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Trabajo sexual en pandemia: entre el absurdo y la supervivencia

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La defensa de la prostituta rechaza la decisión del juez. Foto: AFP

LA PROSTITUCIÓN SE REINVENTA

Para adaptarse al nuevo escenario, las trabajadoras sexuales VIP ofrecen servicios virtuales. Pero en el interior profundo, con el cierre de las whiskerías, las más vulnerables no tienen alternativas.

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No hay una dimensión de lo conocido que la pandemia no haya cambiado. Ni siquiera el sexo. El distanciamiento social y el cierre de las whiskerías y casas de masajes hizo que una buena parte de las trabajadoras sexuales se encontrara sin ingresos de un día al otro. Pero como la demanda no cesa, las que pueden, se reinventan.

Una de las páginas donde se publicitan las trabajadoras sexuales anuncia una novedad: “¡A partir de hoy muchas chicas cuentan con el servicio de videollamadas!”. Casi todas las publicaciones incluyen el servicio a distancia: “Si prefieres quedarte en tu casa, hago webcam y Skype, previo pago”; “Videollamadas por WhatsApp, te llamo pero girame plata por redes de cobranza”. Estos son algunos ejemplos.

No obstante, el distanciamiento social no impide los encuentros: “Pedimos por favor que venga con tapaboca así nos cuidamos entre todos”, dice uno de los avisos, que por 500 pesos y a una distancia prudencial ofrece al cliente ver a una pareja teniendo sexo.

Alice —nombre ficticio— se considera pionera en vender la experiencia sexual a través de una videollamada desde que empezó la crisis sanitaria. Ofrece sus servicios en los avisos clasificados y en internet: “Si te interesa el tema virtual dada la situación que vivimos, sería a través de un colectivo Abitab”, anuncia. Tiene 37 años y se dedica al trabajo sexual desde hace cinco.

Es una de las 12.583 trabajadoras sexuales registradas en el Ministerio del Interior, según datos de Policía Científica. A ese número se le suman 844 que figuran como “otros” en el registro. En total, según la cartera, hay 13.427 personas ejerciendo la prostitución en Uruguay.

Alice ofrece sexo “completo y abierto” y se especializa en el cambio de roles —una técnica en la que ella hace de él—. Atiende solo a hombres mayores de 30 años y de buen nivel económico, dice. Solo a veces recibe a hombres en sus veintes, según cómo la hayan tratado por teléfono y qué servicio le hayan pedido. Si los más jóvenes le piden un cambio de roles, significa que son más maduros que el resto, “que tienen otra visión de la vida”, cuenta Alice. “Con ellos se puede conversar y seguramente sean más respetuosos que el resto de los de su edad”, asegura.

Ahora, los clientes que optan por el encuentro virtual suelen estar dentro de la población de riesgo: mayores de 60 años que prefieren quedarse en sus casas, señala Alice. El servicio funciona así: el cliente deposita el dinero en un colectivo Abitab, y de esa manera no queda registro de ningún dato de él ni de ella. Él le envía la foto del ticket por WhatsApp y agendan el encuentro, que dura una media hora. Sin embargo, esta nueva manera de relacionarse no reemplaza el encuentro tradicional, por el que optan los más jóvenes.

En ese caso, el primer contacto es el teléfono. “¿Viajaste?” pregunta ella. Cuando el cliente pasa ese filtro y agendan la cita, Alice activa una especie de burocracia de la higiene que estableció para cuidarse sin dejar de trabajar. El protocolo, según cuenta, es así:

El hombre llega y deja los zapatos en la puerta. Ella le alcanza un termómetro. Si registra menos de 37,5° de temperatura, le proporciona un jabón y le pide que se dé una ducha. Cuando sale, le ofrece alcohol en gel, tapabocas y guantes. “Siempre a distancia”, dice.

¿Pero cómo es posible una relación sexual tan aséptica, un encuentro tan estéril, más parecido a una cirugía en un hospital que al sexo? “Como yo te digo, es un público especial, entonces la atención es más bien de espaldas. Por eso no hay tanto contacto como en una relación tradicional”, cuenta Alice. Dice que ellos no se oponen al tapabocas ni a los guantes, porque al fin y al cabo, tampoco quieren exponerse tanto. Cuando el servicio termina, Alice hace una limpieza profunda con hipoclorito, desde el piso del baño hasta los pestillos de la puerta. Y así se cuida, o al menos, quiere creer que se cuida.

Vitaminas.

