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La vida sin desperdicio

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Para Gigou, "los friganos manejan la idea de que con su acción pueden cambiar el mundo". Foto: M. Bonjour.
Nota por gente que come con alimentos en buen estado tirados a la basura en Mvdeo., ND 20160107, foto Marcelo Bonjour
Archivo El Pais

Los montevideanos tiraron 325.975 toneladas de basura en 2015. Si se le suman los desechos industriales, la cifra asciende a más de 800 mil toneladas. Ante este consumo “exacerbado”, y siguiendo la tendencia europea, hay uruguayos que optan por reutilizar los desperdicios, incluso para comer.

En la heladera de un frigano cabe de todo, hasta basura. Entran los tomates machucados, las manzanas arenosas y la albahaca sin olor. Hay lugar para tantos colores como los alimentos que encuentre, asegurando así una dieta balanceada. Eduardo lo sabe.

Es jueves y hay feria en Bartolito Mitre, en Pocitos. A la hora en que los verduleros levantan los puestos, aparece él con su bici tuneada. Llega con gotas de sudor en la frente porque pedaleó los 14 kilómetros que separan al mercado callejero de su casa en Bella Italia. Con mirada curiosa y de viejo conocedor, empieza a revisar las frutas y verduras que quedaron tiradas, esas que los vecinos no quisieron comprar. Toma un durazno, lo huele. Todavía no tiene el hedor que desprenden los alimentos en descomposición. Le quita el machucón, lo prueba y concluye que está en condiciones. Hace lo mismo con las zanahorias, las hojas de remolacha —salvo con las que están amarillentas, porque como buen entendido que es, sabe que esas están oxidadas— y las berenjenas. Hay muchas berenjenas. Demasiadas. Tendrá que pensar en una receta especial.

De regreso enjuaga la mercadería, le quita las partes "desagradables" y la pone a refrigerar. Entra a Internet y encuentra la receta del Baba Ganoush, un paté libanés en base a berenjenas. Resulta curioso que quien acaba de volver de "mendigar" en la feria esté googleando en busca de opciones culinarias. Más inverosímil aún es que la noche anterior se haya fijado en su Google Map a qué feria podía ir ese jueves.

Eduardo Correa (37) se define como un "indigente aparente", pero admite que la expresión correcta es frigano, del inglés "freegan", un término que alude a los activistas anticonsumo. Son personas que ven hasta en la basura la posibilidad de gastar y contaminar menos. Eduardo comenzó a experimentar el friganismo en 2004 y desde entonces ha desembolsado lo mínimo para comprar ropa o comida.

Es una cuestión de filosofía de vida, dice, de ser "consecuente" con la idea que practica desde que era estudiante en Bellas Artes. Tan personal es su opción que ni siquiera tiene una estimación de cuántos uruguayos siguen esta línea. Solo conoce a sus otros cuatro compañeros del colectivo Hungry Artist Foundation —una movida artística con reciclaje que no necesariamente implica alimentarse de desechos— y a "alguna que otra persona con ideas libertarias", cercanas al anarquismo.

El movimiento anticonsumo nuclea a unos tres millones de activistas en el mundo, según estimaciones de Adam Weissman, el neoyorquino que fundó la primera comunidad frigana en la década de 1990. En los países desarrollados es donde hay más adeptos, en parte por el "alto nivel de consumo" y en parte "porque allí se suele racionalizar más todo", explica el antropólogo uruguayo Nicolás Guigou. Tanto es así que en Europa "algunos supermercados dejan los alimentos en un contenedor en la calle poco antes de la fecha de vencimiento", señala Eduardo. En Uruguay la realidad es bien distinta.

Cada vez que frena con su bicicleta cerca de un tacho de basura, a Eduardo le llueven miradas de desconcierto y prejuicios. Como si tuviese un sentido especial, sabe captar cuándo un producto que queda al costado de un contenedor le puede ser útil. Ante la duda, prefiere no llevar nada. En la feria hay verduleros que, sin decírselo, le transmiten la idea de que les está "quitando el trabajo". Y los más allegados lo rezongan: ¡con la comida no se juega!.

"Me preguntan por qué no gasto unos pesos más en comprar comida y yo me pregunto por qué esas personas no gastan unos pesos menos en alimentos procesados industrialmente, con riesgo bacteriológico y uso de conservantes", plantea. Para Eduardo, el consumismo es una especie de enfermedad que aparenta "desembocar en la destrucción del mundo". Pero ya no siente dolor por la situación; está "resignado".

El grado de consumismo de los uruguayos fue tema de conversación hace un mes en las redes sociales. El presidente de OSE, Milton Machado, dijo en Canal 4 que hay que ser "cuidadoso" en el uso de "jacuzzi, lavarropas y con todos esos elementos electrodomésticos que son una comodidad y confort para la vida". Y disparó la polémica.

La adhesión de Eduardo a esta filosofía no es una cuestión partidaria. Varios jóvenes como él tomaron con entusiasmo los discursos antisistema de José Mujica y su imagen del presidente más pobre, pero también advirtieron que el cambio profundo va en cada uno. "Es gente que maneja la idea, ilusoria, de que con su acción puede cambiar el mundo", explica Guigou. "Tiene que ver con una cuestión etaria y de nivel socioeconómico. Por lo general son universitarios".

