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Año Nuevo de todos

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El vicepresidente Sendic en un juzgado penal declarando sobre el título que ostenta pero no existe. El expresidente Mujica aplicando a los vecinos su acuñada ordinariez verbo-excrementicia. El país sentado sobre polvorines de pérdidas. La política reducida a danza de nombres y vaciada de ideas. La vida civil sumida en el relativismo y la confusión.

El vicepresidente Sendic en un juzgado penal declarando sobre el título que ostenta pero no existe. El expresidente Mujica aplicando a los vecinos su acuñada ordinariez verbo-excrementicia. El país sentado sobre polvorines de pérdidas. La política reducida a danza de nombres y vaciada de ideas. La vida civil sumida en el relativismo y la confusión.

Si abrimos cada uno de esos rubros y nos detenemos, además, en los déficits ya endémicos en educación, cultura y seguridad -con más muertos en las cárceles de estos años que en las de la dictadura- no nos cabe en el alma la ristra de las angustias nacionales. Que, para peor, crecen en un mundo donde el terrorismo asesino se cruza con la falta de metas, la inmigración ahogada y los populismos xenofóbicos.

Vivimos verdaderamente atosigados. El verbo “atosigar” no está de moda y suena a viejo, pero es actualísimo. Lo conjugamos a cada rato. Cada ciudadano transita entre decadencias, agobiado, acuciado y envenenado: en todas las acepciones, sí, atosigado.

Ante esto, ya no bastan los parches ni las chacritas ni la carpa de la Cruz Roja. Tampoco distraernos con la marca de la celeste. Tampoco ilusionarnos con candidaturas salvíficas.

Enfrentamos una caída radical de los valores, alimentada por una irracionalidad sin pudor que forma autómatas funcionales y menosprecia los sentimientos nobles y el pensamiento libre, que son nuestra única esperanza de volver a enlazarnos con el prójimo. Más allá del antiguo debate entre capitalismo y socialismo, asistimos a la formación de masas que no sirven para ningún sistema: individuos peleados con el ideal de persona, humanos peleados con el ideal de hombre, seres que quedan debajo de sí mismos.

En otra forma y con contexto tecnológico, estamos viviendo una tragedia bíblica. Podemos leerla en la clave judía de su origen, en el lenguaje cristiano de su expansión y en todos los idiomas teístas y ateos, positivistas y espiritualistas, materialistas, budistas, musulmanes y evangélicos que se dan cita en la libertad: a coro nos gritan que para salir de este disloque hay que recuperar los más elementales principios, que son lo realmente violado. Sabiéndolos elementales pero no livianos y consagrándoles una meditación tan laica como profunda.

La laicidad no consiste en negar la importancia del Misterio ni en paralizar la imaginación en la frontera de los sentidos y el interés. La laicidad tampoco finca en que cada uno se guarde para sí sus convicciones, indiferente a las del otro y callado por las dudas. El ideal laico es expandir un lenguaje de convivencia abierta, donde ensanchemos nuestro horizonte combatiendo la pereza mental y comprendiendo lo más posible. Eso requiere dialogar fuerte sobre lo que realmente nos duele y nos amenaza.

Enfermos de desorientación y desamparo, atravesamos un desierto. Como el pueblo judío en el Éxodo, sentimos el ansia de reglas pocas y claras como los Mandamientos de Jehová, gracias a los cuales la humanidad proclamó ideales que le impulsan a levantarse cada vez que se hunde en brutalidades y miserias.

Eso vale para todos, más allá de leyendas y credos. Y por eso, en el Uruguay 2016 la llegada el domingo de este 5777 de la cuenta hebrea debe detenernos en mucho más que el calendario, el saludo afectuoso y el brindis. Debe enfrentarnos a nosotros mismos.

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Leonardo Guzmán

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