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La cocina de un dandy

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Sergio Puglia

Sergio Puglia descubrió cuando era un niño que la comida podía cambiar el mundo. Desde entonces se dedicó a masticar conocimiento. Sus cuentos gastronómicos y su curiosidad terminaron por convertir al chef en un fenómeno de los medios de comunicación ¿Puede un cocinero aprovecharse del apetito ajeno para conseguir lo que desea?

La casa de Sergio Puglia es limpia y ordenada como la cocina de un restaurante de lujo. Las botellas de refrescos se sirven con servilletas anudadas en sus cuellos, para cubrir el plástico. Los vasos se apoyan sobre bandejas. Sus dos mascotas tienen prohibido pisar el fino piso de parquet del living, que además está cubierto por alfombras mullidas que enredan las patas de las doce sillas que rodean la mesa en la que cada semana come junto a sus amigos. También hay un tigre convertido en alfombra, con la boca abierta y los ojos abiertos, como si estuviera a punto de atacar a quien le camine por encima.
El más popular de los cocineros se mueve entre botellones de cristal, candelabros de vidrio, y butacas tapizadas con elegantes telas de terciopelo como si fuera incapaz de cometer un acto de torpeza y arruinar la perfecta organización de sus excesos: decenas de artesanías, libros y vajillas que lleva años coleccionando y expone en el hogar como una proyección de su opulencia.

La cocina es reluciente y moderna, parecida a una de las escenografías que arman en los estudios de televisión donde trabaja. Frente a la mesada de acero brillante hay un plasma empotrado en la pared, colocado a la altura ideal para que quien tenga las manos en la masa apenas deba alzar la vista para ver la programación. Una mucama de impecable uniforme negro sigue los pasos de su patrón y se adelanta a sus pedidos, prendiendo las luces, colocando las asaderas, sosteniendo a una de las perras en brazos para que no moleste: nada en esta casa parece estar dispuesto al azar.

Sergio Puglia descubrió cuando era un niño que la comida podía cambiar el mundo, pero tuvo que viajar y estudiar en Salzburgo para confirmar lo que ya sospechaba en Montevideo. Esta vez, prepara unas tartaletas rellenas con queso de cabra, panceta cruda y crema de leche, mientras explica que la parte que más disfruta de la comida es estudiar su origen y las repercusiones políticas de los manjares que obsesionaron al hombre.

Para este cocinero un buen bocado se saborea mejor si se sabe todo acerca de el. A unos pasos del horno, señala los libros de antropología gastronómica que estudia sin descanso: Un festín en palabras, La seducción secreta: psicología del olfato, Gran cocina navarra, El atlas del vino, Historia de la gastronomía, El café espresso: la ciencia de la calidad. Sergio Puglia conoce la historia de cada alimento que se lleva a la boca. Sabe que el azúcar fue el más sangriento de los condimentos porque su explotación generó la esclavitud, el éxito del imperio británico y la cólera de Napoleón. Sabe que los canelones se consideran un plato típico de Cataluña aunque nacieron en Italia, pero que el comercio constante entre ambas regiones llevó a que una dama noble se instalara en Barcelona con un cocinero italiano que cubría la carne con esta masa rectangular. Sabe quién inventó la receta del quiche que ahora está preparando, cómo mezcló los ingredientes y por qué se transformó en un símbolo de Francia.

Su colección de literatura culinaria está repartida en dos bibliotecas, porque compra dos ejemplares de cada libro para evitar preocuparse si se le estropea uno en la cocina.
Su colección de literatura culinaria está repartida en dos bibliotecas, porque compra dos ejemplares de cada libro para evitar preocuparse si se le estropea uno en la cocina.

Si somos lo que comemos, Sergio Puglia mastica conocimiento a diario, y cuando su vida parecía destinada a una sala de cocina, sus exquisitos cuentos lo convirtieron en un narrador oral que sedujo a la audiencia radial y televisiva, y en el único chef que usó su talento para que un presidente, con el estómago lleno y el corazón contento, no dudara en responder sus preguntas frente a una cámara.

¿Puede un cocinero aprovecharse del apetito ajeno para conseguir lo que desea? ¿A qué estamos dispuestos cuando se nos hace agua la boca?

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Si nadie lo observara, si pudiera ser realmente libre, este chef solo comería pastas. Pero ahora está haciendo dieta e ignora el aroma a queso parmesano apenas quemado que se enfría impunemente bajo sus narices. La historia que cuenta esta vez es la suya, mientras acuna a Oriana, una pincher de 15 años que tose y tiembla por la vejez, y a la que le habla como si fuera una vieja amiga y una hija malcriada.

