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Los rusos de San Javier: a 13.288 kilómetros de Moscú, así sigue la guerra la pequeña colonia en Uruguay

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Colonia rusa San Javier, en Río Negro. Foto: Daniel Rojas / Archivo El País

CRÓNICA

En un rincón de Río Negro, un pueblo de descendientes rusos sigue la guerra con atención. Temen que la imagen del pueblo se vea afectada; reivindican sus raíces y aprovechan para promover el turismo.

Leonardo Martínez se detiene en una página del diario sanducero El Telégrafo y lee: “Nos embarga una profunda emoción de estar en este lugar, en estos momentos, donde hace 100 años desembarcaron nuestros abuelos, los fundadores de San Javier”. Así empieza el discurso que pronunció el 27 de julio de 2013 con mismo orgullo con el que ahora lo recuerda.

—Me emocioné de tal manera… Uno se hace el duro, pero se quiebra.

Martínez Porro Gayvoronsky, nieto de inmigrantes rusos y responsable de la oficina de turismo de San Javier, Río Negro, guarda en carpetas cada recorte de diario que menciona al pueblo. Los ordena por década desde su fundación. Este “museíto”, como lo llama él, es una pieza construida en el fondo de su casa donde instaló su escritorio y se rodeó de las antigüedades, libros y documentos históricos que consiguió a lo largo de los años. La historia de cada objeto y de cada documento va hilvanando una historia mayor, la que él quiere contar: la de la inmigración, la de los abuelos rusos, la de San Javier.

El pueblo, a 367 kilómetros de Montevideo y 13.288 de Moscú, está paralizado en este mediodía de carnaval. Las persianas bajas atajan el sol que calienta. Se acerca la hora de la siesta. Lo único que se mueve son dos funcionarios municipales que acondicionan la letra “S” de “San Javier” en el parque que da al río Uruguay. También hay autos, dos o tres, que estacionan frente al restaurante Zdorovie: el único restaurante ruso en todo el país, dice su dueño, Oscar Malarov Urivsky.

En la puerta, un pizarrón de dos metros anuncia lo que se puede encontrar: shashlik, vareniky, piroj, vodka, souvenirs. Adentro todo es blanco, rojo y azul. El lugar es cálido, con un techo bajo que ya tiene 100 años, como toda la construcción. Malarov atiende a los clientes y junto a su esposa elaboran el menú.

El televisor pasa una danza clásica rusa a todo volumen hasta que un comensal, productor de la zona, pide ver el informativo. Ahora Carlos de Pena, desde el aeropuerto, cuenta su travesía. “Nunca más vuelvo a Ucrania”. Siguen las noticias: un millón de refugiados salieron de Ucrania en una semana.

Periodistas de una agencia internacional de noticias almuerzan a dos mesas de la nuestra. Maralov confirma que San Javier llamó la atención de la prensa en cuanto se desató la guerra. No le extraña. Es más: la atención de la prensa puede ser una buena forma de promocionar todo lo que San Javier tiene para ofrecer.

Vestido con una camisa tradicional rusa, el dueño, mozo y chef cierra el restaurante a las 14 —hora en la que el pueblo duerme— mientras cuenta que las recetas de los platos que sirven vienen de familia, y que fue su bisabuela Eudosia, nacida en Vorónezh, una ciudad rusa cercana al Donbás, la que pisó tierra uruguaya y sentó raíces en San Javier unos años después de que llegaran los fundadores.

Oscar Malarov Urivsky, propietario de Zdorovie, único restaurante ruso del país.
Oscar Malarov Urivsky, propietario de Zdorovie, único restaurante ruso del país.

Maralov no sabe ruso y se lamenta. “En la dictadura había tanto miedo que el ruso dejó de hablarse y costó —cuesta— recuperar el idioma”, dice. Hace unos años, en el marco de un proyecto de la Embajada de Rusia, se incluyó el idioma en la escuela de San Javier. A largo plazo se pensaba en una escuela bilingüe, con el ruso como segunda lengua. El plan duró dos años y cayó. Desde entonces, vienen profesores particulares de vez en cuando. Los sanjavierinos más veteranos ven con tristeza cómo el idioma empieza a ser algo lejano.

Pese a no hablarlo, Maralov igual recuerda con precisión las conversaciones de las abuelas en la fila de la panadería. Era un ruso “sanjavierino”, dice. Las diversas nacionalidades, todas eslavas, hacía que se mezclaran los idiomas. Al ruso, ucraniano y polaco se sumaba el español. “Era como un dialecto, una mezcla de algo que para nosotros era todo lo mismo”. Mientras habla, un flash informativo vuelve a las imágenes de edificios colapsados.