Florencia camina por un pasillo húmedo y verde, en un barrio húmedo y gris. Roza la buzonera del edificio y cae al piso una factura de alquiler. “No pasa nada”, dice. Mientras abre la puerta de su apartamento pide perdón por el olor a agua jane, es que se acaba de ir un cliente. La cortina que separa el estar de la cocina también es verde. Todo en la pieza parece verde, salvo la luz roja y tenue que sale del cuarto. Desde el otro lado de la cortina, Florencia prepara té y lo sirve en dos tazas. Una delata su nombre verdadero encerrado en un corazón junto con el de un hombre. Esa es la taza que elige para ella. Abre un paquete de masitas, no deja de hablar del agua jane. Ahora todo tiene sabor a agua jane.

Florencia tiene 35 años y cuenta que empezó a ejercer este trabajo “de grande”. Recién divorciada, sin techo ni familia, entró al submundo de la prostitución a través de un volante de una whiskería que encontró en la calle, mientras vendía en una feria lo poco que le quedó tras la separación. Lo que sucedió desde ese día hasta el momento del té es otra historia.

Cuando llegó el coronavirus pensó en dejar de recibir clientes, cerrar su puerta durante un tiempo para cuidarse, “mirar la tele y engordar un poco”, pero hizo cuentas y lo que tenía ahorrado no le alcanzaba para tomarse una licencia.

“Al principio (en marzo) bajó la demanda, ahora no. También bajó cuando en el noticiero decían que había fallecido alguien. Al otro día yo lo sentía, me llamaban menos. Después ya no”, cuenta. El número de clientes volvió a la “normalidad” desde hace un par de semanas. Debido al arancel que cobra, suelen llamarla empresarios, profesionales, “hombres de familia”, dice Florencia. Admite que eso le da seguridad en términos de higiene, aunque sabe que es una falsa seguridad.

Llegan a su puerta con tapabocas y usan alcohol en gel. Ella les ofrece darse una ducha, pero no mucho más. Tomar recaudos excesivos sería en vano; su servicio es distinto al de Alice. Para ella el contacto es inevitable. Aunque su casa emane olor agua jane hasta de las paredes, sabe que igual se está exponiendo, pero no ve otra opción. No puede dejar de ofrecerles lo que ella llama “un refugio”.

En paralelo a la decisión de seguir trabajando, dejó de escuchar tanto el informativo. Ya no ve casi televisión. “Sí escucho a los médicos, me gusta escuchar a los científicos”, cuenta. Agarra de la mesa una caja de pastillas de vitamina C y la agita: “La compré hoy. Leí en internet a una médica que recomendaba tomarlas”, dice.

También leyó a una psicóloga que hablaba de “no venirse abajo, estar de buen humor”. Cuando el humor no le alcanza, prende inciensos. “Me aferro a eso, y a dormir bien y comer bien. Mantener limpio, desinfectar todo el tiempo… Más que eso, ¿qué puedo hacer?” se pregunta Florencia. “Nada”, se responde. “Si me llegara a agarrar el virus cerraré hasta curarme y ya está”, sentencia.

La pandemia frustró su objetivo del año: dejar la prostitución. Pero tiene paciencia. Todos los días, cuando abre la puerta, en lugar de ver a un hombre confiesa que ve los billetes que van a pagar las facturas. Tiene paciencia. También cuando recibe a clientes que no le gustan, y cuando le piden fantasías retorcidas que prefiere no repetir.

Adelante de la cortina verde y sobre la cuerda floja en la que sabe que camina, Florencia augura su propia “nueva normalidad”:

“Va a llegar la época en la que voy a dejar esto. Voy a salir a bailar, cambiarme el pelo, voy a encontrarme bailando, conociendo a alguien, siendo mamá, teniendo una familia y olvidándome de todo”.

La otra cara.

Para las trabajadoras de la calle, el alcohol en gel y los guantes de látex no son elementos de la vida cotidiana. Menos aún un apartamento en el que recibir clientes. Hay localidades del interior donde la demanda desapareció por completo, advierte Karina Núñez, activista por los derechos de las trabajadoras sexuales y referente de la Organización de Trabajadoras Sexuales (Otras).

La realidad en el interior profundo es opuesta a la de la capital. No hay ejecutivos que paguen en dólares ni trabajadoras sexuales que puedan ejercer la prostitución de manera independiente.

Núñez —que hace énfasis en que representa a “las trabajadoras que no tienen ‘fiolo’ ni pertenecen a redes de trata—, explica que los únicos lugares de referencia en el interior suelen ser las whiskerías, que por orden municipal tuvieron que cerrar. Y agrega: “Nuestro trabajo se paga con lo que otros ganan trabajando. Es obvio que entre pagar luz y agua, o acceder a satisfacción sexual momentánea, el hombre va preferir asegurarse su entorno”, dice. Por eso, la seguridad económica de la mayoría de las trabajadoras desapareció.

