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El camino revolucionario

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Todo indica que la práctica de la revolución, entendida como cambio profundo, abrupto y relativamente rápido de la estructura de una sociedad o de sectores básicos de ella, tiene la misma edad del hombre.

Todo indica que la práctica de la revolución, entendida como cambio profundo, abrupto y relativamente rápido de la estructura de una sociedad o de sectores básicos de ella, tiene la misma edad del hombre.

Hay menciones sobre su aparición entre los faraones egipcios del primer período intermedio, alrededor del 2200 A.C. Desde entonces no ha faltado en ningún período histórico. Procurar entenderlas, valorarlas, desestimarlas o fomentarlas, ha sido en diferentes coyunturas, un desafío humano permanente. Aquí, asumiendo la fragilidad de la memoria y su débil capacidad de valoración, nos centraremos en el siglo XX -la centuria de las grandes revoluciones sociopolíticas-, procurando, a riesgo de caer en un sórdido inventario de horrores, reflexionar sobre su repetibilidad o su eventual caducidad.

En lo que concierne a la extinta Revolución Soviética, aunque no contamos aún con registros completos, es apreciable lo que conocemos de ella. En general setenta años de revolución están a la vista, pese a la dificultad para realizar balances sobre fenómenos de esta colosal magnitud. Lo que es claro, incluyendo en esta certeza a sus seguidores, que se trató de un régimen monocrático de partido único donde los derechos humanos estuvieron subordinados a las necesidades estatales. Simplificando un tanto, podría describirselo como la antítesis política, institucional e ideológica de la democracia liberal, o de todo pluralismo. El perfecto estado totalitario. A efectos de su valoración, su historia puede dividirse en un primer período dominado por Stalin y otro que comprende los treinta y seis años posteriores a su muerte.

Del período inagural cabe destacar el breve lapso de la guerra civil hasta 1922, el posterior asentamiento del dominio de Stalin, la colectivización del campo entre 1928 y 1932, y la hambruna del 32-33, seguida por la “Gran Purga” de los años 1937 y 1938. El posterior pacto con Alemania en 1939, la concomitante expansión militar por los países bálticos, la Segunda Guerra Mundial y la muerte del dictador en 1953. En esas tres décadas y media, pese a la desvastación bélica, la URSS emergió como un imperio militar extendido por media Europa y como una respetable potencia industrial, pese a sus lagunas en sus niveles de consumo y en su desarrollo civil y cultural. Luego de Stalin, con algún paréntesis, inició su lenta declinación culminada en su implosión final en 1989.

No es sencillo establecer el costo humano de este proceso revolucionario. Es usual comenzar por el Gulag y los siniestros campos de internamiento siberianos del régimen, su corazón más descarnado. Según Anne Appelebaum, en su documentado libro sobre el Gullag, 28.700.000 personas pasaron por sus puertas, estimándose con reluctancia, que más de 2.750.000 de ellos, jamás las volvieron a trasponer. Asumiendo que esta estimación no incluya a quienes desaparecieron sin siquiera alcanzar el Gulag. A inicios de los treinta la colectivización intyrodujo el hambre a la rebelde Ucrania agravada por escenas de canibalismo, que supuso la muerte por inanición de entre seis a ocho millones de personas (Davis, Robert y otro, The years of hunger, 2004). Un holocausto que sólo encuentra paralelo en el asesinato de los judíos por orden de Hitler. Por su lado “La Gran Purga”, donde Stalin decapitó a la dirigencia soviética y a parte de su ejército supuso seiscientos mil ejecutados en dos años (Getty j: Archy y otro, The road to terror, Yales Univ.). Ello sin contabilizar “incidentes” aislados, como Katyn, donde se asesinó a la flor y nata de la oficialidad polaca. Los autores franceses del Libro Negro del Comunismo, citan un total de veinte millones de muertos evitables.

La Revolución China, todavía en desarrollo, dado el mutismo de sus archivos, pese a su actual negación del socialismo, depara cifras aún más escalofriantes. Durante la etapa conocida como las “Cien Flores” en 1957 el gobierno incentivó la crítica para luego reprimir salvajemente a sus autores, ejecutados, degradados y cruelmente humillados por toda China. En 1958, su guía celestial, Mao Zedong, presidente del Partido Comunista de China, primer poeta e impar filósofo del régimen, impulsó el “Gran Salto Adelante” con el que, mediante la colectivización obligatoria de los campesinos que perdieron hasta sus instrumentos de cocina, se proponía, comunas mediante, superar la economía británica. Al unísono, en pleno delirio se prometió duplicar la producción agrícola, y triplicar la de acero, utilizando en lugar de altos hornos, hierro doméstico depurado mediante pequeños artefactos de barro construídos en los fondos de las chabolas campesinas.

Los resultados alcanzaron tales cotas de inhumanidad -hambre, despoblamiento de campos y aldeas, destrucción de viviendas, plagas repetidas, colapso del sistema de salud, canibalismo generalizado, pérdida de niños, venta de hijos, bandolerismo, desaparición de la seguridad pública- que cálculos recientes estiman en 45.000.000 los sacrificados en el proyecto (Frank Dikotter, “La gran hambruna de la China de Mao”, Acantilado, 2007.) Mao Zedong el inspirador del genocidio pretendió ocultarlo lanzando “contra la derecha” la masiva Revolución Cultural, otra masacre sin par aunque esta vez contra la libertad espiritual. Actualmente, aunque se admiten sus “errores”, Mao, un tirano confuciano, sigue siendo recordado como líder.

Pasados cuarenta años de este lago hirviente de sangre humana, resurge la pregunta. ¿Se justifica despertar a las furias para tan magros resultados? ¿Es que de nada sirvió el siglo pasado, donde las ilusiones del hombre nuevo y la sociedad transparente, se dieron de bruces con una realidad dominada por la muerte y la represión social más absoluta? ¿Cualquier utopía es válida? Cierto que el cadáver de Lenin aún domina la Plaza Roja y Mao Zedong y su “guardia roja” la iconografía histórica china. ¿No será hora de reconsiderar el pasado y enterrar tanto la momia como sus ideas? ¿Es necesario olvidar, o será que ésta es una pregunta anacrónica?

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Hebert Gatto

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