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Beatriz Galindo, la Latina

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Isabel I, reina de Castilla (1451-1504), fue “mujer entera, en la tierra la primera”, según el merecido elogio del poeta Pedro de Cartagena (1456-1486). Supo hacerse del poder, defenderlo, controlar a su díscolo y amado marido, Fernando de Aragón y sentar, entre ambos, las bases de un imperio sobre el que no se pondría el sol. La conducta “viril” que hubo de desplegar como gobernante, no le quitó tiempo ni sensibilidad para amar el conocimiento y las artes.

Isabel I, reina de Castilla (1451-1504), fue “mujer entera, en la tierra la primera”, según el merecido elogio del poeta Pedro de Cartagena (1456-1486). Supo hacerse del poder, defenderlo, controlar a su díscolo y amado marido, Fernando de Aragón y sentar, entre ambos, las bases de un imperio sobre el que no se pondría el sol. La conducta “viril” que hubo de desplegar como gobernante, no le quitó tiempo ni sensibilidad para amar el conocimiento y las artes.

En aquella corte trashumante y guerrera, Isabel se hacía acompañar por los mejores músicos, poetas y humanistas; cuidó con esmero la educación de sus hijo e hijas, incluso la de Juan, en una época que no se consideraba el estudio como elemento digno de una educación viril.

Entre sus hijas, Juana y Catalina destacaban como excelentes bailarinas, y todos tenían buena cultura musical y podían tocar varios instrumentos.

El humanista italiano Pedro Mártir de Anglería fue nombrado “maestro de caballeros de la corte” para que educase a su hijo y sus cuatro hijas, así como a los hijos de la alta nobleza española que hasta entonces solo se educaban en el uso de las armas. Junto a ellos hubo también un grupo de jóvenes mujeres apodadas Puellae doctae (Las jóvenes sabias) que formaron parte de los círculos cortesanos y participaron en el proyecto educativo de la reina a la par de los hombres. Los maestros, todos humanistas destacados, eran muy bien pagos. Sus salarios oscilaban entre cincuenta y cien mil maravedíes. Para hacerse una idea de lo generoso del salario, Cristóbal Colón ofreció al primer navegante de su expedición que avistase tierra diez mil maravedíes.

Entre 1480 y 1481 ingresó a la corte Beatriz Galindo, nacida en Salamanca en 1465, oriunda de una familia de humildes hidalgos. En principio había sido destinada por sus padres a la vida monacal, casi el único camino para las mujeres de su época que pretendieran estudiar.

Niña prodigio, manifestó y demostró una pasión y capacidad por el estudio que mantuvo a lo largo de toda su vida. Apenas llegaba a los dieciséis años y ya había recibido al apodo que pasaría a la historia -la latina- por sus conocimientos de la lengua clásica. Leía fluidamente los clásicos -amaba a Aristóteles-, se expresaba con una facilidad tan fuera de lo común que dejaba incluso desairados a algunos catedráticos de la Universidad salmantina. Su fama se propagó, primero por Salamanca, luego por la Provincia, luego por el Reino. Se dice incluso que llegó a dictar clases en la Universidad. Tal cosa no consta ni era posible, pero es muy probable que lo hubiera hecho como lectora invitada, fórmula empleada para quienes sin pertenecer a la institución académica tenían los méritos suficientes para impartir alguna clase extraordinaria

Su ingreso al convento se dilató sine die cuando la Reina Isabel la llamó a su corte. El rey Fernando era muy capaz en el dominio del latín, la lengua internacional de aquellos tiempos, pues su padre, dado su destino, se había encargado personalmente de que lo conociera perfectamente. En cambio, la reina, tan cultivada en otros terrenos, era escasa de saber en el latín.

Beatriz Galindo acompañaría desde entonces a la reina, que aunque joven, casi la doblaba en edad, como su maestra de latín y consejera durante más de veinte años. Incluso le acompañaba durante las campañas militares, para no interrumpir las clases.

La reina resultó excelente alumna. Al poco tiempo, ya redactaba cartas y documentos oficiales en latín.

Por otro lado, el conocimiento de los clásicos demostrado por la Latina la convirtió pronto en una verdadera consejera de Estado. En la familiaridad del despacho y aposentos reales, rezaban juntas, discutían sobre asuntos propios del clero y de grandes asuntos de la filosofía y el reino. Entre los hijos de los Reyes Católicos, la más aventajadas era Juana, la tercera de las princesas. Las crónicas de la época dan testimonio sobre su talento al recitar y escribir versos en latín, influida por Beatriz Galindo.

Ya dejaba de ser joven, tenía veintiséis años, era hermosa y sin pretendientes, cuando la reina decidió arreglar un buena boda para su consejera. La casó en 1491 con Francisco Ramírez, secretario y consejero de los Reyes Católicos y capitán general de la Artillería, viudo, con cinco hijos, treinta años mayor. Isabel la dotó de la imponente cifra de medio millón de maravedíes. Cuentan los cronistas que la unión fue serena y otorgó casi diez años de felicidad a la pareja; tuvieron dos hijos: Fernán y Nuflo, los que para dolor de la latina, murieron muy jóvenes.

Su posición económica fue lo suficientemente holgada como para realizar un préstamo de 1.200.000 maravedíes a su reina, generosamente reembolsado. Sin embargo para Beatriz Galindo regía el proverbio bíbli- co “Mejor es adquirir sabiduría que oro preciado”. Fundó el primer Hospital para Pobres de Madrid en el centro del barrio que hoy lleva su nombre.

Beatriz Galindo fue más maestra que escritora, apenas nos ha legado un par de cartas en latín, algunos versos, alguna anotaciones en los textos de Aristóteles y su testamento redactado por su propia pluma, impecable en la redacción.

En el testamento dejaba toda su fortuna -que era realmente importante- al Hospital de los Pobres, del cual nadie se iba hasta tener o el pan o el trabajo asegurado.

En 1504 murió Isabel la Católica. La Latina abandonó la corte y se retiró a su palacio, sin dejar de prestar atención a su devenir. Así, cuando el rey Fernando, apenas muerta la reina, se casó con Germaine de Foix, no ahorró duras palabras hacia su soberano.

Murió con casi 69 años en 1534.

Su sabiduría fue bien asimilada por sus alumnas reales y llamaron la atención a todos los reinos a los que el destino -pocas veces generoso con ellas- las llevó. doña Juana, casada con Felipe el Hermoso; Catalina de Aragón, casada sucesivamente con Arturo, Príncipe de Gales, y Enrique VIII de la casa Tudor de Inglaterra, e Isabel y María, casadas sucesivamente con Manuel I de Portugal.

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Luciano Álvarez

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