¿Cómo ve el conflicto un descendiente de inmigrantes rusos?

—Esto no debería pasar. Un gobierno con tanto poder en el siglo XXI tiene posibilidad de negociar de forma pacífica. Y yo no lo veo como que Rusia está invadiendo Ucrania, lo veo como una cuestión de políticos con ciertos intereses que provocan esto. Y es el pueblo el que paga.

En la tele nombran las sanciones a Rusia: las empresas van desde Apple a Disney.

—No es correcto decirlo así, pero yo lo veo como una guerra civil entre hermanos. Nosotros somos rusos, ucranianos, polacos… Nuestros abuelos venían de la tierra del Zar, donde eran perseguidos. No había divisiones. Geopolíticamente todo fue cambiando, pero para nosotros decir ruso o decir ucraniano es lo mismo.

El alcalde: "La guerra me llevó a leer más"

El alcalde nacionalista Washington Laco no es ruso ni descendiente, pero nació y se crió en la zona rural de San Javier; hizo la escuela rural y después el liceo en el pueblo. Si tiene que definirlo, la primera palabra en la que piensa es “tranquilidad”. La quietud en la calle y las bicicletas sin candado le dan la razón. “Es un pueblo que mantiene las costumbres. A las dos de la tarde cierra todo y se duerme la siesta. Más tarde vuelven a abrir los comercios, a la hora del mate”. Si algo le da orgullo es la familiaridad del pueblo. Sabe que en las ciudades “uno tiene un vecino durante años y no sabe ni quién es”. En San Javier, como en cualquier pueblito del interior, el sentido de comunidad es algo que todos luchan por preservar.

Más allá de estas características típicas de un paraje rural, San Javier tiene un diferencial. Laco no es ajeno a la cercanía que siente el pueblo respecto a la guerra en Ucrania. “En lo personal, me ha llevado a leer más, a buscar un poco más de la historia sobre el origen de estas confrontaciones. Ahora, en este caso puntual, a uno le interesa más conocer el por qué de la guerra”, dice el alcalde.

Un moscovita en el pueblo.

Lo rubio y lo alto no llaman la atención en San Javier, por eso Maralov me avisa que el joven que fuma en la mesa de afuera es ruso y se llama Vladimir. En el restaurante funciona un bar por la noche y es él quien prepara los tragos. Hace dos años, Vladimir recorría Latinoamérica con Brasil como destino definitivo, pero la pandemia lo encontró en Uruguay y acá está, esperando que las horas pasen, que se haga la noche, que se haga el día siguiente y el siguiente y en poco tiempo poder irse a Brasil.

—What do you want to know?

Vladimir habla algo de inglés y un español mezclado con portugués. Y responde lo que quiero saber:

—Algunos ucranianos se sienten rusos pero la mayoría no. La mayoría quiere estar con la Unión Europea. Lo que está pasando ahora no tiene sentido. Que Rusia haya ayudado durante ocho años a los separatistas no tiene sentido, y que ahora invada Kiev y toda Ucrania… Todo es una locura.

¿Cómo viven la guerra tu familia y tus conocidos?

—Hay mucho miedo en Rusia. Encarcelan a los que se manifiestan. Encarcelaron niños por llevar pancartas contra la guerra. En Rusia ni siquiera se usa la palabra “guerra” en los medios.

Vladimir tiene sentimientos encontrados: impotencia por estar a miles de kilómetros y no poder hacer nada, pero algo de alivio al estar lejos. No volvería a su país. Al menos no por ahora.

—Si estuviera en Moscú estaría protestando. Pero no quiero volver.

Se cansa de mezclar el inglés con el español y va a buscar el celular. Abre el traductor y habla cómodo en su idioma una frase larga. Me muestra la pantalla: “Putin firmó una ley que establece que si ayudo informando o traduciendo algo para Ucrania se me consideraría un traidor a la patria y por esto puedo obtener 15 años de prisión. Si comunico o apoyo la posición de Ucrania y se enteran, me encarcelarán. Consideran toda esta locura como una traición”.

Abre WhatsApp y vuelve a mostrarme la pantalla. Un periodista español, amigo suyo, le pidió que tradujera para él dos documentos con información sobre soldados rusos. “Lo siento, amigo, no puedo ayudarte”, respondió Vladimir. Los documentos no tenían información relevante, me cuenta. Aún así, no se arriesga.

¿Cómo creés que se puede parar todo esto?

—No se puede parar. No hay fin. Cuando Putin empieza a hacer algo, no para.

