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Crónica de la desesperación: las fiestas bajo agua en el norte

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"Papá Noel no pudo entrar", le explicaron a los niños. Foto: Fernando Ponzetto.
[[[FERNANDO PONZETTO ]]]

"Papá Noel no pudo entrar", les explicaron a los niños. Se compraron ropa nueva para lucir en las fiestas, pero no pudieron rescatarlas del agua. Los arbolitos quedaron flotando o arriba de las mesas. Así recibieron el 2016 más de 22 mil personas en Artigas, Salto, Paysandú y Río Negro.

A mí una perrita me la mató el agua", dice casi gritando Dahiana, de 11 años, sentada en el piso del gimnasio de la escuela N° 2 de Paysandú. "Una víbora le mordió una patita, entonces no pudo nadar y se ahogó", agrega con el ceño fruncido y las piernas colocadas de lado juiciosamente. Mientras habla, con el torso muy derecho y una actitud seria, compenetrada en relatar lo que vivió, se pellizca nerviosa los dedos del pie.

"Y tuvimos que dejar el arbolito armado, con las luces, las bolas y todo. Quedó ahí", rememora, sin aflojar las cejas apretadas en la mitad de la frente. A su lado, Florencia, de ocho años, escucha todo en cuclillas. Ante la pregunta de "dónde viven", se para de golpe y sale corriendo. Cuando llega a un banco largo de madera, grita "acá" como quien toca "la pica" en una escondida, y casi se pega la cabeza con una mesa sobre la que hay un termo, un mate y entre 10 y 15 bolsas de nailon con lo que su madre y su abuela pudieron agarrar cuando el río Uruguay decidió pasar por dentro de sus habitaciones.

El gimnasio se parece más a un galpón que a un lugar donde hacer ejercicio. Techo de chapa y 10 metros de alto, tiene aros de básquetbol, una cancha despintada en el piso de parqué y débiles arcos de fútbol en los extremos. Pero está seco. Contra las cuatro paredes hay familias evacuadas. Separadas por un límite imaginario, tienen una cama junto a sus pertenencias amontonadas y cuelgan la ropa mojada en los travesaños de los arcos, en ventiladores y en clavos de las paredes.

Esta semana 22.414 personas despidieron el año en lugares como este. De ellos, 6.682 son del departamento de Paysandú, 10.259 son de Artigas, 5.421 de Salto y 52 de Río Negro.

El gimnasio de la escuela N° 2 fue uno de los nueve lugares dispuestos por el Centro Coordinador de Emergencias Departamentales de Paysandú (Cecoed) para alojar evacuados. Por el momento hay 41 familias alojadas allí.

"En 2009 (el agua) había amagado a entrar, pero no entró. Yo pensé que iba a ser igual", dice Marta, con ocho meses y medio de embarazo que se ven en su cara, manos y pies hinchados. "Una mañana el agua estaba en el patio, pero al mediodía ya la teníamos en los pies". Simplemente con verla se puede sentir su fatiga por el calor, la humedad y la incomodidad de vivir las últimas semanas de la gestación de su hijo en un gimnasio público.

Marta es la personificación de la falta de comunicación y la distancia entre los integrantes del Cecoed y los desplazados por la inundación más grande de las últimas décadas.

Su caso fue presentado en una reunión mantenida entre autoridades del Ministerio de Salud Pública y el Cecoed. "En el gimnasio tenemos una embarazada a término. Le propusimos trasladarla a una habitación en el liceo, pero no quiere ir", indica un funcionario de la intendencia con la mirada fija en Cristina Lustemberg, subsecretaria de Salud Pública.

Consultada por El País sobre por qué no quiso ir, Marta se sorprende y responde que en ese liceo se hospedan hombres y ella tiene dos nenas; le da miedo que "les hagan algo". El detalle del cuarto privado no lo entendió o no lo dijeron.

Sin Papá Noel.

En la periferia de Paysandú, adonde el mapa indica "calle Coronel Pinilla" y "Héctor Gutiérrez", viven en las antípodas de lo que informan las autoridades departamentales. Según los vecinos, allí no llegaron baños químicos, agua potable, repelente y mucho menos comida. Tampoco los asistentes sociales o los pediatras que van por los campamentos de desplazados (autoevacuados sin otro lugar a donde ir).

"No se quieren ir de las casas. Le aseguro que fuimos a verlos", dice Marcos García, presidente del Cecoed, y levanta el mentón con la mirada firme. Evalúan evacuarlos por orden judicial.

Más allá de quién tiene la razón sobre si alguien los visitó o no, la realidad es que duermen en sillas con el agua tapándoles la rodilla, defecan en bolsas de plástico, orinan en el agua (se alejan para hacerlo, pero el río corre) y pasan frío cuando el sol se esconde y sopla el viento. Desde el 21 de diciembre no usan zapatos porque bajo el agua hasta las chinelas se pegan al fondo. A veces se cortan con algún vidrio, pero se ponen alguna bota (mojada) para que les duela menos. Esperan que no se les infecte.