A Sergio Puglia lo educaron para que creciera siendo un erudito del buen gusto: su familia lo convirtió, aun antes de que supiera leer y escribir, en un hedonista. La habilidad para mezclar sabores la heredó de las mujeres que lo criaron, por eso le gusta decir que si un hombre puede hacerse cargo de una cocina es porque hubo una mujer que le enseñó a comer. En una casa antigua de la calle Rivera y Joaquín Requena, esta familia pasaba el día en torno al fogón. Ahí se comía, se charlaba, se cosía, se estudiaba y se miraba televisión. En uno de sus recuerdos más viejos, se vislumbra sentado en una pelela, dejándose envolver por los aromas de las comidas en el fuego hasta perder la noción del tiempo.

La madre, las tías y las abuelas, armaron para el niño un universo con olor a fragancias, a carnes condimentadas, a fruta recién cortada, a colonia de lavanda, a jabón inglés, a baños con espuma y a ropa limpia. Era un dandy en miniatura que iba al hipódromo vestido de jockey, que se lucía actuando en los festivales de la escuela, dominaba el inglés, que aprendió a catar vinos sentado en las rodillas de su padrino, y pasaba el tiempo leyendo revistas importadas que mostraban a color la vida de las estrellas del cine, de la música y del teatro europeo. Bajo una cueva que armaba con frazadas, escuchaba la radio con una tía que le explicaba el jazz, el blues y el pop, y quienes eran Frank Sinatra, Nina Simone y Ella Fitzgerald.

Estas costumbres fueron como semillas que germinaron hasta tomar forma en un joven sensible a los olores, melómano, cinéfilo y hambriento, que quería convertirse en un abogado para ejercer la noble tarea de mantener el orden que asegura la buena convivencia. De haber podido, hubiera cuidado las normas institucionales con la misma dedicación con la que conserva la frescura de los alimentos. Pero ejercer el derecho cuando el país vivía una dictadura era una incoherencia que recién aceptó en el segundo año de estudios. Entonces dejó todo para irse a un instituto de enseñanza gastronómico en Salzburgo, la cuna de Mozart y de la patisserie.

Su vida empezaba a parecerse a la de las revistas que coleccionaba durante su infancia.

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En su primer día de trabajo en una cocina, le pidieron que limpiara sartenes y ollas con la destreza necesaria para quitar los restos de comida sin rayar el instrumento. Pero el fregadero estaba muy cerca del suelo, pasó una semana con dolor en la cintura y pensó que ese trabajo era horrible. Al día siguiente la tarea fue lavar espinacas y acelgas, y pensó que era ridículo haber estudiado tanto para pasar la jornada con las manos enjabonadas. Al tercer día peló papas y las cortó en rodajas, y empezó a sentir que formaba parte de una cadena de trabajo, que integraba un equipo, y que no importaba qué le tocaba hacer porque dentro de esa habitación él era un hombre feliz.

—Vos podés tener el título de chef pero para ocupar ese puesto tienen que pasar años. En Uruguay, por ejemplo, me dijeron que esa no era una profesión, que nunca iba a conseguir trabajo, entonces me fui a Argentina.

De acuerdo a una tradición familiar de inmigrantes italianos y españoles, Sergio Puglia acumula todo tipo de comidas en una despensa que ocupa una pared entera de su casa. Para saborear el verdadero gusto de los alimentos, desde hace 15 años come sin sal y sin azúcar.
De acuerdo a una tradición familiar de inmigrantes italianos y españoles, Sergio Puglia acumula todo tipo de comidas en una despensa que ocupa una pared entera de su casa. Para saborear el verdadero gusto de los alimentos, desde hace 15 años come sin sal y sin azúcar.

En su primeros meses trabajando en una cocina, Puglia apeló a dos de sus virtudes: la paciencia y la atención, pero no pudo controlar la verborragia. Tanta curiosidad gustó, y una noche el chef le entregó el mando de la cuchara, le señaló un risotto a medio hacer y le dijo: "Termínelo usted". Solo esa vez probó el arroz, porque tuvo miedo de equivocarse.

