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Un hecho religioso

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Nueva York, Madrid, Londres, Niza, París y ahora Barcelona, compartieron el destino de ser objetivo de terroristas que en forma políticamente inhumana (eso es la guerra) han dejado en evidencia un hecho indubitablemente religioso.

Nueva York, Madrid, Londres, Niza, París y ahora Barcelona, compartieron el destino de ser objetivo de terroristas que en forma políticamente inhumana (eso es la guerra) han dejado en evidencia un hecho indubitablemente religioso.

Estos fanáticos defienden una visión de un sistema de creencias en el cual iglesia y Estado no se entienden separados y pretenden imponerlo en Occidente, donde disfrutamos hace tiempo de esta separación que propició varias de las libertades que hoy tenemos.

No hay dos lecturas, se sirven de las bondades (que abominan) de nuestro modelo de vida, de nuestra forma de gobierno, y de la manera en que Occidente maneja las creencias de cada uno, para tratar de dominarnos. Todo aquello de lo que nos enorgullecemos se convierte en nuestra debilidad y en su insana fortaleza con el objetivo de imponer un totalitarismo político, desde su interpretación retorcida de la religión.

La simpleza del problema es brutal: nos quieren destruir y avasallar, pero ya no se trata solo de moros y cristianos, como algunos han escrito, se trata de civilización contra barbarie en función de un hecho religioso determinado por el agresor unilateralmente. Es la guerra del siglo XXI.

¿Qué haremos en defensa de Occidente?

Nuestro accionar, decía un cura en España, no puede limitarse a agnósticos minutos de silencio, o solo a plegarias, hay que hacer algo, dentro del marco democrático que nos rige. No hacerlo es negligencia y estupidez.

Ahora, ¿está preparado Occidente para tal desafío? ¿Tenemos líderes como Churchill, Eisenhower, Reagan, Thatcher, Juan Pablo II, y tantos otros que vencieron a amenazas globales?

Nuestras sociedades se debaten en cuestiones existenciales banales pecando de una superficialidad y de un vacío dignos de Bullet Park de Cheever y merecedores de la bronca de Holden Caulfield sin preguntarse ¿para qué vivimos? ¿Cuánto hay que dar por los valores que nos definen? ¿Cuál es el origen y sentido espiritual de nuestra existencia? ¿Cómo ponemos a la violencia fuera de nuestras vidas? ¿Cuál es el papel de las instituciones y de la sociedad civil en esto?

Y aunque los problemas suenan lejanos aquí en los confines de Occidente, tenemos que pensarlo. Así como Europa se desdibuja perdiendo sus rasgos fundamentales y se hace permeable a las amenazas, Uruguay también pierde los rasgos que lo han definido y queda expuesto a nuevos riesgos. Somos cada vez menos occidentales y más latinoamericanos. Cada día estamos más lejos de aquella “sociedad mesocrática, secularizada, y civil”, que según Real de Azúa, “era una experiencia impar en el cuadro de las naciones que al sur de los EE.UU. cumplían a tropezones su trayectoria histórica”.

Como señalaba metafóricamente Pérez Reverte: no estaría de más recordar lo que aquel gobernador británico en la India dijo a los que querían seguir quemando viudas en la pira del marido muerto: “Háganlo, puesto que son sus costumbres. Yo levantaré un patíbulo junto a cada pira, y en él ahorcaré a quienes quemen a esas mujeres. Así ustedes conservarán sus costumbres y nosotros las nuestras”. La peor de las miserias es vivir con miedo, decía Bowie.

Debemos ser comprometidos guardianes de nuestros valores y costumbres occidentales. De eso se trata la nueva guerra. Incluso aquí.

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Tomás Teijeiro

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