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En el camino de Maduro y Cristina

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Los populistas latinoamericanos se parecen mucho. Reaccionan igual cuando están en el Gobierno. Ante cualquier problema, lo primero es diluir la responsabilidad, atribuírsela normalmente al que protesta o aún a la víctima, como ha pasado recientemente en el tema de los asesinatos. Si la oposición hace algún planteo serio al respecto, de inmediato se la acusa de desestabilización institucional. Todo el que cuestiona es golpista, todo el que intente juzgar es un “facho”, normalmente “pagado” por alguna fuerza ominosa.

Los populistas latinoamericanos se parecen mucho. Reaccionan igual cuando están en el Gobierno. Ante cualquier problema, lo primero es diluir la responsabilidad, atribuírsela normalmente al que protesta o aún a la víctima, como ha pasado recientemente en el tema de los asesinatos. Si la oposición hace algún planteo serio al respecto, de inmediato se la acusa de desestabilización institucional. Todo el que cuestiona es golpista, todo el que intente juzgar es un “facho”, normalmente “pagado” por alguna fuerza ominosa.

En el tema de seguridad pública, la escenificación abusiva y grotesca del Frente Amplio en la semana pasada, fue digna de Maduro y Cristina. Por supuesto, Maduro se lleva presos a quienes intentan “desestabilizar”. Cristina lo intentaba pero le era más difícil. Nuestro Frente Amplio, que sabe que es una farsa la acusación, organiza una gran actuación teatral y luego lanza toda su maquinaria, en redes sociales y programas de televisión, para descalificar al adversario.

Los senadores Larrañaga y Bordaberry formularon un planteo parecido: provocar la censura del Ministro del Interior y poner en funcionamiento el mecanismo establecido en los artículos 147 y 148 de la Constitución, que -en la hipótesis de un voto mayoritario por la caída del ministro- puede llevar a que el Poder Ejecutivo disuelva el Parlamento y convoque a nuevas elecciones parlamentarias. Para que ello ocurra debe haber primero un voto de censura en una de las Cámaras, luego deberá reiterarse esa censura por mayoría absoluta de la Asamblea General (reunión de ambas Cámaras), después el Poder Ejecutivo tiene la opción de sostener al ministro si la censura no llegó a los 2/3 de votos (caso en el que el Ministro queda cesante), luego -si la Asamblea persiste en su censura pero no alcanza los 3/5- el Presidente podrá sostener al ministro y disolver las Cámaras, convocando a una nueva elección de Parlamento.

Está claro que es un mecanismo extremadamente complejo y que, en las condiciones actuales, requeriría de una división muy grande en un Frente Amplio que hoy posee mayoría absoluta en las dos Cámaras. La decisión de disolver el Parlamento y convocar a elecciones, por otra parte, pertenece exclusivamente al Presidente de la República.

El planteo de los senadores, entonces, es simplemente un desafío político. Le dicen al Gobierno que si está de modo tan férreo abrazado a su Ministro del Interior, ¿por qué no se atreve a facilitar ese camino y dejamos que el pueblo decida una nueva composición parlamentaria?

Podrá este planteo compartirse o no, pero lo que está claro es que es absolutamente constitucional y tiene largos precedentes. En el caso del Ministro de Industria y Comercio Dr. Jorge Peirano, en el gobierno de Pacheco, en 1969 se votó la censura por 2/3 de la Asamblea General y el ministro cayó.

Puedo recordar que, en nuestra primera presidencia, en octubre de 1985, hubo un intento de censura al Ministro del Interior, Dr. Carlos Manini Ríos, ante un episodio sin importancia. El Poder Ejecutivo manifestó que, si se pensaba en censurar, se lo hiciera formalmente, se desencadenara el procedimiento del artículo 148, anunciando desde el primer momento que el Gobierno sostendría al ministro y que estaba dispuesto a llegar a la disolución de las Cámaras y la consecuente elección parlamentaria. Allí el desafío lo hizo el Gobierno, poniendo a la oposición en la opción de replegarse o censurar y arriesgar su disolución. Estábamos a ocho meses de instalado un gobierno de transición, y si en las primeras de cambio se volteaba al Ministro de Gobierno, este entraba en una situación peligrosa de fragilidad política. Finalmente el Parlamento no votó la censura formal y todo quedó en nada, pero la posibilidad abierta produjo su efecto.

En nuestro caso actual, como decimos, todo depende del Frente Amplio y no hay riesgo de nada. Sin embargo, el oficialismo, en el camino de los autoritarismos populistas que vienen declinando, se lanza a acusar de desestabilizadores a quienes proponen censurar a un ministro. El partido de Gobierno se ensaña con el Dr. Bordaberry. Soslaya que hay un planteo parecido del Dr. Larrañaga y solo lanza las baterías hacia un solo senador. Lo hacen del modo más inmoral, insultando, descalificando y hasta invocando la condición de hijo de un Presidente que participó de un golpe de Estado. Por cierto, este prejuicio injusto traslada a un ciudadano demócrata, parlamentario ejemplar, que lleva años de irreprochable actuación, las culpas políticas de su padre. En esta sucia tarea, en esta inmoralidad, no falta nadie del aparato de comunicación frentista. Hasta la senadora Xavier, en el colmo de la intolerancia, llegó a decir que Bordaberry tiene que renunciar a su banca. En programas humorísticos de la televisión oficial montevideana -que pagamos todos- se lanzan diatribas insultantes, calificando de “facho” al que cuestiona al gobierno, sin advertir que ellos son quienes están empleando los métodos fascistas más tradicionales.

Esta reacción desproporcionada y malintencionada, es preocupante. Muestra un Frente Amplio que no está dispuesto a tolerar que la oposición diga lo que se tiene que decir, especialmente delante de un ministro fracasado y de un clima de temor e indignación ante el auge de una delincuencia homicida que sigue creciendo. El Frente Amplio está en problemas y se desliza hacia el peligroso territorio del uso abusivo del poder del Estado, con idénticos procedimientos que los nefastos populismos venezolano y argentino. No es un episodio político más: estamos ante una escenificación de típico corte autoritario, que intenta diluir la presión de una opinión pública indignada, que ya no soporta que el Gobierno no asuma con claridad su deber de defender a la sociedad del delito, sin temores ni vacilaciones.

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Julio María Sanguinetti

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