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La llave de la reinserción

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Los presos que cursaron algún nivel de educación en 2016 fueron 3.108. Foto: Archivo El País
PRESOS EN CLASES DE PRIMARIA, RECLUSOS EN PRISION DE SANTIAGO VAZQUEZ, 20070523
FERNANDO PENA

La educación es una vía certera hacia la disminución de la reincidencia en las cárceles y, sin embargo, su implementación aún es dispar. Menos de uno de cada tres presos estudia hoy en Uruguay. Quienes lo hacen, y también sus docentes, recorren un camino empedrado pero lleno de satisfacciones.

Silvia Fernández se para delante de 20 presos a los que dará una clase de Geografía en un salón en el Penal de Libertad. Algunos cursan primero de liceo y otros, tercero. Les pide que se agrupen. De repente ve a Julio, gorro de visera y lentes de sol, aislado en un rincón del salón, sin emitir palabra. Cuando se acerca y le ofrece ayuda, él se saca los lentes y se disculpa. "Profe, recién vengo para acá. Estuve 19 años en el otro edificio. Siento como que estoy viendo una película", dice, y se le humedecen los ojos. A pesar de estar acreditado para terminar el liceo, Julio es analfabeto por desuso; con 38 años de edad, pasó más de la mitad de su vida sin leer.

Al día siguiente, la profesora vuelve a verlo trabajando en la huerta, a unos metros del salón. Al pasar junto a él, Julio le pregunta si le puede traer algo de la calle. "Cigarrillos", piensa ella. Pero no: le pide un abecedario, para empezar a armar palabras. Fernández queda boquiabierta.

"Muchos presos no se creen lo suficientemente capaces como para volver a agarrar un lápiz y son pocos los que tienen la voluntad de estudiar para luego insertarse en el mundo laboral. Para estos, estudiar es la oportunidad de volver a vivir", asegura Fernández, que además de dar clases en el Penal de Libertad es coordinadora educativa en el Comcar.

En la actualidad hay 11.038 personas privadas de libertad, según datos del 2017 del Comisionado Parlamentario Penitenciario. De ese número, en 2016 solo 3.108 cursaron algún nivel de educación formal (educación primaria, secundaria y UTU) o no formal (talleres de informática, música, belleza, gastronomía, entre otros), según información del INR y del programa Educación en Contexto de Encierro (ECE).

Pero detrás de ese casi 30% subyacen algunos extremos: el Comcar es el que tiene menor cantidad de alumnos inscriptos, con apenas 159 de 3.566 internos, mientras que la Unidad 29 de Florida presenta la mayor proporción, con 48 alumnos de 110 internos. Las unidades del interior del país son las que tienen mayor porcentaje de "logros" (alumnos que han aprobado seis asignaturas, y por tanto están habilitados a seguir el curso siguiente). Los establecimientos de la periferia de la capital suelen presentar los peores resultados.

Profesores pichis.

Actualmente hay 330 docentes distribuidos en las cárceles de todo el país. Pese a las mejoras que ha habido en los últimos años, las dificultades a las que se enfrentaron los primeros profesores, a principios de la década de 2000, persisten. Plantones de varias horas fuera del establecimiento, apagones de luz en plena clase y, en ocasiones, prohibiciones a la salida de los internos para asistir a clase. Esos eran, y siguen siendo, algunos de los obstáculos impuestos por la Policía.

"Esto se debía a dos motivos: en primer lugar, porque ellos tenían que reprimir y nosotros educar. En segundo término, porque si nosotros íbamos, ellos tenían que trabajar —trasladar los reclusos a las clases—, y no querían hacerlo", cuenta Óscar Rorra, profesor de Filosofía y uno de los primeros en dar clase en el Comcar. "También había celos porque los reclusos tenían liceo y ellos no".

"En Punta de Rieles la Policía nos decía los profesores pichis", recuerda Ana Milán, docente de Literatura y Español, quien trabajó en varios establecimientos penitenciarios. "Como trabajábamos con los pichis, éramos los profesores pichis".

Para desarmar ese concepto se le ofreció a la Policía penitenciaria tener clase. Esto funcionó hasta 2011, cuando surgieron otros programas de Secundaria encargados de formar a los funcionarios públicos, dice Sandra Gardella, coordinadora del ECE y exprofesora de Química en varias cárceles.

En 2003, cuando Rorra comenzó a dar clase en el Comcar, tenía un solo alumno. Para 2010, Silvia Fernández se encontró con muchos alumnos pero pocos salones. El aire libre era, en muchos casos, el salón de clase. El piso se transformaba en pizarrón, donde con una rama dibujaba los mapas que no había. Cuando volvió como coordinadora, en 2014, el panorama era otro; se encontró con "la escuela", un pabellón entero equipado con salones, materiales, y una biblioteca con 5.597 libros. La infraestructura ha mejorado notoriamente.

