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El genio y la ignorancia

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Al parecer Donald Trump no tiene quien le cante. Stephanie Winston Wolkoff, organizadora de la investidura del 20 de enero, ha recorrido en vano el espinel de celebridades artísticas con poco resultado.

Al parecer Donald Trump no tiene quien le cante. Stephanie Winston Wolkoff, organizadora de la investidura del 20 de enero, ha recorrido en vano el espinel de celebridades artísticas con poco resultado.

Este asunto me recordó, una vez más, la significación, en el último siglo y medio, de “los olímpicos”, individuos célebres, preferentemente por las artes, que ponen su fama al servicio de causas o partidos. A diferencia de los políticos, los olímpicos carecen de la presión de la responsabilidad pública y no deben de dar cuenta al electorado de sus enfáticas campañas.

Este sistema es un invento del siglo XX. La revolución rusa y el movimiento comunista internacional construyeron una imponente máquina cultural de camaradas y compañeros de ruta. Los olímpicos entraron con fuerza durante el tiempo de los Kennedy en los Estados Unidos, pero no con el empaque intelectual sino con el glamour de Hollywood.

Ahora bien, ¿qué méritos puede presentar un olímpico para cosechar adhesiones para un candidato? En teoría los mismos que Ud. y yo: simples ciudadanos. Es más, los artistas y científicos más destacados, no solo no transfieren las virtudes que los hacen célebres al resto de sus destre-zas u opiniones sino que suelen ser limitados, precisamente por su absorbente especialización.

Las opiniones de Meryl Streep o Clint Eastwood no debieran ser consecuencia de su imagen en la pantalla o en el escenario. La definición más conmovedora de este dilema la proporcionó Jean-Luc Godard: “¿Cómo puedo odiar a John Wayne por su apoyo a [Barry] Goldwater [un candidato de extrema derecha] y sin embargo amarlo con ternura cuando de repente toma en sus brazos a Natalie Wood en el último rollo de The Searches (John Ford, 1956)”?

“Tres reyes mandan en el póker y no significan nada en el truco.” (Jorge Luis Borges). Y esto se aplica para el propio autor.

En 1965, sus textos se entrelazaron, en un disco memorable, El Tango, con la música de Astor Piazzolla y el violonchelo vocal de Edmundo Rivero.

Si bien reconoció que no sabría diferenciar entre Bee-thoven y Juan de Dios Filiberto, Borges se había jactado de amar y conocer el tango primitivo y despreciar el que trajo consigo el bandoneón, Gardel y las letras. Había un cierto punto de coincidencia en ese rechazo. Piazzolla pretendía fundar un postango apelando a los recursos de la música occidental moderna. El resultado es memorable; el juicio mutuo, posterior a la obra, terrible.

Publicado el disco, el escritor dijo que ni él ni su madre gustaban de la música que Piazzolla había puesto a los textos, porque no era tango y se refería al músico como “Astor Pianola”. Alguna vez le pegó en la matadura: “Es un bruto y tan vanidoso. Uno de sus tangos se llama «Melancólico Buenos Aires»”, refiriéndose al uso pretencioso del lenguaje. Este replicó que Borges era “sordo” e “ignorante” para la música.

Ignoro si Borges sabía algo de música, lo cierto es que sus juicios son arbitrarios e irrelevantes; del mismo modo, salvo excepciones, las obras de Piazzolla con letra, no se encuentran entre lo mejor de su obra, de lo que puede deducirse que tampoco sabía mucho de poesía. Sin embargo “El tango” encierra genialidades.

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Luciano Álvarez

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