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Un puente en las nubes

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Puede resultar extraño dedicar tiempo y espacio a un asunto improbable y remoto, pero servirá de ocasión para revisar perspectivas nacionales. Días pasados se volvió a hablar de la construcción de un puente entre Buenos Aires y Colonia. Treinta años atrás el tema se manejó intensamente, hasta se llegó a firmar un tratado. Hoy la posibilidad de que se construya es remota y estimo que sea una mala idea para el Uruguay: no dejaría beneficios duraderos y -lo más grave- engarzaría al Uruguay en un tipo de inserción regional inconveniente.

Puede resultar extraño dedicar tiempo y espacio a un asunto improbable y remoto, pero servirá de ocasión para revisar perspectivas nacionales. Días pasados se volvió a hablar de la construcción de un puente entre Buenos Aires y Colonia. Treinta años atrás el tema se manejó intensamente, hasta se llegó a firmar un tratado. Hoy la posibilidad de que se construya es remota y estimo que sea una mala idea para el Uruguay: no dejaría beneficios duraderos y -lo más grave- engarzaría al Uruguay en un tipo de inserción regional inconveniente.

Algunos colonienses lo esperan como bendición para su departamento; piensan que con un puente que permita a un montón de porteños subirse a un colectivo en Retiro y bajarse 45 minutos después en el barrio histórico, el oro correría por Colonia. No advierten que Colonia tiene atractivo para los porteños en la medida en que es un lugar apacible, tranquilo, sin tráfico, y sobre todo, sin tantos porteños. El puente sería el degüello de la gallina de los huevos de oro.

Pero el otro aspecto es más importante y está vinculado a la geopolítica. El mentado puente, como todos los puentes, tendría sentido como medio de unión de dos orillas separadas y de difícil comunicación. Ya hay tres puentes con Argentina -alguno muy próximo- y es difícil pensar en una gigantesca inversión, con compromiso ecológico, sólo para el tráfico Colonia-Buenos Aires. Ese puente tiene razón de ser en una concepción de integración geopolítica regional concebida sobre el eje Buenos Aires-San Pablo, los dos gigantes de la región. En esa lógica el Uruguay es un mero lugar de paso, donde nada empieza ni termina, y donde los uruguayos serían espectadores del tráfico, a lo más reservándose una función de estación de servicio: cambio de aceite y limpieza de parabrisas.

Toda integración regional tiene un origen político, un andamiaje jurídico, pero antes que nada una base física, geográfica. La integración que el Uruguay tiene que proponer y defender, la que le sirve al país, es la de la hidrovía Paraná-Paraguay, majestuosa y económica ruta para el enorme flujo de riqueza desde el corazón geográfico del continente hacia el mundo. Y eso empieza, o termina, en Nueva Palmira, puerta de entrada y salida para la Bolivia del encierro, para el Paraguay mediterráneo y para la vastedad del Mato Grosso brasileño, a más kilómetros del puerto de Santos que de Nueva Palmira.

Un puente genera puestos de trabajo en los años que dure su construcción; un puerto trabaja siempre, día y noche, y genera trabajo de muchos tipos: carga-descarga, consolidación-desconsolidación, reparaciones navales, aduana, seguros, despachos, finanzas, corretajes, relaciones con ultramar, etc.

Pero lo más importante es que en este mundo globalizado, donde todo puede ser producido prácticamente en cualquier lado, lo que es insustituible son los nodos de comunicación, los centros nerviosos de concentración y distribución de flujo comercial y económico. Uno de esos lugares es el nacimiento del Río de la Plata y desembocadura del Paraná, Paraguay y Uruguay. Ese lugar geográfico privilegiado es la base física para la integración regional que le sirve al Uruguay, aquella en la que Uruguay sería pieza central y no lugar de paso. El puente se concibe en otra lógica, contradictoria y no complementaria con la anterior y muy secundaria para el país.

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Juan Martín Posadas

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