mayor para hacer esto. Está bueno darle la oportunidad a gente joven para que puedan foguearse. Me gusta mucho dirigir teatro para niños. Lo hice con Anina y fue un éxito a nivel de público, ganamos el Florencio a Mejor Dirección, y estuvimos de gira por Uruguay. Me picó el bichito de volver a dirigir, Federico Roca y Alicia Dogliotti me alcanzaron Verónica Princesa, la leí y me encantó. Soy de los que cree que el teatro para niños tiene que tener un contenido más allá de la diversión. Los niños tienen que empezar a escuchar hablar sobre temas que pasan en el mundo e importan.

—¿Qué mensaje tenía Verónica Princesa que te interesaba dar?

—Verónica está enojada con su madre y su hada madrina que es zapatera la invita a conocer el mundo de los cuentos a través de los zapatos de las princesas. Ella idolatra a Cenicienta, La Bella Durmiente, y se da cuenta de que a la larga son mujeres normales y que no tienen nada para idolatrar. Entonces percibe el valor de esa heroína que es su madre y lo que significa ponerse en el lugar de ella. La obra reivindica las relaciones familiares, el hablar y sentarse a conversar.

—¿Qué le decís a tus actores sobre la mirada del público infantil?

—Primero que ellos son uno más. El actor que está arriba del escenario haciendo teatro infantil se tiene que poner del lado del niño que está jugando, en vez de decir, tengo el poder, escuchá lo que voy contarte. Tiene que hablarles de igual a igual y ser casi un niño más que se divierte y relata una historia de paso.

—¿Hacés el ejercicio de conectar con tu infancia cuando te proponés dirigir un texto para chicos?

—Sí, cuando actúo y cuando dirijo. Cuando dirijo me pasa algo muy lindo: me pongo como un niño travieso. Me voy de los límites de lo que dice el texto. Con Verónica Princesa me puse a jugar desde mi rol de director y también con los actores. Los hice hacer cosas divertidas y disparatadas. Me coloco desde punto de vista de un niño que hace sus travesuras con la obra.

—¿Pensás en ese niño que fuiste y actuaba para los vecinos cuando había apagones en el barrio?

—Ese niño por suerte está siempre. Sigo haciendo payasadas para divertir. En mi trabajo de ocho horas estoy sentado frente a la computadora y de golpe me mando un acting o hago un chiste para hacer más amena la tarde.

—¿Te llevás bien con el niño que fuiste?

—Fui niño en los 70 y me doy cuenta de que me hubiera gustado divertirme más. Iba al colegio José Pedro Varela, con uniforme, muy formal. Me hubiera gustado haber ido a la escuela pública. Tuve muchos límites desde la escuela, no de mis padres. Añoro esa posibilidad de haber sido más de salir corriendo a jugar a la mancha en medio de un recreo.

—En Verónica Princesa la protagonista viaja a través de los cuentos de hadas, ¿te gustaban a vos?

—Sí, yo leo mucho desde siempre. De golpe te leía El Quijote de la mancha y La Odisea: cosas ridículas para un niño. Tenía una fascinación por leer. De eso aprendí mucho.

—Te toca volver a dirigir un obra infantil, ¿qué aprendiste con el musical Anina?, ¿qué cosas corregiste de esa primera experiencia?

—No busqué correcciones porque son dos casos totalmente diferentes. Anina fue un musical, teníamos ocho actores en escena, cuatro bailarines, canto en vivo, micrófonos. Nos la jugamos con algo muy grande. La escenografía, el vestuario y las pelucas queríamos que fueran idénticos a la estética de la película. Fue una inversión económica y de pienso gigantesca. Esta vez tenía claro que no quería eso. Sabía que Verónica Princesa era más chiquito porque quería algo más íntimo. Me ofrecieron la sala grande de la Alianza y yo preferí la chica por la intimidad que se maneja en la relación de la madre y la hija, Verónica jugando y yéndose hacia los cuentos. No sé si aprendí o modifiqué algo. Lo visualicé totalmente diferente. Cantan en vivo pero sin micrófono. Puse música un vivo que Anina no tenía. Fue mucho más casero y pequeño. Estoy muy contento porque hice dos obras totalmente diferentes.

—¿En qué te fijás como director para encarar al público infantil?, ¿hay algo a lo que le prestes especial atención?

—Sí, la estética y el lenguaje. El niño de hoy está muy bombardeado por el cine, los juegos electrónicos, Youtube, los celulares. Están invadidos con zombies en 3D. Tenés que ser consciente de que ya no sirven determinados códigos. Tiene que haber una realidad. Soy muy cuidadoso del vestuario, la escenografía: no hago una obra con dos trapitos y un palito. Tenemos que jugar que lo que está pasando sucede de verdad. Entonces tiene que aparecer la reina con su mejor vestido y su mejor peluca. Me fijo mucho en eso. El lenguaje es importante. No es el que usa un niño al día de hoy, pero prefiero que sea uno correctivo y no recurrir a las malas palabras. Me gusta educar desde el lenguaje.

—Como actor has querido estar a toda costa en ciertos proyectos. En Norberto apenas tarde (Daniel Hendler, 2012) no te importaba si eras árbol o protagonista, lo mismo en Inquina (Diego Soto, 2016). Llamaste a los directores para que contaran contigo, ¿qué te dicen los actores cuando los convocás?

—Me están pasando cosas maravillosas. Hay dos actores más jovencitos (Rodrigo Caballero y Marcelo Conde) en Verónica Princesa que vienen y me agradecen, pah, trabajar contigo, que sos un señor del teatro. ¿De dónde salió que soy un señor del teatro? Eso me enorgullece y me pone muy contento. Cuando hice Anina también recibí elogios muy lindos.

—Has dicho que te encantaría volver a hacer un protagónico en cine pero es muy difícil, ¿tuviste novedades?

—Por ahora no. Estoy empujando a Diego Soto para hacer la obra teatral Inquina en cine más adelante. Tenemos una idea pero todavía está a años luz. Nos tenemos que juntar y ver qué sale.

El eterno femenino de una imaginativa pintora
Foto: Archivo El País.

PREMISA AMARAL

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