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Trump y el cambio climático

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Es notorio que el cambio climático entendido principalmente, pero no únicamente, como calentamiento de la temperatura global del planeta, preocupa desde hace varias décadas, cuando ya tardíamente se consiguió advertir su presencia.

Es notorio que el cambio climático entendido principalmente, pero no únicamente, como calentamiento de la temperatura global del planeta, preocupa desde hace varias décadas, cuando ya tardíamente se consiguió advertir su presencia.

Se trata de un fenómeno, o de un conjunto de ellos, que a lo menos parcialmente, encuentra sus orígenes en la propia actividad humana y cuyas consecuencias se extienden desde la desaparición de parte de la flora y la fauna mundial hasta desastres climáticos como precipitaciones inusitadas, aumento de los niveles de los océanos, salinización de los mares, tsunamis, olas de calor, cambios en las estaciones, ciclones tropicales, contaminaciones ambientales etc.

Son fenómenos que dibujan un panorama cuyos detalles resultan difíciles de prever pero mucho más de atenuar. Tal como si este dramático futuro confirmara antiguos mitos que al penalizar el orgullo creativo de los seres humanos anunciaban la desmesura del ataque contra los equilibrios de la naturaleza.

Un sustrato cultural, dicho sea al pasar, al que no escapa la moderna ecología, la misma que observa horrorizada como desde 1850 a la fecha aumentó en 0.74 de grado la temperatura ambiente (se teme que se eleve en más de 3º hacia el 2100), o pueda subir el nivel del mar más de 50 cm., con consecuencias catastróficas, comenzando por las áreas costeras.

De allí que en el acuerdo de París sobre cambio climático, logrado a fines del año 2015, culminando trabajosas negociaciones diplomáticas, la mayoría de los países aceptaran su responsabilidad en la generación de este fenómeno, conviniendo en reducir las emisiones de gases (dióxido de carbono, gas metano, óxido nitroso como los principales), al sustituir actividades contaminantes, principalmente el consumo indiscriminado de combustibles fósiles.

Lo cual, todo debe decirse, no resulta ni sencillo ni barato, a la vez que merezca que algún aislado científico, tan escéptico como conservador, desconociendo el consenso universal, descrea del fenómeno o dude pomposamente de los factores que lo causan.

Con esa inspiración, días pasados, el inefable Donald Trump, cumpliendo su promesa electoral y enfilado en la preclara estela de Nicaragua y la pacífica Siria, anunció la retirada de los EE.UU. de este Acuerdo, por entender que el mismo constituía “un cuento chino”, “malo para los ciudadanos norteamericanos” a los que se procuraba “joder” haciendo que su país perdiera dos millones setecientos mil puestos de trabajo.

Con esa generosa medida, precedida por el nombramiento de Scott Pruitt, un acérrimo negacionista del cambio climático al frente de la oficina medioambiental norteamericana, dejó de lado el voluntario y más que limitado compromiso de Obama de reducir para el 2025 en un 28% las emisiones de “gases invernadero”, al tiempo que dictó órdenes ejecutivas directas para anular las anteriores decisiones de su predecesor. Por más que también proclamara, porque dice tanto como se le ocurre, que estaría dispuesto a volver a entrar al acuerdo en la medida que el mismo pudiere ser renegociado en términos convenientes para los EE.UU. Tal como si el clima del mundo fuera un objeto comercial que se toma o se deja según las conveniencias del momento.

Con ello se congració con la mayoría de sus votantes, convencidos de la conspiración extranjera contra la democracia del norte a la vez que se enfrentó, vaya si se tratará de una figura paradojal, con grandes empresas de EE.UU. como Exxon, General Electric, Chevron o Apple y Google, temerosas de quedar aisladas pero también conscientes que si desapareciera el planeta se esfumarían sus negocios. Una actitud seguida por los gobernadores, tanto republicanos como demócratas de Massachusetts, Vermont, California y Nueva York, junto a los alcaldes de más de ciento cincuenta ciudades, igualmente convencidos que nadie, incluyendo sus poblaciones, puede sustraerse a los avatares de contingencias climáticas imprevisibles. Al tiempo que el exgobernador de Nueva York, el reconocido Michael Bloomberg, se ofreciera para cubrir de su peculio la cuota correspondiente a su país a efectos de mantenerlo vinculado al Tratado. En clara demostración que las posiciones de Trump, un personaje encerrado en su miope economicismo nacionalista del siglo XIX, poco o nada se compadecen con los intereses del trasnacionalizado capitalismo del siglo XXI.

Lo peor de este gesto es que el desenfrenado egotismo y la extrema torpeza de este presidente se han transformado en temores, decepciones y angustias para las naciones que lo rodean, que asisten confundidas a su desmesurado poder político. Un poder que le permite, invocando razones meramente económicas, destruir o poner en serio peligro un acuerdo de alcance internacional concerniente, nada menos, que a la supervivencia del género humano.

Por más que para justificarse alegue certezas que ni él ni nadie posee. Tal como si su alejamiento del Tratado constituyera una decisión menor y no lo que realmente es: una gigantesca apuesta irracional que desconoce la opinión de la mayoría de las instituciones científicas del mundo y asume un riesgo que jamás adoptaría un político sabiendo que sus compatriotas habitan el planeta Tierra.

Ocurre sin embargo, que Donald Trump no es ni un político prudente ni un ser cuyas inquietudes intelectuales trasciendan el limitado espacio de su persona y su entorno. Solo un nacionalista a destiempo que delira por un mundo y un país que ya no existe y nunca existió realmente fuera del territorio del mito. Su consigna de “América first” proclama abiertamente los límites de su moral, descubriendo que su empatía con los otros y su sentido de la decencia se detienen puntualmente en las fronteras de su nación. Un territorio que está decidido a cercar con un gigantesco muro a prueba de tempestades y ciclones capaz de encerrar a los suyos en su interior a efectos de recrear para siempre, libre de alienígenas indeseables, el país de John Wayne.

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Hebert Gatto

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