Su participación armada más audaz fue en 1935, en el levantamiento de Paso Morlán, en el que un grupo de blancos, colorados, anarquistas y socialistas se enfrentó a las fuerzas gubernamentales del presidente Gabriel Terra. Fue una “chirinada” a la que llegó vistiendo traje negro, zapatos de charol y cuello palomita, para no delatar su condición de revolucionario y pasar por muchacho en tren de salida con amigos. Fue tomado prisionero.
Su participación armada más audaz fue en 1935, en el levantamiento de Paso Morlán, en el que un grupo de blancos, colorados, anarquistas y socialistas se enfrentó a las fuerzas gubernamentales del presidente Gabriel Terra. Fue una “chirinada” a la que llegó vistiendo traje negro, zapatos de charol y cuello palomita, para no delatar su condición de revolucionario y pasar por muchacho en tren de salida con amigos. Fue tomado prisionero.
Cuando, años más tarde, le consultaron qué se piensa cuando las balas pican alrededor, el magistral narrador que llevaba dentro contestó: “Poco. Y todo dentro de una terrible soledad. No hay madre, padre, mujer querida”.
Había ido al frente buscando emular al abuelo que en el sitio de Montevideo cuidaba la tropilla de azulejos de Manuel Oribe; a los tíos que marcharon junto a Saravia; al padre que fue herido en Masoller. Uno de sus primeros recuerdos de infancia fue verlo regresar de la guerra con el brazo vendado. “Así que mirá si somos blancos, nosotros”, repetía cuando llegaba a ese punto del relato. Porque Paco Espínola no había nacido para el heroísmo, sino para narrar.
“Raza ciega”, el inolvidable sapo aventurero de “Saltoncito”, la novela “Sombras sobre la tierra”, los cuentos de “Veladas de fogón”, rezumaban un sentimiento trágico de la vida, con personajes que provenían siempre de la intemperie y de los márgenes sociales, un mundo paradojalmente cargado de poesía. Pero era una poesía sin retórica, unos gauchos sin falsos romanticismos, unos personajes que fluían sin esfuerzo, unos seres casi angelicales encerrados en físicos y paisajes de áspera brutalidad.
Espínola ejerció la docencia como profesor de Lenguaje y de Composicióm literaria, en Secundaria y en la Facultad de Humanidades.
Hacía sentir a sus alumnos que tomaban mate con los autores griegos clásicos, tal el acercamiento que lograba en la disección de las obras literarias, con un decir campechano que no era incompatible con la erudición. Sabía manejar la voz, los gestos, las pausas y tenía una inventiva superlativa.
En los años ’60 se solidarizó con la Revolución Cubana y en 1971 se afilió al Partido Comunista. Cuando sus disertaciones sobre Cervantes, que eran transmitidas por Canal 5, fueron suspendidas sin explicaciones, hubo protestas de todos los sectores políticos y culturales.
En la última entrevista que le realizaron se quejó de la falta de formación cultural del país, que adjudicaba a la no comprensión de que leer era un acto grave, ahora -protestó- “se abren escuelas para enseñar a leer ligero”. Por entonces había renunciado ya a la docencia, aunque seguía dirigiendo la revista de la Facultad de Humanidades y asesorando a Canal 5, pese al mencionado episodio. Su distracción, confesó, era ver Jaujarana, un programa que lograba hacer reír con inteligencia y sobriedad. Trabajaba por entonces en una extensa novela que venía puliendo desde hacía varios años, titulada “Don Juan el Zorro”.
Sería póstuma, porque Paco Espínola falleció el 26 de junio de 1973, exactamente un día antes del golpe de estado. Su velorio se realizó al día siguiente en un local del Partido Comunista de la calle Sierra. Distaba pocas cuadras del Palacio Legislativo, que esa noche sería rodeado por los tanques. El cortejo de Paco fue una nueva chirinada.