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Las bellas mal maridadas

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Manuel Fernández Álvarez, en Casadas, monjas, rameras y brujas (2002), se interroga sobre la condición de la mujer durante el Siglo de Oro español, tiempos de Cervantes, Lope de Vega, Quevedo, fray Luis de León, San Juan de la Cruz, Santa Teresa de Ávila o Góngora y el imperio donde no se ponía el sol.

Manuel Fernández Álvarez, en Casadas, monjas, rameras y brujas (2002), se interroga sobre la condición de la mujer durante el Siglo de Oro español, tiempos de Cervantes, Lope de Vega, Quevedo, fray Luis de León, San Juan de la Cruz, Santa Teresa de Ávila o Góngora y el imperio donde no se ponía el sol.

Para la mujer no había en el mundo más que dos destinos honorables: casada o monja.

Sin matrimonio o convento, la solterona quedaba literalmente “para vestir santos” en iglesias y parroquias. Otras, las que perdían el honor, madres solteras, vivían infamadas y su destino era un rincón de la casa paterna o algún pariente generoso, el convento, o el prostíbulo, salvo que pertenecieran a los estratos superiores de la sociedad, donde parir bastardos era habitual y ventajoso, incluso algunos fueron destinados a la gloria, como Don Juan de Austria, pues tenían la virtud de no competir por el trono y al tiempo servir al reino.

Los criterios para el casamiento imponían cuatro condiciones fundamentales:

La virginidad de la novia, salvo viuda, era excluyente, aunque no faltaban trucos para disimular su carencia. Además el matrimonio era un arreglo entre familias y dentro de un mismo nivel social. Una cuarta condición, aunque no tan rígida, es que los novios fueran del mismo lugar. Los forasteros no solían ser bienvenidos como lo cuenta Lope de Vega en El caballero de Olmedo, asesinado por forastero y por cortejar a doña Inés: “Que de noche le mataron / al Caballero, / la gala de Medina, / la flor de Olmedo”.

Estas tres condiciones tenían que ver con el negocio que era la base matrimonial (unión y conservación de riquezas, tierras y familias.)

La transgresión tenía consecuencias durísimas. La historia de Gonzalo de Yepes y Catalina Álvarez, padres del religioso y poeta místico San Juan de la Cruz (1542-1591), es un caso ejemplar: violaron la segunda y tercera condición y la familia de Gonzalo los condenó a la miseria y el hambre.

Grandes humanistas se ocuparon de la cuestión. Fray Luis de León, desde la cárcel, escribió La perfecta casada como regalo de matrimonio a María Varela Osorio, inspirándose en los Proverbios de Salomón, mientras que Fray Antonio de Guevara enumeró así sus virtudes:

“…que tenga gravedad para salir, cordura para gobernar la casa, paciencia para sufrir al marido, amor para criar a los hijos, afabilidad con los vecinos, diligencia para guardar la hacienda, cumplida en cosas de honra, amiga de honesta compañía y muy enemiga de liviandades de moza.” Esta última advertencia, junto con la “paciencia para sufrir al marido”, tenía sólidos fundamentos.

Los hombres se casaban tarde, por no decir viejos, de acuerdo a la media de vida de aquel tiempo, sobre los cuarenta años y procuraban jóvenes, muy jóvenes, para asegurarse su virtud en flor.

Estas condiciones eran el mejor caldo de cultivo para la infidelidad. No en vano Rabelais, en Gargantúa y Pantagruel brinda este consejo: “Para no ser cornudo, la mejor garantía es no casarse.”

Fray Antonio de Guevara lo sabe y elige de dos males el menor: “…empero digo que es menos dañoso para la honra que la mujer sea secretamente deshonesta, que no sea públicamente desvergonzada.”

La realidad y la literatura proveen un personaje insoslayable para mediar y encubrir las relaciones ilícitas: la alcahueta, (del árabe al-qawwád, mensajero): La Celestina, de Fernando de Rojas o la Fabia, en El caballero de Olmedo son notorios ejemplos.

La infidelidad -riesgo, temor y trance-, no eximía ni a los más grandes. Fernando de Aragón, apenas viudo de Isabel la Católica se casó, en marzo de 1506, con Germaine de Foix, una princesa francesa. Ella de 18 años, el rey de 55. Fernando quiere un heredero que quite del medio a su yerno Felipe el Hermoso y luego a su hija, Juana, llamada la Loca. No lo logra. Diez años más tarde sufre una hemiplejia, dicen que por haber abusado de la ingesta de testículos de toro, que por aquel tiempo se creía infalible afrodisíaco, “que face desfallecerse a la mujer debajo del varón”, según un texto médico. No pasan pocos días del ataque que el rey mandó encarcelar a Antonio Agustín, vicecanciller de la Corona de Aragón, el segundo de sus ministros. Sospechaba que mientras ejercía la segunda regencia en Castilla y en Aragón quedó doña Germaine como Lugarteniente General, pretextando asuntos del reino Agustín, visitaba a su reina a horas desusadas de la noche.

Antes de morir, el 23 de enero de 1516, Fernando el Católico escribió una última carta a su nieto y sucesor, el entonces joven Carlos, que sería conocido como el emperador Carlos V, en la que decía: “... vos miraréis por ella y la honraréis y acataréis...” y añadiría que la reina debía vivir “donde pueda ser honrada y favorecida de vos y remediada en todas sus necesidades...”.

Carlos bien que se ocupó de su abuelastra. Tenía entonces diecisiete años y Germaine, veintinueve, viuda joven, de buen talle, en la plenitud de la vida.

Ambos tenían por lengua materna el francés, una facilidad que les unía y les aislaba del entorno castellano. Durante dos años Germaine acompañó a Carlos en sus viajes por España y en la coronación en Aquisgrán. Tuvieron una hija, Isabel, cuya existencia se aclaró recién en 1990, cuando apareció un documento probatorio.

Ya emperador, Carlos casó a Germaine con un personaje de su corte, el marqués de Brandenburgo y le otorgó el virreinato de Valencia.

Como se infiere de lo narrado, las diferencias de edad proporcionaban una compensación para aquellas mujeres: la temprana viudez.

Luego de pasar el trago amargo de sufrir un marido viejo y doliente al que atender, proclive al abuso de autoridad, producto de las desconfianza y los lógicos celos que sus impotencias generaban, su muerte solía dejarlas en una ventajosa posición, dueña y administradora de bienes, grandes o pequeños, desde reinos a labradíos. Es así que la Historia nos provee de imponentes viudas, cuyas historias dejo, por hoy, a cuenta y ejemplo: María la Comunera, que resistió en Toledo nueve meses a las tropas de Carlos V; la Adelantada Mencía Calderón, que guió una expedición hasta Asunción; Inés de Suárez, amante de Pedro de Valdivia, cofundadora de Santiago de Chile; Isabel Barreto, primera mujer almirante de la mar en el reino de Castilla o María Rodríguez de Monroy, conocida como Doña María la Brava.

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Luciano Álvarez

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