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La historia de una madre que pide respuestas que no le dan

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"Lo peor, lo peor para una madre es tener que denunciar a su propio hijo", dice Ana. Foto: Fernando Ponzetto

EL COMBATE A LA ADICCIÓN

Tiene un hijo adolescente adicto a las drogas. Los médicos consideran que no es necesario internarlo. Ella asegura que ahora fuma “más marihuana que nunca”. También consumió pasta base. A punto de darse por vencida, escribió un correo a El País que firmó así: “Abrazo de una madre desesperada”.

Ana ya no sabe dónde más pedir ayuda. Dejó de dormir, volvió a fumar, vive en estado de alerta. Confiesa que le tiene miedo a su hijo porque ya le pegó muchas veces y porque cree que es una “bomba de tiempo”. Las marcas de los golpes se ven en las paredes, en las puertas tapadas con masilla y en su cuerpo, en fotos que guardó en el celular. Pero los médicos que lo tratan creen que no necesita internación y ella, a punto de darse por vencida, escribió un correo y lo firmó así: “Abrazo de una madre desesperada”.

Los problemas con su hijo empezaron cuando él tenía 14. El joven comenzó con depresión, que era tomada por los psiquiatras, según ella, como “una expresión de la adolescencia”. Pero todo se agravó al tiempo, cuando tuvo un intento de suicidio: se subió a una moto y se dio contra un auto. La moto se partió y a él no le pasó nada. Ni siquiera un rasguño.

Ana pensó que había sido un accidente, hasta que ató cabos y se dio cuenta de que su hijo lo había hecho a propósito. Intentó hablar con él, hacerle entender que tenía toda la vida por delante, pero el joven siempre le contestaba lo mismo: “Mamá, vámonos juntos al cielo. No quiero sentir tanto dolor”

El de la moto no fue el único intento de suicidio. Ella ya perdió la cuenta de cuántas veces quiso matarse, aunque hace memoria y las anota en un papel. Dice que una vez se realizó 42 cortes en el cuerpo, cuenta que se tomó blísteres enteros de pastillas y recuerda que terminó internado en más de una ocasión. “¿Sabés lo que es llegar a tu casa, ver a tu hijo tirado en tu cama, pensar que está durmiendo, y descubrir que está inconsciente y bañado en sangre?”, pregunta.

Ana no espera respuestas. Dice que todavía no se las dieron y no sabe si llegarán en algún momento. El joven ahora tiene 17 años y su último intento de suicidio fue hace tres meses. Volvió a cortarse y terminó internado una semana, aunque recayó dos veces más. No tiene claro cuál es su diagnóstico, revela que nadie se lo dijo, pero ella está convencida de que tiene “mucha tendencia a la depresión”.

Tampoco sabe cuándo, pero reconoce que en algún momento su hijo “encontró refugio en las drogas”. Empezó con marihuana, cuenta, pero también consumió pasta base. Una noche, cuando ella ya se estaba por ir a dormir, escuchó que alguien llegaba al cuarto del joven, que tiene entrada independiente del resto de la casa. Ella sospechó que pasaba algo raro, por lo que subió las escaleras y vio que el extraño salía corriendo. “Abrime la puerta, abrime la puerta ya”, empezó a gritar desde el otro lado.

Su hijo la echaba, hasta que terminó cediendo a regañadientes. El hombre había ido a venderle droga, “papeles”, como él terminó confesándole. Y entonces cerró todo el círculo: las quemaduras en las manos y en los labios que le había notado en las últimas semanas eran producto de la pasta base. Había adelgazado, no se bañaba y estaba faltando más que nunca a la UTU. Ana pensó lo peor.

Pero lo peor todavía no había llegado, porque la historia se agravó aún más. El joven empezó a ponerse agresivo para que ella le diera plata. Comenzó gritándole, insultándola, pidiéndole que por favor le entregara $ 200. Ana se negaba, sabía que los utilizaría para comprar más droga, hasta que le pegó. La golpeó en los brazos y en la cabeza, terminaron tirados en el piso y él ganó.

“Lo peor, lo peor para una madre es tener que denunciar a su hijo. No debe haber sufrimiento más grande que ese”, concluye hoy. La mujer terminó en la Unidad de Violencia de Género de Minas, donde vive. Así le mostró a un forense las heridas y atestiguó que su propio hijo la había lastimado para sacarle plata.