Sus casas son precarias pero no viven en un asentamiento. Son casas de hormigón. Allí los arbolitos de Navidad no quedaron bajo agua, como en la casa de Dahiana; están arriba de las mesas. "No lo quisimos sacar, porque si es fiesta lo dejamos", dice Mónica, una mujer de unos 50 años, con ojos verdes, lentes y el pelo estirado hacia atrás en una cola. También dejó armado el pesebre: el niño Jesús, María y José siguen sobre un repasador rojo a salvo del agua por unos pocos centímetros.

Eso sí: no hubo regalos en Navidad. "A los gurises se les dijo que no pudo entrar Papá Noel", cuenta Mónica con los ojos llenos de lágrimas, los brazos en jarra y las piernas abiertas para hacer equilibrio.

Abuelos, padres, tíos, madres, adolescentes, niños, bebés, a cada uno a su medida y según su forma de percibir el mundo, el río le dio un golpe y le sacudió la rutina.

"Es increíble cómo uno se acostumbra a levantarse y darse un baño, ¿no?", comenta Esther, rascándose el codo con una pollera gris oscura hasta los muslos y gris clara contra la remera, delimitando hasta dónde se le ha mojado. Gimena, su hija, muestra la habitación en la que duermen. "Nos sentamos en las sillas blancas de plástico y apoyamos los pies en las reposeras, porque si hacemos al revés se nos moja la cola", cuenta con los hombros encogidos, frotando palillos de plástico entre las manos.

A la pregunta de por qué no se van, repiten que si lo hacen les roban lo poco que tienen. ¿Y cuando pare? No tienen dinero para comprar un terreno o una casa. Podrían alquilar, pero no se lo plantean. ¿A dónde nos vamos a ir?, reiteran, un poco avergonzadas.

Lo mismo dice Miguel, un hombre robusto con pelos en la panza, el cuello y la cara, que quedó solo en su casa, a la que se accede en una chalana (pequeño barco con remos, de los que hay amarrados en las puertas como si fuera Venecia). Miguel tiene várices y no puede caminar. Cuando se le revienta una agarra un paño (mojado, todo está mojado), se lo ata y vuelve a meter la pierna en el agua.

El travesaño de un arco atestigua que ahí existe urbanización cuando el río está bajo. En condiciones normales, corre a cinco cuadras de allí. "Nosotros somos pescadores. Vivimos del río. Ahora el río nos sacó casi todo", dice "Don Palacios", amigo de Miguel, despidiendo un vaho de olor a tabaco. Por la noche le llevará su chalana para que Miguel pueda dormir seco, o al menos no tan mojado.

El 31 los vecinos de esta zona se reunieron en un sector de la calle al que no había llegado el agua. Pusieron una chapa, prendieron un fuego arriba y asaron allí un trozo de carne. "Con alegría, para que venga bueno el año", en palabras de Elbio, esposo de Esther que antes de despedirse recordó que lo único que pide es un baño químico.

A todos por igual.

A 120 kilómetros de allí, en Salto, el doctor Luis Barbat espera ansioso la llamada de un amigo que tiene un dron. Su casa queda a tres cuadras del centro de esta ciudad de 104.000 habitantes, pero esta vez el río no le tuvo piedad. Pasó el cordón, se filtró por el patio, entró en la cocina, tapó el piso y empezó a subir hacia la mesada.

La casa tiene dos plantas, una fachada de piedras color pastel y dos equipos de aire acondicionado que se ven desde afuera. En el segundo piso quedó todo lo de valor, por eso quiere un dron, para ver si sigue ahí o lo robaron por la azotea.

"A la creciente no le importó si tenías plata o no, si eras rico, pobre o de clase media", sintetiza una moza de una pizzería del centro. Tampoco le importaron los Renault, Peugeot y Hyundai que había en un estacionamiento frente a la casa del doctor. El edificio donde estaban se inundó y ahora están estacionados en la calle, junto a una Toyota Hilux, dando un marco diferente a lo que uno suele ver en las imágenes de inundaciones. A una cuadra pasa un barco a remo.

"Tendremos que pintar y esperar a que se vayan las humedades. Quedarán aberturas podridas y vidrios rotos, porque se forman olas que los rompen. La casa va a valer un poco menos, calculo", dice Luis, cortando la tristeza de su voz con una risa breve. Habla desde el campo al que se fue con su familia.

Víctor Bernasconi quiere a su ciudad y la acepta como si fuera una persona a la que no puede cambiar. "Salto es lindo cuando está seco", dice y se ríe, buscando complicidad y rascándose el codo con los hombros encogidos.