Pero hay otras dificultades. De los relatos de Ivanna De Grossi, quien ha enseñado Ciencias Físicas en Cárcel Central, en Canelones y en el Centro Nacional de Rehabilitación, sobresale el bajo nivel de los alumnos. El Censo de Reclusos de 2010 del Ministerio del Interior y la Facultad de Ciencias Sociales es el único estudio sobre los antecedentes educativos de esa población. De allí surge que el 40,4% tiene primaria como máximo nivel educativo y que solo 26,6% la culminó. El 33,2% de los reclusos ha alcanzado educación secundaria, el 9,2%, educación técnica, y el 2,1%, estudios terciarios.

"Para motivarlos necesitas algo que les genere interés vital. Cuando les preguntaba qué iban a hacer en cinco años, te decían que iban a estar muertos. No tenían perspectiva. Había que inventarla", cuenta Rorra. Trabajando en Cárcel de Mujeres, Ana Milán llegó a ir a las celdas de aquellas alumnas que empezaban a ausentarse. De esta forma, ellas se sentían contenidas y, si podía, las convencía de volver.

Los motivos por los cuales los internos deciden estudiar, dice De Grossi, son la reducción de pena (se redime un día de condena por cada dos jornadas de seis horas de estudio) y la no obligatoriedad de los cursos, que redunda en un mayor compromiso del alumno. Quienes asisten solo por la reducción de pena a veces terminan interesándose por la materia. Y los que más se enganchan con las propuestas suelen ser los que tienen más años de cárcel.

"Algunos no están acostumbrados a que les vaya bien ni a que les digan qué bien. Yo les hago ver los logros", cuenta Fernández. "En este espacio encuentran una oportunidad de vincularse de otra manera, que nunca la tuvieron debido al contexto del que provienen".

Hoy en día la educación en los establecimientos penitenciarios ocurre por el empuje de muchas instituciones y existen varios programas que promueven no solo el acceso a la enseñanza secundaria, sino también el uso de nuevas tecnologías y la puesta en marcha de emprendimientos. La posibilidad de cursar carreras terciarias sigue siendo un lujo para pocos.

A pesar de los planes educativos, la reincidencia en Uruguay se mantiene en 60%. El Comisionado Parlamentario Penitenciario, Juan Miguel Petit, cree que la cifra podría bajar un 30%. "La experiencia empírica muestra que en aquellos lugares donde hay buenos programas socioeducativos y donde las cárceles se parecen más al mundo exterior, la reincidencia baja abruptamente, aunque nunca va a llegar a cero".

Preso y universitario: lujo de unos pocos

"Enfermero, te recibiste". El mensaje le llegó tiempo después de dar el último parcial, hace un año. "Antes era un simple tiro al aire", reflexiona Juan. "Ahora estoy en el mismo lugar que cualquier profesional".

Juan (su nombre no es real), de 37 años, cayó preso por rapiña en 1998. Su pena aumentó por conflictos en los distintos establecimientos en los que estuvo. En 2006, año en que lo trasladaron al Comcar, decidió terminar sus estudios. Pasó de repasar cuarto de escuela, a discutir con una profesora de Biología sobre su futuro universitario.

Estando en el Comcar, y con el liceo culminado, se inscribió dos veces en la Escuela de Enfermería. Debido a la lentitud con la que se tramitan los permisos para las salidas transitorias, no pudo empezar las clases. En Punta de Rieles, a donde fue trasladado en 2013, se inscribió por tercera vez. Aunque asistía a clase, lo hacía de forma esporádica por la misma dificultad con los permisos.

Los primeros días que salió a estudiar iba esposado y con custodia. Eso cambió cuando desde la facultad se quejaron de la presencia de armas en el aula. Las esposas y la custodia desaparecieron, aunque los problemas no acabaron. "Soy algo apresurado, pero cuando se trata de algo positivo, la peleo. Sé que el sistema tiene sus tiempos y su papeleo, pero estoy haciendo las cosas bien", dice Juan. "Son obstáculos que te llevan a pensar en bajar los brazos. Va en la fortaleza de cada uno".

En sus salidas transitorias vivió situaciones de exclusión y discriminación por lo que el egreso es un tema que le preocupa. "Si primero conocen mi situación de preso y después a mí como persona, estoy frito", lamenta.

El acceso a la universidad aún es un lujo al que acceden muy pocos reclusos. Hasta ahora, de nueve que han manifestado interés por alguna carrera solo tres han continuado con las clases, según datos del INR del 2016. Uno de ellos es Juan. Otro es Roy Vitalis, quien incluso presentó un proyecto para incorporar la educación terciaria a las cárceles. Por el momento no ha tenido respuestas concretas de las autoridades.

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Los presos que cursaron algún nivel de educación en 2016 fueron 3.108. Foto: Archivo El País

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