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Legado de desencanto

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El domingo pasado se realizó la segunda vuelta de las elecciones municipales en Brasil, y con ella terminó de concretarse el hundimiento electoral del otrora poderoso Partido de los Trabajadores (PT).

El domingo pasado se realizó la segunda vuelta de las elecciones municipales en Brasil, y con ella terminó de concretarse el hundimiento electoral del otrora poderoso Partido de los Trabajadores (PT).

En la primera vuelta, realizada el 2 de octubre, el PT perdió casi dos tercios de las alcaldías que controlaba. La derrota más dolorosa la sufrió en San Pablo, su principal bastión durante años, donde apenas obtuvo el 16% de los votos. Pero el retroceso se produjo en todo el país. Mientras en la primera vuelta de las elecciones municipales de 2012 el PT había obtenido más de 17 millones de votos, en la de 2016 no llegó a 7 millones.

La segunda vuelta, realizada el domingo, se realizó en 57 municipios con más de 200.000 votantes donde ningún candidato había obtenido la mayoría absoluta. Entre esas ciudades había 17 capitales de estado, incluyendo Río de Janeiro, Porto Alegre, Curitiba y Fortaleza. El PT volvió a sufrir una aplastante derrota. A partir de ahora sólo gobernará en la capital del pequeño estado amazónico de Acre. Esa ciudad es también la única de más de 200.000 habitantes en la que gobernará el PT, que hasta ahora controlaba 17 ciudades de ese porte.

Estas cifras merecen múltiples lecturas. Por lo pronto, parece claro que, a ojos de una contundente mayoría de los brasileños, el PT no es una víctima inocente que deba ser defendida en las urnas, sino un partido desacreditado que merece un duro castigo electoral. Eso pinta un panorama complicado de cara a las elecciones nacionales de 2018.

Pero hay otro aspecto que merece ser colocado en el centro de la reflexión. En cada una de las dos vueltas electorales, la suma de abstenciones, votos nulos y en blanco superó el 40% del total. En las ciudades más importantes, como San Pablo, Río de Janeiro, Porto Alegre, Belo Horizonte y Curitiba, la suma de quienes se abstuvieron, votaron en blanco o anularon su voto fue mayor que la de quienes votaron al candidato que resultó electo. Es decir: en los sitios de mayor concentración de población, “ganaron” los que dieron la espalda a las elecciones.

Este es el peor legado de los “progresismos” que hoy empiezan a retirarse en la región. Esos partidos llegaron al gobierno enarbolando promesas de pureza política, de transparencia y de honestidad. Se suponía que se abría una época como no había habido otra. Y decenas de millones de ciudadanos les creyeron.

Una década más tarde, todo se ve muy diferente. Los Kirchner resultaron ser la cleptocracia más monstruosa que jamás existió en América Latina; el PT de Lula organizó el mayor operativo de corrupción sistemática que haya conocido Brasil; la chilena Bachelet vive rodeada de escándalos que involucran a miembros de su familia y el Frente Amplio se niega a que sean investigados los negocios con Venezuela de un oscuro monopolio de facto otorgado a un señor que vivía en la casa del presidente de la República.

Que los gobiernos supuestamente progresistas lleguen y se vayan es parte del juego democrático. Lo terrible es la ola de desencanto ciudadano que dejarán a su paso. Millones de personas alimentarán un profundo escepticismo hacia las instituciones, como contracara de la fe que depositaron en promesas que resultaron ser demagógicas.

Esa decepción masiva y potencialmente peligrosa es la gran responsabilidad histórica con la que cargará la “ola progresista”.

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Pablo Da Silveira

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