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Marx, Gramsci y Brasil

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Cuando el expresidente Lula fue procesado y la presidenta Rousseff destituida, las voces dominantes en la izquierda uruguaya proporcionaron una interpretación ideológica: Lula y Rousseff eran los líderes de un gran movimiento popular que estaba liquidando los privilegios de las clases dominantes. Los poderosos del Brasil se habían servido del Poder Judicial y de las normas constitucionales para intentar destruirlos. No estábamos ante una crisis institucional, sino ante un nuevo episodio de la vieja lucha de clases.

Cuando el expresidente Lula fue procesado y la presidenta Rousseff destituida, las voces dominantes en la izquierda uruguaya proporcionaron una interpretación ideológica: Lula y Rousseff eran los líderes de un gran movimiento popular que estaba liquidando los privilegios de las clases dominantes. Los poderosos del Brasil se habían servido del Poder Judicial y de las normas constitucionales para intentar destruirlos. No estábamos ante una crisis institucional, sino ante un nuevo episodio de la vieja lucha de clases.

Esta lectura ignoraba algunos datos cruciales, que iban desde la evidencia acumulada en los expedientes judiciales hasta la presencia de centenares de miles de ciudadanos manifestando en las calles contra la corrupción del PT. Pero quienes la proponían están acostumbrados a dejar de lado esos detalles. Cuando el movimiento sindical polaco Solidaridad ponía centenares de miles de personas en las calles para protestar contra el comunismo, esa misma izquierda seguía afirmando que todo era un operativo de la CIA.

Pero ahora las cosas se han complicado. Si realmente la Justicia es una marioneta en manos de los poderosos, y si las reglas del juego político están diseñadas para perjudicar al pueblo, no debería pasar que el líder opositor Aécio Neves fuera procesado, ni que una investigación judicial pusiera contra las cuerdas al presidente Temer.

Neves fue el rival de Rous-seff en la segunda vuelta de las elecciones de 2014 y era visto como un firme candidato para las próximas. Su caída es un regalo del cielo para Lula y el PT. Temer había sido presenta- do como el gran manipulador que primero integró la fórmula junto a Rousseff para luego traicionarla.

Nada de esto cierra con la interpretación defendida por la izquierda ortodoxa. Pero eso no les genera la menor incomodidad. Para ellos, los hechos nunca pueden desafiar sus convicciones. El procesamiento de Neves y las acusaciones contra Temer no son la prueba de que la justicia brasileña está funcionando, sino la demostración de la falta de legitimidad de las acusaciones contra Lula y Dilma.

Detrás de esta acrobacia argumental hay un error de razonamiento. Que alguien denuncie un crimen por malas razones, o aun siendo un criminal, no afecta la verdad o falsedad de lo que dice. De hecho, muchas condenas judiciales están fundadas en denuncias o testimonios provistos por personas nada recomendables. La tarea de los jueces es, justamente, separar la verdad de los hechos de las eventuales motivaciones de quienes permiten conocerlos.

Pero esto es apenas un detalle. Lo realmente grave es que nuestra izquierda ortodoxa sigue pensando con categorías que provienen de un marxismo trasnochado (“la infraestructura determina a la superestructura”) o, en el mejor de los casos, de la versión gramsciana de esas ideas. Para esa izquierda, las instituciones no merecen mayor respeto. Todo se reduce a una lucha de poder entre un bando al que axiomáticamente se otorga el papel de vanguardia de la historia y otro bando al que, de manera también axiomática, se asigna el papel de rémora. En este esquema no hay lugar para la autocrítica ni para reconocer hechos incómodos.

Así piensa nuestra izquierda ortodoxa, que es la única que tiene cierto grado de consistencia ideológica. La otra izquierda, la supuestamente renovadora, sigue enredada en sus miedos y contradicciones.

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Pablo Da Silveira

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