En Buenos Aires fue telefonista y gerenció dos hoteles con éxito, hizo amistad con personajes de la farándula y del espectáculo, pero siempre volvía a Montevideo, hasta que una vez llegó para quedarse, estuvo a cargo de restaurantes ajenos, tuvo dos propios, fundó el primer instituto de educación gastronómica (ITHU), dio clases, intentó reunir a sus colegas en una asociación (pero no lo logró), y dejó las mesadas para desarrollar su faceta periodística, una que empezó hace 34 años, tímidamente, con nervios, como algo de paso, pero que terminó por ocuparlo casi por completo. Para varios de sus colegas, Sergio Puglia es uno de los grandes fenómenos de los medios de comunicación.

Alicia Magariños, una de las chefs más cotizadas, antigua alumna y su mano derecha, dice que es un profesional con el que siempre hay que estar alerta porque le exige a los otros tanto como a sí mismo. Entre las ollas, entre sus muebles lujosos, en la cabecera de la mesa de su programa de televisión, Sergio Puglia parece tener todo bajo control. Cuando habla de sus pasiones el cuerpo se le llena de emoción y aumenta su tamaño. La voz sale disparada desde sus entrañas, ágil, precisa, pavoneándose con palabras en francés, en italiano y en inglés, pero se quiebra si se trata de tocar asuntos que preferiría no recordar.

El cocinero mediático cree que su peor defecto es no poder olvidar ni los dolores ni las puñaladas, y cuando dice esto su rostro se vuelve tierno, los ojos se le mojan y la boca se paraliza en una sonrisa triste. Cualquier rasgo de exuberancia, soberbia o egocentrismo desaparece. Consciente de su flaqueza, esconde las lágrimas refugiándose detrás del hocico esquelético de su perra.

Si Sergio Puglia le debe algo a alguien, es a su padrino, un español republicano que llegó a Montevideo con 18 años y los bolsillos vacíos. En Mallorca, cuando el barco comenzó a alejarse del puerto, le lanzó a sus padres un pañuelo donde estaban los únicos ahorros de la familia, que nunca más volvió a ver. En Uruguay, trabajó en bares y dormía sobre la misma barra en la que durante el día servía tragos y platos de comida. Pero juntó dinero, hizo una fortuna, fundó Casa de Galicia, y le transmitió a su ahijado los secretos para convertirse en un verdadero caballero español (aunque Puglia siempre se comportó como uno italiano). Pagó su educación y lo incentivó a que estudiara gastronomía. A cambio le pidió que cumpliera con dos promesas: no pisar Europa hasta que Franco muriera y, ese día, brindar con el mejor champagne francés.

—Cocinar para el otro es un acto de amor y de dedicación. Yo nunca pude cocinar para mi padrino porque mientras fui estudiante él se enfermó de alzheimer y empezó a olvidarlo todo. Lo único que hacía era reclamar mi presencia y yo volví cada vez que me llamó. Fue el artífice de lo que soy.

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Todo lo que sabe lo aprendió en la cocina, por eso le cuesta mantenerse alejado de una. Cuando la televisión le quitó tiempo, cocinó cada día para miles de televidentes. Cuando abandonó los restaurantes, aprovechó las visitas de sus amigos para usar el traje de chef y deleitarlos.

Sergio Puglia junto a Oriana, una de sus dos perras.
Sergio Puglia junto a Oriana, una de sus dos perras.

Quienes lo conocen dicen que lo primero que hace cuando uno habla con él es observar las muñecas de las personas en busca de relojes. El cocinero culto adora observar el funcionamiento de esta joya masculina, le apasiona tanto que tiene más de ochenta, y sin embargo todos los días usa el mismo.

—Yo necesito tener por las dudas. Así como colecciono mermeladas, tés, pastas italianas, discos de música y ópera, películas y libros, y guardo todas las fotos que me saqué en mi vida, yo necesito tener relojes.

Para un cocinero esta obsesión es perfectamente lógica. Si lo que permite apreciar la diferencia entre un bife angosto y uno ancho, entre un corte de lomo, peceto o picaña, es la temperatura y el tiempo de cocción, si un buen risotto debe comerse con el arroz duro y la pasta jamás puede estar blanda, adueñarse de la estructura del tiempo es la materia prima esencial de este tipo de artista. El arte culinario tiene mucho de riesgo y de intuición, pero sobre todo se trata de control y de perfección.

—Los uruguayos somos muy complicados: desconfiamos de que exista una gastronomía nacional (que la hay, y soy uno de sus primeros defensores) pero cuando viajamos queremos comer en el mundo lo mismo que en nuestras casas. Cuando uno viaja debe entregarse a la comida del lugar, probar de todo, hasta la comida de la calle, porque eso forma parte de la cultura y hay que conocerlo para comprenderla y respetarla.