Pero hay otro factor: el trabajo sexual no es ajeno a la informalidad que puso de manifiesto esta crisis. Hasta noviembre del año pasado, de aquella cifra de 13.427 trabajadores, solo había 85 registrados como monotributistas, según datos del BPS. Son miles y miles los que trabajan en la informalidad.

Florencia manifiesta que “hay muchos obstáculos para ser monotributista”; Alice dice que en este escenario prefiere guardar todo el dinero, y en un futuro, si la situación mejora, considerará aportar. Dentro de ese universo de trabajadoras informales, Núñez señala que hay cerca de 700 que se encuentran en situación de “enorme vulnerabilidad” y necesitan ser asistidas.

A fines de marzo, el colectivo Otras difundió un formulario para ubicar a las mujeres más necesitadas y obtener información sobre su situación. Esos datos, de 651 mujeres en total, fueron elevados al Ministerio de Desarrollo Social (Mides) a modo de solicitar algún tipo de ayuda. Según señala Núñez, el ministerio resolvió atender a 276 trabajadoras a través de la duplicación del monto de la Tarjeta Uruguay Social (TUS) y canastas de alimentos.

Núñez afirma que el resto de las trabajadoras no fueron incluidas en los beneficios porque conviven con una persona que ya tiene la tarjeta o porque algún integrante de su familia cobra algún tipo de asignación. “Se les dice que se les va a gestionar entrevista para que las visiten, pero las van a encontrar muertas de hambre. Si no fuera por las ollas populares, el colectivo Abitab o las donaciones, no tienen nada”, denuncia la activista. Quienes más le preocupan son las trabajadoras mayores que no llegan a la edad jubilatoria y las extranjeras sin residencia uruguaya.

Para Andrea Tuana, integrante de la Red Uruguaya contra la Violencia Doméstica y Sexual y directora de la ONG El Paso, lo central es la seguridad alimenticia. Dice que para una persona cuyos ingresos son cero, lo que brinda la tarjeta del Mides no alcanza.

En concreto, Tuana manifiesta que hay un riesgo real de que esta población no pueda acceder ni siquiera a la comida. Plantea que la solución óptima sería “una transferencia económica de un sueldo mínimo”, tal como propuso el Pit-Cnt en su momento.

Sobrevivir.

Del otro lado del teléfono suena el llanto del bebé de Andrea, trabajadora sexual de Canelones. Es una de las miles que trabajaba en la calle y se vio obligada a dejarla. No fue por miedo a enfermarse ella misma, sino porque vive con su madre, que está dentro de la población de riesgo. Como es madre soltera, solía trabajar durante el día para poder cuidar a su hija en la noche. Pero con la emergencia sanitaria vino el encierro y la incertidumbre.

Andrea cuenta que cuando se difundió el formulario de Otras tenía el celular roto, por eso no se enteró de la convocatoria y no pudo acceder a ningún beneficio. La ayuda que recibe del Estado es a través de la tarjeta del Mides, aunque casi todo el saldo se le va en pañales, cuenta. Además, está en contacto con Núñez, que hace unos días le proporcionó una canasta. Otra de las fuentes de ayuda que recibe es a través de una organización trans a la que pertenece su hermana, que también es trabajadora sexual.

A pesar de todo, Andrea reconoce que el Mides “tiene muchísima gente para atender”, y es consciente de que su situación se repite en todo el país. Pero no hay palabras de agradecimiento que disimulen la incertidumbre de su voz.

en alerta

Informe anual de Estados Unidos advierte sobre trata en Uruguay

El aumento del desempleo y el cierre de los lugares habilitados para ejercer el trabajo sexual son tierra fértil para la explotación. A principios de abril, un comunicado de la ONU advertía que las víctimas de explotación o tráfico de personas “corren un gran riesgo frente al coronavirus porque viven o trabajan en entornos que podrían exponerlos sin que cuenten con la protección necesaria”. Por otro lado, el informe sobre trata de personas que elabora Estados Unidos año a año, colocó a Uruguay en “nivel 2” a fines del año pasado. Esto quiere decir que el gobierno “no cumplió totalmente con las normas mínimas para la eliminación de la trata de personas, pero está tomando importantes medidas para lograrlo”. Sin embargo, advierten que “los intentos de enjuiciar y condenar a presuntos tratantes fueron insuficientes”, que no se condenó a ningún tratante por segundo año consecutivo, y que el gobierno “solo ha condenado a cinco tratantes en los últimos seis años".

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