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Democracia desafiada

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La democracia, dijo Churchill, es el peor de los regímenes políticos con excepción de todos los demás. Y hasta hoy no ha aparecido un contraejemplo.

La democracia, dijo Churchill, es el peor de los regímenes políticos con excepción de todos los demás. Y hasta hoy no ha aparecido un contraejemplo.

Eso no significa que no enfrente dificultades. De hecho, hoy vivimos un período tan cargado de desafíos como no ocurría desde los años treinta del siglo XX, es decir, desde la oscura época en la que crecieron, entre otros, el fascismo, el falangismo, el nazismo y el estalinismo. Trump en Estados Unidos, Le Pen y Mélenchon en Francia, Wilders en Holanda, Podemos en España y las diversas variantes de populismo que conocemos en América Latina son, más allá de especificidades, síntomas de una misma ruptura entre buena parte del electorado y una manera de entender la democracia.

Explicar esta evolución no es sencillo, pero al menos parte de la respuesta tiene que ver con un cambio ocurrido en el correr del siglo XX: la sustitución de una democracia de elites por una democracia de masas.

Desde los tiempos de la primera revolución inglesa hasta bien entrado el siglo pasado, los mecanismos de representación política fueron entendidos como un instrumento para seleccionar a las elites encargadas de gobernar. No solo ocurría que una pequeña parte de la sociedad tenía derecho a voto. Además, el voto se entendía como una manera de elegir a los más capacitados para asumir responsabilidades públicas. Por ejemplo, la elección indirecta del presidente de la república era una manera de delegar en los notables de cada lugar la tarea de discutir y entrar en contacto con unos candidatos que eran desconocidos para la gran mayoría.

La ampliación de los derechos políticos y la evolución tecnológica permitieron avanzar hacia una democracia que se volvió más inclusiva y, en consecuencia, más sensible a una gran diversidad de demandas. Pero durante un buen tiempo se mantuvo la idea de que las elecciones eran un mecanismo para elegir a los más aptos para gobernar. Hasta hace bien poco, los ciudadanos entendían que se votaba para elegir a quienes se consideraban más capacitados que el votante promedio.

Esa cultura política hoy está en cuestión. Muchos estadounidenses que votaron a Donald Trump, no lo hicieron porque lo consideraran mejor que ellos sino porque lo veían como un igual (por ejemplo, como alguien que compartía un mismo desprecio hacia los políticos profesionales instalados en Washington). Por una razón similar (no por estar mejor preparado, sino por ser como ellos) muchos uruguayos votaron a José Mujica.

Este cambio viene acompañado de cosas buenas: la ciudadanía de las democracias actuales es menos sumisa y está menos dispuesta a tolerar castas que se rodeen de privilegios. Pero también hay aquí graves peligros.

Que un candidato sea como yo en su manera de hablar o en su manera de despreciar a “los que siempre mandaron” no garantiza que sea un buen gobernante, ni que sea justo. Por otro lado, si bien es bueno ampliar el círculo de quienes están en condiciones de disputar el acceso al gobierno, difundir la idea de que el pueblo como un todo puede ejercerlo de manera directa es promover una fantasía fácil de manipular.

De manera general, quienes han gobernado en nombre del pueblo como un todo (il popolo, das Volk, la España Una, el proletariado soviético) han hecho más daño que quienes reconocen haber sido transitoriamente electos por una ciudadanía que votó dividida.

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Pablo Da Silveira

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