Vladimir mira a la calle Basilio Lubkov y fuma. Un perro viejo cruza frente a nosotros, por si se nos olvidó en qué país estábamos.

La identidad.

Introdujeron el girasol. Levantaron el primer molino aceitero. Construyeron la primera escuela pública de la zona, a la que concurrían unos 150 niños que ni siquiera hablaban español a aprender sobre el país en el que entonces vivían. La historia de San Javier está llena de primeras veces. Carmen, una vecina de 65 años, nieta de rusos, recuerda una muy particular:

—El abuelo era carpintero y asmático. El polvillo de la madera lo hizo desistir de la carpintería y se fue a la isla La Paloma. Ahí hizo su colmena y trabajó y trabajó… Y fue el primer hombre que usó un tanque de oxígeno acá. Fue ya para morir, pero el primer tanque de oxígeno lo usó él.

Carmen, vecina de San Javier, nieta de inmigrantes rusos.
Carmen, vecina de San Javier, nieta de inmigrantes rusos.

Carmen vive con su marido en el terreno que compró su “baba” (abuela) al llegar de Rusia en la década de 1920. En el predio hay dos casas: la suya y la de su madre. Me hace pasar a la de la madre, saca un baúl de fotos, cientos de fotos, las divide, me da la mitad y emprendemos una búsqueda: la foto de su abuela.

No sé cómo era ella ni cómo es la foto, pero busco igual. El olor a papel viejo se hace más intenso mientras más desparramamos las fotos sobre la mesa. Carmen me dice que no entiende nada de la guerra, que es horrible que vayan gurises a luchar, que ¡¿otra vez Rusia en guerra?!, que mirá, esta es mi sobrina bailando kalinka, que en los tiempos de antes eran todos hermanos, que su abuelo era polaco y su madre era rusa.

La foto de la abuela no está. Sí la del abuelo. Un hombre en blanco y negro en el zaguán de una casa; alto, de traje y sombrero, erguido e impasible. Carmen se da por satisfecha y vuelve a sentarse en el frente de su casa con su marido.

Leonardo Martínez tiene cientos de fotos como esa en los recortes de diarios viejos que guarda. En una de ellas está su abuelo, de traje y sombrero, en una página tan vieja que parece a punto de desintegrarse. Desde hace un tiempo optó por guardar el diario entero en lugar de recortes, pensando en que alguien como él, dentro de 50 años, repasará cada noticia del pueblo y tendrá además el contexto de cada una. Martínez pasa las páginas, cierra una carpeta y abre otra década. ¿Cuántas veces habrá leído estos recortes?

Leonardo Martínez, responsable de la oficina de turismo, tiene en su casa un pequeño museo donde guarda antigüedades, diarios y documentos relacionados al pueblo.
Leonardo Martínez, responsable de la oficina de turismo, tiene en su casa un pequeño museo donde guarda antigüedades, diarios y documentos relacionados al pueblo.

A veces el pueblo es el título y a veces es un recuadro en una esquina. Me cuenta que leyó el archivo del diario El Telégrafo desde 1910 en adelante, porque leer la prensa en cierta forma es leer la historia. Para él, cada noticia que guarda tiene el mismo valor. Por ejemplo:

Ministerio de Turismo seleccionó a San Javier para una muestra de la Organización Mundial de Turismo.
Reparación de calles de San Javier.
Pandemia: en lugar de 500 llegaron 60 turistas a San Javier.
Un vecino de San Javier filmó un Aguaraguazú.

De adolescente, Martínez trabajó en la radio del pueblo. Pasaba música tropical en la tarde, “en un programa bien dicharachero”. Con el tiempo asumió más responsabilidades y le ofrecieron trabajar en la mañana. “¿Será que la música tropical la escuchan en la mañana?”, le preguntó a su padre. “De música tropical, ¡nada!”, le respondió.

Su padre seleccionaba los tangos y le daba pie para hacer comentarios al aire. Y una de esas mañanas tuvo una idea que despertó en Martínez la curiosidad que lo llevó a construir ese museo personal empapado de la memoria de un pueblo: “¿Por qué no te ponés a hablar de historia?”. Así, la suya propia empezó a escribirse sola.

Dice Martínez que el programa cautivó a los más veteranos del pueblo, que incluso le llevaban fotos, documentos, diarios. Todo tenía algo de Rusia. A ellos les gustaba recordar el pasado, y a Martínez, conocerlo. Así se fue construyendo el imaginario de una nación lejana en tiempo y espacio, en un pueblo donde cada esquina remite a ella.

Leonardo Martínez guarda cientos de recortes de diario que mencionan al pueblo.
Martínez guarda cientos de recortes de diario donde se menciona al pueblo.