El consumo de pasta base entre los adolescentes es prácticamente marginal, según un estudio de la Junta Nacional de Drogas presentado en 2018. El 0,5% de los menores utilizaron esa droga que es, a su vez, la que requiere mayor tratamiento. De hecho, el 57% de los jóvenes adictos a la sustancia necesita pasar por un método de rehabilitación para curarse.

Ana dice que ya pidió ayuda muchas veces. Les explicó a los médicos que su hijo “va a terminar mal”, que necesita que lo asistan, que alguien le preste atención. Pero en Camdel, la mutualista de la que el joven es socio, le están brindando un tratamiento ambulatorio. Todos los jueves el adolescente va a un consultorio compartido con ASSE, donde una psiquiatra evalúa si está evolucionando bien. Ana asegura que eso no es suficiente.

“La doctora le pregunta si se siente bien, si cumplió con los deberes que le pidió, lo felicita por cualquier cosa. Le da premios cuando no hace lo que le pide. Yo sé, porque es mi hijo, que no está cumpliendo con nada y que está fumando marihuana más que nunca”, asevera.

El mutualismo tiene la obligación de pagar hasta 30 días de internación por año, pero no todos logran desprenderse del vicio en ese tiempo. Una vez cumplido el plazo estipulado, los privados dejan de financiar los tratamientos y el gasto corre por cuenta del paciente. En su caso ni siquiera le ofrecieron esa opción.

Sara Arrospide, la única médica especializada en adicciones en Minas, está tratando al joven. Ella tiene una versión distinta; cuenta que generó “un excelente vínculo con el niño” y con su familia. No revela el diagnóstico debido al secreto profesional, pero enfatiza en que el paciente “está recibiendo todas las instancias de tratamiento necesarias”.

Ana reclama que lo internen para rehabilitarlo. Ya averiguó en clínicas privadas en Montevideo que tienen convenio con la mutualista, pero la médica no está de acuerdo con derivarlo. Y por su cuenta, revela la madre, no puede pagar los $ 50.000 de tratamiento mensual.

Arrospide considera que la internación se utiliza “en casos puntuales, cuando realmente amerita”. Para ella, el adolescente “está funcionando bien” en el proceso ambulatorio. “No es una internación de rehabilitación porque los padres no pueden con él; existen criterios”, explica. La médica dice que “no es que el chico le pegue” a su madre, sino que ella “hace denuncias por cosas que se pueden manejar de otra forma”. Y agrega: “Es un aprendizaje de ambos lados”.

Sin embargo, Ana insiste con que su hijo “es una bomba de tiempo”. Cuenta que se vive escapando de la UTU, que logra que su abuelo de 98 años le dé plata y también le pide el celular a su abuela, porque a él se lo sacaron durante el tratamiento. Así se comunica con otros jóvenes que le venden droga. La madre grabó varias de esas conversaciones.

A esta altura, Ana tiene miedo de seguir denunciándolo cuando le pega. Dice que van a terminar internándolo en un hogar del INAU “lleno de malandros”, cuando su hijo “es un chiquilín bueno”. La última vez ocultó algunos de los moretones en la comisaría, aunque tiene claro que así tampoco está ayudándolo.

Lo único que quiere es tener a su hijo de nuevo. Pero no sabe cómo recuperarlo.

Los intentos infructuosos para conseguir la internación

Ana contactó a varias clínicas de rehabilitación en las que podrían atender a su hijo. Sin embargo, en la mutualista de la que es socio en Minas, Camdel, los médicos consideran que no es necesario que el joven realice otro tratamiento que no sea ambulatorio. Desesperada, llamó al INAU y a ASSE para ver la posibilidad de que lo reciban en el Portal Amarillo, que es del Estado. Pero le respondieron que el organismo que debe encargarse de la internación es la mutualista, a través de los convenios que mantiene con las clínicas privadas. La psiquiatra del joven, Sara Arrospide, considera que la internación no debe ser indicada “porque los padres no pueden con él”. Ana insiste con que su hijo sigue drogándose y no está cumpliendo con los requisitos que le imponen en el ambulatorio. El problema es que no tiene $ 50.000 por mes para pagar las clínicas privadas por su cuenta, y está en una encrucijada. Quiere una segunda opinión, pero en Minas la única especialista en adicciones en la doctora Arrospide.

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