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Políticos se confiesan

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Siempre hubo aquello de “no te metas en política”. Pero al mismo tiempo, por lo menos en partes de la sociedad, existía una tradición de servicio. Lo del evangelio que a quien mucho se le dio, mucho se le exigirá: la obligación de devolver al menos algo de lo recibido.

Siempre hubo aquello de “no te metas en política”. Pero al mismo tiempo, por lo menos en partes de la sociedad, existía una tradición de servicio. Lo del evangelio que a quien mucho se le dio, mucho se le exigirá: la obligación de devolver al menos algo de lo recibido.

Después, ya a un nivel menos heroico, pero igualmente humano y presente, desempeñar cargos era un honor. Traía prestigio a quien lo alcanzaba (y ejecutaba bien).

Pero todo eso ha ido camino del olvido, cuando no del menosprecio.

La política ya no atrae. Es más, la mayoría de la sociedad la rechaza, empezando por los jóvenes que, se supone, tienen el corazón más generoso.

Curiosamente, muchos políticos retroalimentan ese sentimiento, pobreándose y hasta autoflagelándose. Así, por ejemplo, se ponen al frente de todas las iniciativas para recortar sus ingresos, en una actitud tristemente vergonzante, que confirma a sus detractores en sus convicciones.

Si el propio legislador o gobernante acepta que debe ser mal pago, ¿quién creerá en el valor de su trabajo?

La decadencia viene de hace mucho tiempo, pero ahora está por caer a un nivel increíble. La clase política (al menos los legisladores), va camino a declararse, por ley, que son inherentemente sospechosos, no confiables.

¿Cómo es eso?

La Cámara de Diputados tiene a estudio un proyecto de ley, pergeñado por el Ejecutivo, llamado de Transparencia, Antilavado…, etc., que incluye un artículo definiendo a los hombres públicos como “Personas Políticamente Expuestas”: “…aquellos que desempeñan o han desempeñado funciones públicas de importancia… tales como jefes de Estado y de Gobierno, políticos de jerarquía (sic), funcionarios gubernamentales, judiciales… dirigentes destacados de partidos políticos (sic x 2), directores y altos ejecutivos de empresas estatales y otras entidades políticas (sic x 3)” (artículo 20).

¿Qué significa esto (más allá de los disparates conceptuales anotados)? Pues, que toda persona catalogada por la misma ley como “obligada” a ser delatora de presuntos sospechosos, debe extremar cuidados ante cualquier transacción o actividad económica que involucre a uno de esos individuos “expuestos” (léase, apestados).

A propósito: para el proyecto (y es otra de sus barbaridades), los “obligados” son legión: se crea la figura de una especie de auxiliar de justicia, a prepo, obligado a delatar todo aquello que presuma pueda aparecer sospechoso (no a sus ojos, si no a los de las autoridades). Estarán obligados a delatar a todas las personas sujetas al control del Banco Central del Uruguay, las inmobiliarias, empresas constructoras, abogados, escribanos o cualquier otra persona “que participe en negocios inmobiliarios”, rematadores, marchands de arte y antigüedades, explotadores y usuarios de zonas francas, proveedores de servicios societarios, asociaciones civiles, fundaciones, partidos políticos, “agrupaciones” (sic), contadores y muchos otros más.

Más allá de las inconstitucionalidades manifiestas, no entiendo cómo los legisladores se rebajan a votar eso. Personalmente me revuelve las tripas. Nunca supuse que, por mis ocho años de servicio público, me harían un monumento, pero mucho menos imaginé que, encima del sacrificio, los malos ratos, el estrés y demás, iba a tener que soportar un estigma de semejante calibre. Si el proyecto se aprueba (el Senado lo votó de media vuelta), yo (y todos los miles que pasamos por la función pública a cierto nivel), nos transformaremos en sujetos de cuidado, ya que se trata de un pecado imprescriptible. Si tengo que realizar alguna operación bancaria, o una escritura o consultar a un profesional, tendré que someterme a un escrutinio especial por la otra parte, fundado en su obligación legal de sospechar de mí. La ley considera que fui expuesto a una suerte de mal contagioso (y muy peligroso), lo que me hace un sujeto de cuidado.

No sólo es inaudito y personalmente desdoroso: es socialmente suicida. Si hoy vivimos un proceso de selección inversa en nuestros cuadros políticos, con este disparate, ¿quién va a querer meterse en política?

El proyecto es inconstitucional: entre otras cosas, viola el principio de inocencia y establece una suerte de conscripción forzosa a la función pública, en calidad de auxiliar (soplón, va), de policía administrativa, y contradice pilares básicos de la convivencia democrática.

Pero si ya nada de eso alcanza a conmovernos, no perdamos también el sentido de la dignidad y conservemos la sensatez de no seguir escupiendo a contraviento.

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Ignacio De Posadas

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