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El costo del Ceibal

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En los últimos días el gobierno ha celebrado los diez años de ejecución de uno de sus proyectos más emblemáticos: el Plan Ceibal. Las distintas actividades realizadas han destacado diferentes aspectos, pero en general han soslayado un punto que debería formar parte de todo análisis serio de la cuestión: lo que el Plan Ceibal le ha costado al país, y lo que ese costo significa en términos de política educativa.

En los últimos días el gobierno ha celebrado los diez años de ejecución de uno de sus proyectos más emblemáticos: el Plan Ceibal. Las distintas actividades realizadas han destacado diferentes aspectos, pero en general han soslayado un punto que debería formar parte de todo análisis serio de la cuestión: lo que el Plan Ceibal le ha costado al país, y lo que ese costo significa en términos de política educativa.

El Plan Ceibal empezó a ejecutarse en 2007, con un modesto presupuesto de dos millones y medio de dólares (algo más de dos millones de inversiones y algo menos de medio millón en gastos de funcionamiento). Al año siguiente se dio un salto inmenso: en el correr de 2008, el Plan Ceibal generó costos por más de 80 millones de dólares. Entre 2009 y 2014, el costo anual osciló en torno a los 50 millones (a veces un poco más, a veces un poco menos). Y de 2015 en adelante ha oscilado en torno a los 60 millones de dólares por año.

En resumen, desde que el Plan Ceibal fue creado hasta hoy, la iniciativa ha costado a los uruguayos unos 500 millones de dólares. Quinientos millones es mucha plata en cualquier parte del mundo, y en especial lo es en un país pequeño como el nuestro. Para tener una referencia, esa cifra no está muy lejos de lo que costó el rescate de Ancap. O, para poner un punto de referencia propio de la vida educativa, con 500 millones hubiéramos podido construir y equipar más de 200 escuelas de tiempo completo en todo el país.

A la luz de estas cifras, hubiera sido bueno que la decisión de embarcarse en la ejecución del Plan Ceibal hubiera estado precedida de una reflexión estratégica cuidadosa. ¿Es mejor que el país gaste 500 millones en ejecutar este Plan o en construir más de 200 escuelas de tiempo completo? ¿Cuál de esos dos caminos conduciría a resultados más valiosos para los alumnos y más sostenibles en el tiempo?

Estas preguntas no tienen respuestas obvias, pero, por lo que sabemos, nadie las consideró en profundidad. El propio director del Plan Ceibal, el ingeniero Miguel Brechner, informó hace poco a la prensa que la reunión con el presidente Vázquez en la que presentó el proyecto y recibió el visto bueno para ponerlo en marcha duró catorce minutos y medio. Esa no parece una manera responsable de decidir el destino de 500 millones de dólares aportados por los contribuyentes.

Ahora el Plan Ceibal lleva una década de ejecución y el reloj no puede volver atrás. Aun en el caso de que hubiera sido mejor gastar esos recursos en escuelas de tiempo completo, el gasto está hecho y sería un error pegar un nuevo volantazo con igual irresponsabilidad.

Lo que importa ahora es tener claro este costo acumulado, como unidad de medida para exigir resultados. Si los beneficios que arroja el Plan Ceibal son inferiores a los que hubiera generado la instalación de más de 200 escuelas de tiempo completo que hoy no existen, entonces estaríamos ante plata mal gastada. Si los resultados son superiores, entonces, cualquiera sea la prolijidad o desprolijidad del camino recorrido, podemos declararnos satisfechos.

En un país en el que se ha derrochado dinero en muchos proyectos demenciales (desde las mil aventuras de Ancap hasta AlasU), el Plan Ceibal está lejos de ser la locura más grande. Pero sus diez años lo ponen en situación de rendir cuentas ante los uruguayos. Y debe hacerlo de manera muy exigente.

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Pablo Da Silveira

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