En la facultad Eduardo conoció al hijo de un verdulero, quien le explicó que hay frutas que se ponen a la venta, otras que se desechan y otras que los propios feriantes se llevan para sus casas. Le contó que él estaba empezando a evitar el consumo excesivo y lo motivó a que probara seguir sus pasos. Por entonces Eduardo había perdido a sus dos padres en el lapso de un año. "Si bien la mía no era una familia pobre, estaba muy basada en los ingresos de mis viejos", recuerda. Como no quería renunciar al sueño de ser artista, optó por combinar una necesidad material del momento con una búsqueda más filosófica. Y con los años lo segundo desplazó a lo primero.

"Hay datos objetivos que hacen que la hiperinflación de consumo estalle por distintos lados", advierte el antropólogo. "En el centro de Oslo no se podrá circular más en auto, en las grandes universidades los profesores viajan en bici... la gente está harta". En el mundo hay más ropa que personas. "Contamina la producción y el propio exceso", agrega. Solo en Montevideo, cada habitante tira un kilo de basura al día. En 2015 los residuos domiciliarios se elevaron a 325.975 toneladas, y si se les suma el desperdicio industrial, supera las 800 mil.

Límites.

Un año fue vegetariano y al siguiente vegano, pero empezó a sentir la falta de proteína en el cuerpo. Por eso Eduardo no le esquiva a la carne y es uno de los pocos productos que acepta comprar fresco en el supermercado. Tampoco renunció a adquirir una computadora portátil, clave para su trabajo en videoarte. Este ingreso le permite darse esos pequeños "lujos". Eso sí: sabe que si el día de mañana tiene la "necesidad" de un trabajo estable, de ocho horas, deberá renunciar a la idea de hurgar en las ferias a primeras horas de la tarde.

Ya le pasó una vez, cuando consiguió un trabajo en el teatro de un shopping. Ahí entendió que el centro comercial funciona como "un circo". Recuerda que veía en las vidrieras "zapatos de $ 2.000" y que "la gente se compraba otro par, aun teniendo un calzado en buen estado, como si fuera un fetichismo".

Eduardo prefiere usar la ropa que le donan o que encuentra alrededor de los contenedores de basura, porque jamás mete la cabeza dentro. "Ese es el infierno, allí las cosas se pudren". Su vida no tiene desperdicio, pero su filosofía tiene límites.

El revivir de una filosofía que ya tiene historia.

Cuenta la historia que el rey Luis XIV, una vez al mes, autorizaba a la plebe a ingresar a las cosechas y llevarse todo aquello que quedara tirado en el suelo. A 11 kilómetros de Francia, y tres siglos después, Eduardo Correa descree que una medida así sea aplicable en Uruguay. Pero no se desanima. Opta por una alternativa al sistema, al menos en pequeños hechos cotidianos. Cuando no tiene para comprarse una pasta de dientes, sustituye el producto con bicarbonato de sodio. En lugar de un gran surtido en el supermercado, toma las sobras que quedan al cierre de las ferias y acompaña las comidas con el pan industrial —vencido— que algunos desechan al costado de los contenedores de basura. "Por los propios químicos no acumulan hongos", asegura. Es que este uruguayo frigano —bajo este nombre se conocen a los activistas anticonsumo— no concibe los precios de algo tan básico como los alimentos. Menos aún que se "tire la producción al mar para no disparar el precio".

Comunidades con ideas "antisistema".

La ruta 109, esa que pasa por Aiguá y Rocha, es la columna vertebral. A ambos lados nacieron más de 100 comunidades alternativas en la última década. Si bien la mayoría no se identifica con el friganismo, comparten las ideas "antisistema". Algunas vienen acompañadas de nociones esotéricas, otras de una filosofía ecologista. Hay construcciones en barro, plantación de alimentos orgánicos, no se usan fertilizantes y los productos —incluso el agua— se reciclan.

"Todo este movimiento, muy New Age, tiene un parecido a las comunidades socialistas y anarquistas de principios del siglo XX", explica el antropólogo Nicolás Guigou. Pero, a diferencia de aquellos "experimentos, las nuevas formas antisistema no buscan expandirse y contagiar".

Puede que la retracción se deba al temor por ser mal vistos. Puede que sean conscientes de que "no están descubriendo la pólvora". Pero lo más seguro son sus "visiones apocalípticas. "Piensan que no vale la pena porque todo se va al diablo", según Guigou.

Entonces, ¿por qué estos uruguayos optan por un estilo de vida alternativo? "Los seres humanos nunca pensaron solo en lo necesario, hasta los indios confeccionaban sus instrumentos musicales, su ropa, su arte", dice el antropólogo. "El problema actual es la innovación permanente: uno compra un celular nuevo y a los pocos meses lo cambia por otro; una heladera no dura más de cinco años, los electrodomésticos están hechos para durar lo mínimo… ya no existe la loza duradera de la abuela".

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Para Gigou, "los friganos manejan la idea de que con su acción pueden cambiar el mundo". Foto: M. Bonjour.

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