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La palabra del 2016

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El Diccionario Oxford consagró la palabra del año que se fue. The Economist la apadrinó. ¿Cuál es? “Post-truth”. Literalmente se traduce como “posverdad” y se la usa para calificar los tiempos actuales como una era donde la verdad quedó atrás y ya no importa.

El Diccionario Oxford consagró la palabra del año que se fue. The Economist la apadrinó. ¿Cuál es? “Post-truth”. Literalmente se traduce como “posverdad” y se la usa para calificar los tiempos actuales como una era donde la verdad quedó atrás y ya no importa.

Según la definición oficializada en inglés, el vocablo denota circunstancias o contextos en los cuales la opinión pública ya no responde a los hechos objetivos sino a la emoción y a las creencias personales de cada uno. La pusieron de moda las victorias del Brexit y Donald Trump, urdidas ambas con fantasmas e irracionalidades donde la argumentación chocó contra murallas de prisiones mentales. Tales murallas custodian los cerebros con el antiguo lema “Yo ya tengo mi opinión formada: no me vengan con hechos”, una expresión que entrecasa suena a chiste pero que en la historia antigua y actual figura en la base miserable de fanatismos, persecuciones y crímenes contra el pensamiento.

En consecuencia, no hay nada que festejar en el éxito de la palabrita. Documenta que aun en los países desarrollados el discurrir se ha hecho cada vez más banal, el relativismo se ha institucionalizado y son muchos los votantes que no sienten que la libertad conlleva su responsabilidad de oír al prójimo y compulsar las pruebas que aduce.

Ahora bien. La palabreja no es nueva. Ya en 2004 la usó Ralph Keyes en el título de “La era de la posverdad: Deshonestidad y Decepción en la Vida Contemporánea”, libro donde se pregunta si “hemos alcanzado un estado de evolución social que estaría detrás de la honestidad” y afirma que “la decepción se ha convertido en lugar común en todos los niveles de la vida contemporánea”.

Reconozcamos en esos dramáticos conceptos no solo a los estadounidenses y los europeos. Admitamos que 2016 justifica que, ya con 12 años -en los límites de la adolescencia, a las puertas de la Bar Mitzvah- el vocablo “posverdad” -institucionalización de la mentira- se haya ganado su consagración final no solo en el robusto hemisferio norte -que ya venía escorado primero con Bush sobre Irak, luego con Goldman Sachs, después con WikiLeaks.

Se la ganó también en nuestro enclenque Mercosur, donde hay dos expresidentas que mantienen huestes políticas seducidas por “relatos” que sobreviven a las pruebas que las lapidan. Y donde, para vergüenza nuestra, hubo quien se encaramó en la Presidencia proclamando “como te digo una cosa, te digo la otra”, es decir, menospreciando todo compromiso con convicciones de verdad; hay quienes falsifican la historia, contando a las nuevas generaciones que los tupamaros lucharon por la democracia; y por si fuera poco, hay quienes siguen proclamándose de izquierda mientras apañan mentiras sobre un título universitario y aplauden a los sucesivos autores de la ruina de Ancap, honrosamente socializada por el Uruguay desde 1931.

Introducir palabras nuevas llena el ojo: antes soportamos deconstrucción y posmodernidad. Ahora nos llega posverdad. ¡Guambia!

Ponerle un nombrete a la insensibilidad frente al macaneo y llamarle “era” a un recodo más de decadencia puede inducir a resignarse a la mentira.

Nuestro camino es otro: por encima de lo que votemos, unirnos para restablecer juntos las verdades del sentimiento, el pensamiento y la vida entera, cuya ausencia sumió al país en una larga epidemia de desamor.

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Leonardo Guzmán

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