De torso amplio, con alpargatas blancas, camisa a cuadros, vaquero y lentes Ray Ban, recorre la ciudad en camioneta con cajones llenos de fruta para los evacuados, dispersos por todos los rincones de Salto. Para en una iglesia y en un minuto aparecen hombres y mujeres evacuados de toda la cuadra.

Víctor es el conductor de "Inquietudes barriales", un programa de Radio Arapey en el que comparte vivencias de los salteños. Esta vez no "mangueó" a los sponsors para la audición, sino para obtener comida para los desplazados.

Él no solo es uno de los muchos voluntarios sino también uno de los 4.888 autoevacuados salteños. Cuando muestra dónde está su casa, es difícil distinguirla. Solo se ven techos, ramas y el celeste del cielo reflejándose reluciente en la superficie del río. "Si venís un día tranqui es un barrio precioso", asegura con una sonrisa triste. Debajo de los Ray Ban espejados hay ojos con lágrimas y lagañas. Desde hace una semana no tiene baño propio; duerme con su señora y sus hijas en una carpa que armó con la ayuda de amigos. En su casa quedaron flotando dos freezer llenos de helados palito. Viven de la venta de estos productos.

Mucho barro.

"Ay, mire cómo quedó esto", exclama Florentina, artiguense de 87 años, al ver cómo quedó su casa. "Esto estaba bien, mija, estaba bien", dice y se abre paso a patadas en su patio. Abre la puerta: todo es marrón y negro. Negro por la oscuridad de las ventanas cerradas. Marrón por el barro. "Ay, mire", vuelve a decir, y se tapa la boca mirando un mueble en el centro de una habitación. No es fácil decir qué es, pero parece ser una cocina. Para imaginarse el interior de esta vivienda y acercarse mínimamente a lo que esta anciana siente hay que pensar en lo que sería ver la casa de uno pintada de barro, techo incluido, piso incluido. Nada blanco ni limpio.

"¿Dónde está la heladera?", grita. Se mete en la oscuridad, la encuentra y sale, porque en la Intendencia de Artigas le dijeron que su casa corre peligro de derrumbe. Ya afuera, camina con la cabeza gacha unos minutos murmurando palabras que no se entienden, mitad lamentos, mitad maldiciones. Y enseguida se repone. "Bien, gracias a Dios", responde si le preguntan como está.

Florentina, Beba para los vecinos, es una de los miles de artiguenses que perdieron todo en la que, allí sí, fue la inundación más grande de la historia, por encima de la de 1959. "¿Cuando va a volver al barrio, Beba?", le gritan desde un almacén. "No sé si voy a volver", responde. Y es verdad. Cientos de personas no saben qué va a ser de ellos. Ven pasar los días, esperan que el río baje y no saben cómo ni dónde vivirán a partir de este 2016.

"Habrá que reconstruir esta ciudad"

El jueves 31 de diciembre Victoria Echenique, funcionara encargada de los evacuados en el gimnasio municipal de Artigas, pasó con sus dos hijos dentro del local deportivo compartiendo lo que tenía con los desplazados por la crecida. Lo mismo hizo el 24 de diciembre. "Ellos tienen que aprender que hay niños que están peor que ellos", dice con sus hijos dándole vueltas.

Victoria tuvo una infección severa en la cadera y quedó con una pierna más corta que la otra. Admite que le duele al caminar, pero toma calmantes y no se queja. Es más, dice que no se le ocurre quejarse desde que empezó a ver llegar a los evacuados. "Una noche llegó un viejito todo mojado. Era diabético y había perdido toda la insulina. Chorreaba", rememora, y las lágrimas le desbordan los ojos. "Perdonen pero vengo de semanas con historias así todos los días", y se permite emocionarse. Es el único momento en que muestra debilidad, porque dentro del gimnasio organiza a decenas de voluntarios que llegan a las 7 de la mañana y se van a las 20 horas. Los mates están permanentemente fríos en los escritorios porque no les da el tiempo de calentar el agua.

Victoria asegura que lo que hubo en su ciudad no fue una inundación sino algo a lo que se le dice "enchorrada", y describe una forma de correr el agua dando vueltas, generando olas e ingresando con fuerza por puertas y ventanas.

Los evacuados en el liceo aún no pueden volver a sus casas y próximamente habrá exámenes. "¿A dónde van a ir?", se pregunta, y a los minutos dice mirando el piso: "Yo no sé si le vamos a poder dar viviendas a esta gente; yo les digo que vamos a hacer lo posible, pero la realidad es que no sé si vamos a poder", y se seca las lágrimas.

Victoria considera que los esfuerzos no tienen que estar en donar ropa sino chapas, ladrillos, portland y herramientas. "Necesitamos volver a construir la ciudad. Hay que devolverle la dignidad a esta gente", enfatiza. Según ella, antes de abril no lograrán estabilizar la situación de emergencia que viven las familias afectadas.