—¿Entonces los uruguayos comemos mal?

—Pésimo.

Aunque Sergio Puglia vive rodeado de lujos, uno de sus mayores placeres es oler la cáscara de un melón. Ir a las cuatro de la mañana a los mercados y elegir pescado fresco: "El secreto es que la carne esté dura, que no tenga olor fuerte, y que los ojos sean perfectos, brillantes", dice arqueando los brazos y colocando sus manos en el centro del cuerpo, uniendo la punta de cada dedo índice con la del pulgar.

Cuando conduce de lunes a viernes en radio Sarandí Al pan pan, o recibe cada sábado en Canal 10 a sus invitados de Puglia invita, también piensa en relojes, porque el timing de un programa debe ser el mismo que uno mantiene en la cocina, y porque a la audiencia hay que tratarla como a clientes que si no están conformes, pueden devolver el plato.

Así lo explica: "El riesgo y el examen diario es idéntico".

Sergio Puglia se ha puesto igual de nervioso al preparar un platillo especial que cuando le toca entrevistar a un político, "porque la política forma parte de mi vida cotidiana, yo sé todo de los políticos porque leo constantemente sobre ellos, me fascinan y quiero saber qué opinan sobre cada tema".

En la televisión, como esta mañana en su casa, presta atención a las preguntas y se olvida de la comida. Es casi imposible verlo comer en vivo y en directo.

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Ahora que cumplió 66 quiere empezar una vida nueva. Idea un programa televisivo y se apronta para hacerse cargo de la cocina del Centro de Convenciones que se inaugurará en Punta del Este. El miembro más viejo de la Asociación Gastronómica del Uruguay (creada finalmente por varios chefs que fueron sus alumnos), planea casarse y vender el apartamento de Punta Carretas para instalarse en una chacra rodeado de naturaleza, con su pareja Horacio y sus dos perras.

Su casa está llena de libros, revistas, películas y discos, que mantiene organizados por orden alfabético en un mueble.
Su casa está llena de libros, revistas, películas y discos, que mantiene organizados por orden alfabético en un mueble.

—¿Por qué te querés casar?

                                                                                                                                                                                                                                                       —Porque ahora mi país me lo permite, porque estoy al lado de una persona que me ha dado lo mejor de sí, y porque creo que es el último gran amor de mi vida.

—¿Tuviste grandes amores?

—Tuve -dice sonrojado-, pero siempre fui demasiado libre para vivir, mi primer acto de libertad fue a los 17, cuando dejé la casa de mi familia porque quería depender únicamente de mí mismo. Pero ningún amor de los que tuve fue como este, que está signado por la paz y el afecto.

—¿Te hubiera gustado tener hijos?

—No. Soy totalmente sincero: no me creo capaz de soportar la responsabilidad de criar a alguien. Pero aunque mantengo una distancia con los niños, soy como un imán para ellos.

Hace una semana recibió más de 600 mensajes en Twitter felicitándolo por su Premio Iris a la Trayectoria. Dice que hay uno que lo hizo llorar: el de una mujer que le aseguró que aprendió a escribir copiando sus recetas de la pantalla de televisión.

—¿Ves? Eso es lo que a mí me emociona, saber que estuve de esa manera en la vida de tantos niños y jóvenes, y es ahí cuando digo que tuve la suerte de haber podido sembrar en otras generaciones. Yo sé que soy un afortunado y agradezco por eso.

La casa de Sergio Puglia se parece a una de esas de famosos que muestran las revistas argentinas, y él se sienta con elegancia en el centro de cada habitación, orgulloso de lucir sus desbordes con tal buen gusto. En el escritorio donde prepara las entrevistas, el cuero de una vaca hace de alfombra y una pared está cubierta de discos organizados alfabéticamente. En una repisa hay fotos que lo muestran abrazado a Mirtha Legrand, a Susana Giménez, a Liza Minnelli. En el fondo hay un jardín con un jacuzzi y una estatua de Buda.

En uno de sus viajes Sergio Puglia fue a China y la gente en la calle se acercaba corriendo y le frotaba la panza sin pedirle permiso, porque en Asia la gordura es algo bueno, es sinónimo de bienestar y de alegría. Cuenta que se quedaba callado y se dejaba tocar, tal vez bastante divertido imaginando que un poco de la suerte que ha tenido podría ser contagiosa.

El eterno femenino de una imaginativa pintora
Sergio Puglia

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