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El cura y el Che

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Javier Arzuaga nació en 1928 en Oñate, Guipúzcoa. “Mi padres eran muy buena gente, buenísimos; también eran hijos de su tiempo. En nuestra casa se rezaba más que en muchos conventos. No que se rezara bien o mal, sino que se rezaba. Y se cantaba…”

Javier Arzuaga nació en 1928 en Oñate, Guipúzcoa. “Mi padres eran muy buena gente, buenísimos; también eran hijos de su tiempo. En nuestra casa se rezaba más que en muchos conventos. No que se rezara bien o mal, sino que se rezaba. Y se cantaba…”

A los diez años, Javier entró al seminario franciscano de Arantzazu. A esa edad “ningún niño sabe si es o no llamado por Dios a la ‘vida religiosa’, yo no sabía si tenía o no tenía vocación.” Fue un “mal estudiante pero un buen lector”. Nunca se llevó bien con la autoridad.

Sin embargo, a pesar de sus dudas, sus rebeldías e indisciplinas, luego de trece años de seminario tomó los hábitos. Inmediatamente, en 1952, lo destinaron a Cuba. Luego de cumplir varias funciones y abrir los ojos al mundo, quizás demasiado, lo nombraron Párroco de Casa Blanca, un barrio al otro lado de la bahía de La Habana. “No se preocupe, es una parroquia muy chiquita y verá que le coge el pulso en un dos por tres”, le dijo su superior.

La parroquia estaba lejos de hervir de feligreses y tampoco ayudaban las crecientes dudas de Javier sobre su vocación y ministerio, ese “torbellino que ya se me estaba formando arriba, al medio y un poco más abajo”. Encontró en una joven “una amistad elevada a sentimiento de nivel y grado superior”, pero “haciendo de tripas corazón” siguió adelante, sin decir nada a nadie. En lo cotidiano le preocupaba más la justicia social que las “verdades eternas”. “Eso sí, “Dios y Jesús de Nazaret y María Santísima seguían intocables”.

Eran tiempos de la dictadura de Batista y la insurrección en la Sierra Maestra. El P. Arzuaga -como la mayoría de los franciscanos en Cuba- simpatizaba con los rebeldes.

Dentro de los límites de su parroquia se encontraba la Cabaña, una fortaleza del siglo XVIII que albergaba a unos mil efectivos militares. Arzuaga era, en consecuencia su párroco y capellán. Cada domingo a las diez de la mañana bajaba un jeep militar para llevarlo a celebrar la misa en la capilla de la Fortaleza.

Muchas de las familias de los militares y policías vivían en el barrio: “Eso me obligaba a hablar y actuar con cuidado y no poco disgusto.” Javier “creía con fe de carbonero bruto en Fidel Castro y su gente. Creía que sus ideas y proyectos revolucionarios eran limpios, que efectivamente Cuba amanecería a una mejor vida cuando la sierra bajara al llano y sus ideas caldearan ciudades y pueblos.” En cambio, “no veía a la Iglesia oficial muy envuelta o involucrada en la tarea, sí, en cambio, a los católicos laicos. Sabía que en sus filas había líderes bien formados y deseosos de aportar ideas, ilusiones y entregas, incondicionalmente. Ansiaba que llegara el día.” Incluso, el joven cura llegó a incursionar en alguna actividad clandestina.

La Cabaña también se usaba como cárcel política. Un día se presentó en la gran casa colonial del jefe del regimiento y comandante de la fortaleza: Roberto Fernández Miranda, “cuñadísimo” de Batista y le solicitó permiso para atender religiosamente a los presos: “No, aquí no hay presos”; el sacerdote replicó: “Sus soldados me han dicho que aquí hay presos y él me decía: No, usted está equivocado, usted ha entendido mal”.

En la Nochevieja de 1958 Fernández Miranda abandonó la Cabaña y Cuba. A las 2 y 40 de la madrugada del 1 de enero de 1959, junto a su familia y la de Batista, el dictador y sus íntimos, subió al avión DC-4 en el que huyeron. Comenzaba la Revolución.

El párroco se unió al júbilo general, “Sin necesidad de que nadie me empujara, grité y canté hasta que se me fue la voz y seguí saltando y gesticulando mi entusiasmo mezclado con la gente por calles y plazas hasta que caí rendido”.

El 3 de enero, la Cabaña tenía un nuevo jefe y la casa un nuevo inquilino: Ernesto Guevara de la Serna, el Che.

El domingo 4, a la hora de la misa en Casa Blanca, vio “caras reventadas de felicidad y de cansancio, otras cargadas de preocupación y de temor”.

Fidel Castro, en sus ya interminables discursos, anunciaba, en muchos casos con nombre y apellido, la aplicación de una justicia ejemplar a cuantos hubieran defendido la dictadura.

En la Cabaña se organizaron los tribunales de justicia revolucionaria y se llenó de presos. “El evangelio me prohibía ser neutral, -escribiría Javier- me obligaba a preferir al más necesitado, al enfermo, al perseguido, al encarcelado, y reservar para él mi mejor parte, mi mejor entrega, mi mejor servicio. Traté de echar a un lado ese despunte de autenticidad y de generosidad. ¿Cuándo yo había avistado en mi interior semejante tipo de obediencia al Evangelio? Era ridículo”. Sin embargo, aquel que se consideraba a sí mismo como un mal servidor de Dios, el 6 de enero tomó el repecho hacia la Cabaña y pidió audiencia con el Che. No ocultó su admiración al saludar al “héroe de Santa Clara”, le explicó su función y conversaron.

El comandante era buen conversador, un hombre muy seguro de sí mismo que no ocultaba su prosapia. Hablaron de los Guevara que desde el siglo XII fueron señores de Oñate, el pueblo de Javier y según el Che “cargados de siglos y noblezas, y de fechoría de señores feudales seguramente”. Arzuaga le habló de los Guevara “que avasallaron durante siglos mi pueblo de Oñate”, contándole alguna anécdota. “No pretenderá que yo repare las barbaridades cometidas por mis antepasados, si de hecho lo son ¿verdad?”, le respondió el Che. También charlaron sobre la revolución, la religión, la iglesia, el marxismo... En ningún momento “disimuló su crueldad, se presentó ante mí como lo que era, una persona entregada a su utopía, si la revolución le pedía matar, mataba, si le pedía mentir, mentía. Ese era el Che, un hombre entregado a una idea, para mi disparatada”.

Por fin, el sacerdote le explicó su tarea y sus intenciones: dar misa a la tropa y visitar a los presos, más de 800, que se apiñaban en un espacio donde apenas había lugar para 300. La respuesta fue inversa a la del anterior comandante. “No, lo primero, [la misa], no, aquí ya se acabaron esas cosas. Sobre visitar a los presos, cuando quiera, día y noche a la hora que quiera para lo que usted quiera, eso es suyo, trabajo le vamos a dar y mucho”. En A la Medianoche, el libro que escribiría cuarenta años más tarde Javier Arzuaga reflexiona: “Efectivamente así mismo fue, tuve mucho trabajo”. A principios de febrero de 1959 comenzaron los fusilamientos. (Continuará)

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Luciano Álvarez

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