Esta semana el gobierno anunció que destinará $ 275 millones a los damnificados.

LOS ESTRAGOS DEL AGUA.

El panorama desde el puente de Salto.

Así se ven las casas desde al puente de la calle Treinta y Tres de Salto, uno de los pocos accesos a la ciudad que no está cortado. Desde arriba se intuye la altura que tiene y cuánto tapó el agua. Los vecinos tratan de ordenar lo que antes era el patio de adelante y hoy es la orilla del Río Uruguay. A pocos metros se pueden ver columnas de la luz de seis metros de alto enclavadas en el agua como cabitos grises, con las lámparas fuera del agua por ahora. En la otra cabecera del puente está el cementerio rodeado de agua. A medida que pasan los días aumenta el olor a cloaca en una ciudad llena de movimiento, luz y vida nocturna para despejarse del calor del verano. Algunos se quejan de que los números oficiales no reflejan la realidad, que son más los desplazados de lo que se dice y que la ayuda que dan está descoordinada. Lo que es indiscutible es que todos se mueven, unos por otros.

La dura vuelta al hogar de Florentina.

Florentina González, de 87 años, llega a su casa después de la inundación. La había visto tapada de agua, pero aún no sabía cómo la había dejado el río al retirarse. "Esto estaba bien, mija", dice, y es el primer momento en todo el día que Florentina, Beba para los vecinos, se queda seria y se lamenta. Esta mujer, que no mide más de 1,50 metros y tiene una agilidad envidiable, es el alma de los evacuados en el gimnasio Municipal de Artigas. Las autoridades no le permiten regresar aún porque la casa corre peligro de derrumbe. Ella lo acepta con paciencia y cuando se distrae cuenta que tiene 10 hijos, 30 nietos, 28 bisnietos y 4 tataranietos. Su abuelo paterno fue un indio charrúa que peleó en las guerras por la independencia. Su abuela lo conoció siendo enfermera de un hospital que atendía heridos de guerra y se enamoró, aunque estaba casada. "Sería lindo el indio, ¿no?", dice Beba cuando hace el relato, sonriendo sin dientes, con los labios hacia adentro y los ojos llenos de ternura. El abuelo "legal" aceptó a su padre, aunque no le dio el apellido "porque no era suyo".

Los que antes fueron muebles y hoy son ruinas.

Entre las tareas que tienen las autoridades departamentales de Artigas, Salto y Paysandú, está la limpieza de lo que destrozó el río al desbordarse. Las familias que logran volver a sus casas sacan afuera lo que se rompió: lavarropas, microondas, freezer, radios, aparadores, camas y muchos objetos irreconocibles. Camiones de recolección, vehículos del Ejército y voluntarios ayudan a quitar las cosas de la calle, pero lleva tiempo y aún hay que realojar familias y atender evacuados. De las últimas semanas, los uruguayos que viven en el litoral retienen imágenes que no olvidarán nunca. Cuentan que las heladeras corrían río abajo y que los techos a dos aguas flotaban arrancados de las casas sin romperse. En las noches se ven chalanas moverse sigilosas entre las viviendas que quedaron en pie. Algunos vecinos se quejan de que no hay suficiente vigilancia para que no roben aberturas, como ya les ha pasado. Este miércoles 30 dos artiguenses estaban dispuestos a volver a su casa, pero debieron recibir el año en el gimnasio porque les habían robado el tendido eléctrico de su vivienda.

"Papá Noel no pudo entrar", le explicaron a los niños. Foto: Fernando Ponzetto.
"Papá Noel no pudo entrar", le explicaron a los niños. Foto: Fernando Ponzetto.
"Tendremos que pintar y esperar que se vayan las humedades". Foto: F. Ponzetto.
"Tendremos que pintar y esperar que se vayan las humedades". Foto: F. Ponzetto.
Los camiones del Ejército circulan por Artigas limpiando. Foto: F. Ponzetto.
Los camiones del Ejército circulan por Artigas limpiando. Foto: F. Ponzetto.
El paisaje se completa con balsas improvisadas. Foto: Fernando Ponzetto.
El paisaje se completa con balsas improvisadas. Foto: Fernando Ponzetto.
Los animales se desorientan con la creciente. Foto: Fernando Ponzetto.
Los animales se desorientan con la creciente. Foto: Fernando Ponzetto.
Adolescentes protegen las casas y transportar lo poco que les queda. Foto: F. Ponzetto.
Adolescentes protegen las casas y transportar lo poco que les queda. Foto: F. Ponzetto.
Los que antes fueron muebles, hoy son ruinas. Foto: Fernando Ponzetto.
Los que antes fueron muebles, hoy son ruinas. Foto: Fernando Ponzetto.
Foto: Fernando Ponzetto.
Foto: Fernando Ponzetto.

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