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IGNACIO DE POSADAS
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El rol de los partidos políticos en el funcionamiento de la Democracia es tema recurrente de discusión: ¿instrumentos necesarios o malos de la película? El hecho es que, para bien o para mal, no hay democracia contemporánea que funcione sin partidos.

Algo parecido ocurre con relación a los sistemas electorales: son fuentes de estudio y discusión acerca de cómo (y cuánto) influyen en la configuración de gobiernos y parlamentos.

Así ocurrió en nuestro país bajo el anterior sistema, donde hubo expertos que lo atacaron, sosteniendo que diluía los partidos como fracciones dentro de los lemas, permitiendo que cada lema abarcara todo o casi todo el espectro ideológico- político y así se diluyera el sentido del voto. Más aún, se sostenía que el sistema favorecía la multiplicación de fracciones dentro de los partidos, haciendo muy difícil la negociación de políticas claves de gobierno y los apoyos necesarios.

En el otro extremo, Luis Eduardo González defendía el sistema, afirmando que las fracciones eran verdaderos partidos y que el doble voto simultáneo (a candidato y a lema), ayudó a democratizar los partidos, al obligar que se respetaran las minorías.

Pero González también sostenía que el régimen tendía a favorecer el bipartidismo, al inducir a la gente a votar a ganador en una sola vuelta.

Por último, había un viejo reclamo, sobre todo entre los caudillos blancos del interior, protestando contra la unificación de las elecciones nacionales y las departamentales, con la prohibición de cruzar lemas (había que votar en un mismo sobre las listas nacionales y las departamentales, ambas del mismo partido).

Empecemos por aquí el estudio de las reformas electorales de 1996.

El asunto venía empujado por Alberto Volonté y este a su vez, por varios intendentes blancos que lo seguían. No era de los temas iniciales que gatillaron las negociaciones por una reforma -estos enfocaban aspectos como las elecciones internas, candidaturas únicas y el balotaje- pero como se precisaban mayorías especiales, había que contemporizar con otras ideas.

En defensa de la separación se sostenía que daría más libertad al elector, al no constreñirlo a votar el mismo lema. Se argumentaba también que la elección municipal terminaba siendo un apéndice de la nacional, sin que los temas departamentales fueran tomados en cuenta.

La propuesta inicial era mantener las elecciones departamentales el mismo día que las nacionales, permitiendo que se votaran lemas distintos en una y otra (voto cruzado).

La comisión del Senado que debía considerar la reforma estaba integrada, en representación del Partido Nacional, por Walter Santoro y por mí. Los dos teníamos reparos con la idea, temiendo que erosionara las lealtades partidarias y dificultara el manejo del partido, con la aparición de numerosos centros de poder. Como también éramos conscientes de que el cambio era inatajable, optamos por impulsar la idea de separar en el tiempo las dos elecciones. Nos pareció que quebraba más la lealtad partidaria votar lemas distintos en un mismo día, que hacerlo con meses de por medio. Nuestra fórmula permitía sostener que la separación tem- poral daría todavía más autonomía, al permitir campañas separadas, con sus temas específicos. Así quedó. En el mismo paquete salió una disposición, también pergeñada por nosotros, que incide en las elecciones departamentales (y que tantos tropiezos ha dado últimamente). El literal g) de la Disposición W, estipula que quien se presente como candidato a una elección interna no puede después candidatearse a las nacionales o en las departamentales, por otro partido. Por último, la reforma acotó, (relativamente), a dos por partido el número de candidatos a Intendente.

El cambio iba en la dirección de fomentar la descentralización y con ella, que los intendentes fueran obligados a rendir cuentas ante los vecinos.

Habiendo pasado casi un cuarto de siglo y cuatro episodios eleccionarios, se pueden esbozar algunas conclusiones:

1. Efectivamente, departamentales, se han independizado de las nacionales y se resuelven mucho más por temas locales.

2. En cambio, no puede decirse que la modificación haya aumentado las exigencias del elector en cuanto a rendición de cuentas: los intendentes suelen ser reelectos, con o sin una buena gestión.

3. El miedo a la erosión de las lealtades partidarias se ha confirmado y el fenómeno va en aumento. No es algo baladí cuando vemos el debilitamiento general de los partidos políticos en las democracias contemporáneas. Una democracia sólida requiere de un sistema de partidos fuertes y no atomizado. Las realidades departamentales han hecho volar por los aires las estructuras partidarias, en muchos casos.

4. El cambio ha llevado a un reordenamiento del peso político entre el diputado del departamento y el intendente. Antes solía ser el primero que designaba al segundo (y por esa vía prevalecía el partido a nivel nacional). Hoy es al revés y eso también conspira contra la cohesión partidaria. Los intendentes se han ido convirtiendo en una suerte de barones feudales.

La modificación produjo, además, dos fenómenos negativos: cierto hastío de los votantes por la cantidad de elecciones y la descoordinación temporal en la elaboración de los presupuestos departamentales con el nacional.

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