—El sentimiento de lo que está pasando es encontrado —dice Martínez—. Si bien uno tiene a Rusia como la tierra de sus ancestros y le agarró cierto cariño por eso, en el tema bélico te das contra la pared. Los conflictos internos dentro de Ucrania, que vienen desde hace tiempo, no le dan la potestad a Rusia, pese a que algunos se sientan rusos, de correr el alambrado y decir “esto es Rusia”.

Tanto Martínez como el resto de los vecinos de San Javier son cautelosos al dar su opinión sobre esta invasión rusa. Muy cautelosos. Piensan la respuesta y en todos los casos hablan de historia. La respuesta nunca es corta y nunca es tajante. Salvo en una cosa: todos condenan la guerra, eso sí.

¿Teme que se demonice a Rusia, a su cultura?

—Hay tanta gente convencida de que Rusia es el malo y Ucrania es el bueno y por eso Rusia lo atacó. Pero es muy complejo, y cada cual, según sus intereses, va a decir lo que le conviene. Para mí son pueblos hermanos. Y mi pueblo hoy está directamente vinculado a Rusia y a Ucrania, aunque más a Rusia. Me daría lástima que se asocie lo negativo a nuestro pueblo, solamente por ser descendientes de inmigrantes rusos. Eso es lo que más me dolería, porque tanto se ha trabajado para sentirnos orgullosos de eso, transmitirlo, hacérselo saber a la gente que nos visita.

La tarde empieza a caer en San Javier. Las paredes del pequeño museo de Martínez se tiñen de naranja. Todo lo que tiene lo va a trasladar a un salón del edificio que fue la cooperativa de los fundadores, donde también funciona la oficina de turismo. La idea es, a través de los objetos, contar la historia del pueblo.

Sobre el escritorio está su última adquisición: una decena de casetes que rescató del basurero hace apenas unos días. Ya están digitalizados. Reproduce el audio desde el celular y suena una misa grabada hace 30 años en el templo religioso de San Javier. “Vivid como cristianos y glorificad al creador del universo”, dice en ruso una voz grave.

¿Qué sentido tiene todo esto?

—El sentido que le encuentro es el orgullo de seguir descubriendo el legado de los abuelos. Estoy convencido de que en el futuro, esto va a ser importante.

la otra colonia

Ofir: viven sin internet ni televisión

Son reservados, no hablan con la prensa, no permiten cámaras, no usan internet. En pleno siglo XXI, los habitantes de la colonia Ofir preservan las costumbres fundacionales. Si bien comparten con San Javier sus raíces eslavas, los habitantes de Ofir provienen de una región distinta a la de los primeros inmigrantes, que llegaron en 1913 y fundaron San Javier.

Fue en 1951 que se instalaron tres grupos de familias provenientes de Prusia, Rusia y Polonia a pocos kilómetros de San Javier. 15 años más tarde llegaron los “viejos creyentes”, un grupo de inmigrantes rusos de una región limítrofe con China, pertenecientes a una variante ultraconservadora del cristianismo ortodoxo. El origen de su religión, también conocida como Starovieri, se remonta al siglo XVI, cuando la iglesia ortodoxa rusa se dividió en dos. Los opositores a los cambios en los ritos que la nueva ortodoxia practicaba, fueron perseguidos y tuvieron que huir de Rusia. Pero antes de llegar a Uruguay hubo un largo periplo: cruzaron a China, donde nuevamente fueron perseguidos, y recién cuando los amparó la Organización de Naciones Unidas viajaron a América. Algunos a Brasil, otros a Argentina o Canadá . Y un pequeño grupo a Uruguay, precisamente al interior de Río Negro, lo suficientemente cerca de algo conocido —los rusos de San Javier— y lo suficientemente lejos como para vivir de acuerdo a sus costumbres.

Los “viejos creyentes” van a la iglesia los domingos desde las cuatro de la mañana hasta la noche, siendo este su único día de descanso. Su actividad es agrícola y lechera, viven de la tierra y del tambo. Los nombres de sus hijos, por ejemplo, deben corresponder con el nombre del santo del día de su bautismo. Es común que en el registro civil los padres anoten a los hijos tiempo después de su nacimiento, pero algo que no era costumbre y de un tiempo a esta parte empezó a exigirse, es la escolarización de los niños. En 2016 se hizo en Ofir “una intervención con participación del Ministerio del Interior, el Ministerio de Desarrollo Social y el Instituto del Niño y Adolescente del Uruguay, que impulsaron a que se diera esta situación (de escolarización)”, indicó en aquel momento a El País la inspectora de Primaria, Patricia Barret.

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